Una de las consecuencias más lamentables de la elección del 2006 ha sido la creciente tentación del grupo afín a Andrés Manuel López Obrador de jugar con la idea de un estallido social. Desde que López Obrador dejó de lado la vía institucional para adoptar el camino del “movimiento”, México ha tenido que soportar el vaticinio apocalíptico de quienes, en el fondo, desean esa implosión. Sus acciones tienen, detrás, una lógica perversa: sólo tras un nuevo proceso revolucionario es que México podrá renovarse y dar pie al imperio de quienes perdieron en las urnas años antes. Es con esa intención que han esparcido la idea de que el país está al borde del abismo, cerca del colapso, a punto de repetir fatalmente su historia. Para eso exageran cifras, sueltan vaguedades, estructuran teorías conspiratorias y fomentan el caldo de cultivo que las genera. En un todo o nada insensato, apuestan al fracaso estrepitoso del país. Mientras peor, mejor.
Pero no están solos. Los acompañan muchos otros suspirantes del estallido. Apenas en su edición del 20 de septiembre, Proceso anunciaba, con la fotografía de un microbús en llamas, el principio de lo que llamó “brotes de hartazgo social”. El párrafo que da entrada al reportaje central de la revista parece escrito por alguien mucho más excitado que preocupado: “El hartazgo entre amplios sectores de la población, que ya asoma, puede convertirse pronto en lo que muchos advierten como posible y otros ven lejano: un estallido social”. Llama la atención el manejo de los adjetivos. Para Proceso, una minoría se traduce de inmediato, porque sí, en una mayoría. En la primera anécdota que narra el autor de la nota, un grupo de 600 personas se manifiestan frente a la Cámara de Diputados en San Luis Potosí. Son “integrantes de varias organizaciones sociales del estado” que lanzan huevos al gobernador. De ahí, el reportero infiere lo siguiente: “Empiezan a surgir —como en el caso de San Luis Potosí— brotes (…) que podrían derivar en un estallido social”. En el reportaje hay muchas opiniones y pocas cifras: muy poco periodismo que justifique lo que el reportero —y sus editores— pregonan: evidencia del principio de una explosión violenta generalizada en el país. En San Luis, por ejemplo, viven 2 millones 500 mil personas. Pero la proporción le importa poco a Proceso. Lo que parece realmente interesar es que ocurra, de verdad y pronto, el mentado estallido; que se cumpla la profecía apocalíptica de quienes creen en la cábala de los ciclos históricos de México.
Porque eso también está de moda: suponer que México no sólo es rehén de sus circunstancias sino esclavo de su historia. “1810, 1910 y ya viene el 2010”, me decía hace unos días un radioescucha al que le urgen lecturas y una ducha fría. ¿De dónde sacan él y el resto de los que sostienen esa absurda idea que México está por sufrir una ineludible cita con la historia? Usar al bicentenario del próximo año como una especie de plazo perentorio es una irresponsabilidad incalculable y, en el caso de algunos de los actores políticos que coquetean con la idea, francamente macabra. Muchos de los que abogan por el estallido social y sugieren la llegada del 2010 como un buen momento para “tirar al régimen usurpador” tienen suficientes lecturas como para saber qué implica, en México, una revolución. Una estela incontrolable de violencia y muerte que podría, incluso, engullirlos a ellos mismos.
El peligro, por supuesto, es que el estallido social se vuelva una profecía que se cumpla a sí misma, una predicción que sucede precisamente en los términos establecidos —y anhelados— por quien la plantea. Diseminar la idea de que México, con todo y sus enormes problemas, está por colapsarse es alimentar, para empezar, la locura de unos cuantos que, como en cualquier sociedad, están ahí, agazapados, a la espera del llamado a las armas. Eso son Josmar, el pastor secuestrador, y Luis Felipe Hernández Castillo, el asesino de Balderas: idiotas útiles en la confección de la fantasía de la violencia generalizada. Es imposible pedirles mesura a los actores políticos que lo han apostado todo al colapso del país, pero los medios de comunicación tenemos la obligación de actuar con un mínimo de honestidad intelectual.
– León Krauze
(publicado previamente en el periódico Milenio)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.