M/462, esa es la signatura con la que se aloja en el depósito de la biblioteca de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid la obra Anatomía Topográfica Humana. Texto y Atlas para la disección por regiones y planos, de Eduard Pernkopf.
En un día no especificado del año 2017 una paciente de 50 años con un historial de fracasadas operaciones de prótesis de rodilla refiere un dolor insoportable provocado por un pinzamiento del nervio safeno. Tras agotar toda la batería de tratamientos paliativos se estima por el equipo médico de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington, en Missouri, que la única posibilidad terapéutica es una intervención quirúrgica que libere dicho nervio. Durante la operación la Dra. Susan E. Mackinnon, reputada especialista en cirugía del sistema nervioso periférico, es incapaz de localizar el punto exacto del pinzamiento, una ubicación muy profunda que estima en el vasto abductor. Ante la incertidumbre sobre el curso de acción a tomar, y estando todavía en el teatro de operaciones, la cirujana contacta con otro miembro de su equipo y le pide que le mande una fotografía de las páginas del manual de Pernkopf donde, de manera no igualada hasta la fecha, se ilustra esa concreta región anatómica así como el resto del cuerpo humano. Y sin embargo…
Las sospechas sobre el pasado nazi de Pernkopf y de los ilustradores de su Atlas se habían suscitado en la década de los 80 del siglo pasado cuando algunos meticulosos lectores descubrieron esvásticas y otros símbolos nazis en las firmas de varios de los dibujantes del Atlas, pero fue la persistencia de los doctores Howard Israel y William Seidelman la que hizo que la Universidad de Viena investigara a fondo las denuncias y confirmara la pertenencia de Pernkopf al partido nazi, así como el hecho de que muchos de los que sirvieron como “modelos” para su estudio anatómico habían sido ejecutados en el período en el que Viena estuvo bajo el régimen nazi. A la luz de esta evidencia: ¿es legítimo el uso del Atlas? ¿Qué debía hacer la doctora MacKinnon con su paciente esperando en la mesa de operaciones?
((El caso se cuenta en Yee, Andrew et. al., “Ethical considerations in the use of Pernkopf’s Atlas of Anatomy: A surgical case study”, Surgery, 165 (2019): 860-867. Sobre la historia del Atlas de Pernkopf, puede verse, por todos, Michel C. Atlas, “Ethics and Access to teaching materials in the medical library: the case of the Pernkopf Atlas”, Bulletin of the Medical Libraries Association, 89 (1) enero de 2001.
))
Las alternativas resultaban críticas: o bien consultar otra fuente de descripción anatómica menos fiel, o bien parar la operación, opciones ambas claramente perjudiciales para la enferma.
Como casi siempre en estos ámbitos, la cuestión es de alcance –¿cuán sucias podemos llegar a tener las manos?– y exige el bisturí moral fino. Para empezar, no habría de bastarnos el expediente de la afiliación ideológica de Pernkopf al partido nazi, a no ser que entonces estemos dispuestos también a retirar de todas las bibliotecas y del currículum de filosofía la obra de Heidegger, por poner uno de muchos ejemplos posibles (piensen en nuestro catálogo patrio de escritores, pensadores o científicos franquistas, pre-franquistas, tardo-franquistas, neo-franquistas, post-franquistas o pseudo-franquistas y lo que resultaría de una purga guiada por la pureza extrema).
((Para hacerse una idea aproximada puede bastar la lectura del exigente Gregorio Morán de El cura y los mandarines (Historia no oficial del bosque de los letrados). Cultura y política en España 1962-1996, Akal, 2014.
))
Para empezar habría que fijar, más bien, la evidencia disponible sobre lo que ocurrió antes de que Pernkopf y sus dibujantes pudieran ilustrar la anatomía de aquellos cuerpos vilmente ejecutados, es decir, cuál fue su grado de implicación con la muerte de los que le sirvieron de modelo.
((Huelga insistir en el recordatorio de que un uso que hoy consideraríamos inapropiado de cadáveres para experimentar no ha sido exclusivo del III Reich sino que se remonta a tiempos remotos y a muchos otros lugares.
))
No parece equivalente el Atlas de Pernkopf a un hipotético Atlas de Jack el Destripador cuyo uso sí aparecería como extraordinariamente problemático. Por otro lado, el caso de Pernkopf aparece como cualitativamente distinto al del histólogo Max Clara (1899-1966), jefe del departamento de anatomía de la Universidad de Leipzig, fervoroso partidario del nazismo y descubridor de las conocidas como “células de Clara” en el epitelio bronquial y que también se sirvió de prisioneros ejecutados en Dresden. Su grado de conocimiento y participación en aquellas atrocidades fue tal que no son pocas las voces que sugieren eliminar el epónimo “células de Clara” de la literatura y acervo médico y rebautizarlas como “células club”.
((A. Winkelmann y T. Noack, “The Clara cell: a “Third Reich eponym”?”. European Respiratory Journal, Vol. 36, 2010, pp. 722-727.
))
Pero ¿habríamos de hacer lo mismo con, por ejemplo, el “espéculo de Sims”?
J. Marion Sims (1813-1883), considerado por muchos como “el padre de la ginecología moderna”, ejerció la medicina en Alabama durante la segunda mitad del siglo XIX, y, además de inventar el célebre espéculo, desarrolló las técnicas quirúrgicas que permiten operar la fístula vesico-vaginal, una condición terriblemente molesta y degradante para la mujer que la sufre por la incontinencia urinaria que causa. Lo hizo, eso sí, teniendo como “sujetos de experimentación” a esclavas negras, lo cual ha provocado airadas reconstrucciones históricas sobre su figura de resultas de las cuales se ha retirado recientemente un busto suyo de la Universidad Thomas Jefferson en Filadelfia –su universidad– y, tras muchas protestas, se ha reubicado su estatua desde su original localización en Central Park (Nueva York) al cementerio Green-Wood de Brooklyn donde se encuentra enterrado.
((Véase David González “An Antebellum Hero, but to Whom?”, The New York Times, 18 de Agosto de 2017, https://www.nytimes.com/2017/08/18/nyregion/j-marion-sims-statue-removal.html?mcubz=3
))
Resulta controvertido determinar si la ciencia que adquirió y propagó Sims fue el resultado de “tratar” a mujeres negras esclavizadas, o de “experimentar” con ellas como si fueran cobayas, o incluso “torturarlas”, como también se ha denunciado por no haber usado anestesia (éter), aunque en ese momento tal uso era muy escaso y sin duda arriesgado. Pero parece muy dudoso que sus experimentos puedan parangonarse a los del Doctor Hermann Stieve, por poner otra célebre instancia de la “ciencia nazi”. Stieve fue Director del Instituto de Anatomía de Berlín entre 1935 y 1952 y es célebre, entre otras cosas, por sus atroces estudios sobre el efecto estresante de una próxima ejecución sobre el ciclo menstrual de las mujeres prisioneras y condenadas a la pena de muerte.
((Una descripción exhaustiva es la de Sabine Hildebrandt “The Women on Stieve’s List: Victims of National Socialism Whose Bodies Were Used for Anatomical Research”, Clinical Anatomy, Vol. 26, 2013, pp. 3-21.
))
Concedamos, con todo, que dada su situación –la de aquellas mujeres negras extremadamente vulnerables–, resultaría un sarcasmo pensar que pudieron “consentir” de manera informada a los tratamientos experimentales o, si acaso, rectamente curativos llevados a cabo por Sims.
((Un muy ponderado e informativo tratamiento de la polémica y de la figura de Sims se encuentra en Leonard F. Vernon, “J. Marion Sims, MD: Why He and His Accomplishments Need to Continue to be Recognized a Commentary and Historical Review”, Journal of the National Medical Association (disponible online el 7 de marzo de 2019: https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0027968418302839).
))
¿Qué debe seguirse de ello?
De acuerdo con el conocido como “Protocolo de Viena”
((Véase el Suplemento 3 a The Central European Journal of Medicine, “Medical Ethics in the 70 Years after the Nuremberg Code, 1947 to the Present”, Herwig Czech, Christiane Drumi y Paul Weindlin (eds.), publicado online el 8 de junio de 2018.
))
, el uso de recursos clínicos de procedencia ignominiosa exige (1) que esté en juego la vida del paciente; (2) que se empleen de manera “históricamente informada” y (3) que se aproveche la ocasión para conmemorar y honrar a las víctimas. No parece un mal programa para resolver supuestos como el del Atlas de anatomía de Pernkopf, el espéculo de Sims u otros análogos, si bien debemos tomar esa lista, a mi juicio, como un conjunto de condiciones que no han de satisfacerse de manera conjunta y que deben matizarse.
Nuestra paciente sigue a la espera en la camilla, dormida con la bien calculada anestesia que solo ucrónicamente se pudo administrar sobre las esclavas negras de la clínica de Sims. Su vida no depende de que la doctora MacKinnon consulte o no el Atlas de Pernkopf aunque sí su bienestar, que se incrementaría de manera muy significativa si remiten sus agudos dolores. Esta circunstancia, junto con lo que sabemos de cómo fueron generadas las imágenes, justifica suficientemente que se consulten los dibujos para localizar el punto en el que hay que incidir quirúrgicamente, y, tal y como recomienda el Protocolo de Viena, sería una buena transacción con ese mal del pasado el de ilustrar a la paciente en el postoperatorio sobre cómo ha sido posible su mejora gracias al Atlas y cómo éste llegó a poder completarse. Junto a ello: ¿no podría la Universidad Autónoma de Madrid y las bibliotecas médicas que alberguen en sus depósitos el Atlas incluir una nota explicativa en sus primeras páginas, o los profesores de anatomía instruir sobre ello a los estudiantes de medicina?
Lo mismo cabría decir cuando ni siquiera es paliar el dolor lo que resulta del conocimiento médico moralmente ilícito sino “diagnosticar mejor”, como sería el caso del uso rutinario del espéculo de Sims. Sería extravagante, con todo, aplicar a pies juntillas el tercero de los requisitos del protocolo para considerar que la exploración ginecológica que hace uso de tal instrumento es éticamente pulcra: esa observancia estricta supondría algo así como que todos los ginecólogos que lo usen deben hacerles saber a sus pacientes que serán exploradas gracias a que un médico sureño explotó la condición de esclavas negras en el siglo XIX, etcétera, etcétera.
Más plausible me parece, en cambio, incidir en la dimensión de “recuerdo o conmemoración de las víctimas” en el ámbito público y educativo. Así, y por seguir con el paradigmático ejemplo de Sims, dado que sus contribuciones han sido tan relevantes y beneficiosas para millones de mujeres, no se trataría en absoluto de derribar las estatuas que le honran, sino más bien de añadir explicaciones que dieran cuenta de la historia de sus hallazgos y además rendir tributo a sus “pacientes”, consignando los nombres –Anarha, Lucy o Betsy son las esclavas más célebres de las que se sirvió Sims– que han podido ser desentrañados gracias a la meticulosa labor de la historiografía médica.
Lejos de enterrar nuestro pasado ominoso, se trataría de permitir a los ciudadanos tener una idea más cabal de lo que ha tenido que pasar para que sus dolores de rodilla se pasen o sus exploraciones ginecológicas sean eficaces.
Agradezco a la Doctora Ana Boto su amable invitación para participar en un coloquio sobre ética de la investigación biomédica celebrado en el Hospital de La Paz de Madrid. De esa charla surgieron algunas ideas que vierto en este texto.
Pablo de Lora es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de "Lo sexual es político (y jurídico)" (Alianza, 2019).