Una reforma electoral, la de 1996, marcó el fin del régimen autoritario en México. Esa reforma fue calificada como “definitiva” porque introdujo tres cambios vitales que completaron el ciclo de la transición. Uno, la plena autonomía del Instituto Federal Electoral (ahora INE), que quitó al gobierno cualquier papel en la organización de las elecciones. Dos, un robusto sistema de financiamiento público a los partidos políticos, que permitió a las oposiciones enfrentar al PRI-gobierno en condiciones mínimamente equilibradas para considerarse democráticas. Tres, la incorporación del Tribunal Electoral al Poder Judicial como una jurisdicción especializada e independiente para administrar justicia electoral.
Otras reformas electorales han ocurrido desde entonces, pero para el cambio de régimen político, la de 1996 sí fue definitiva. Puesto en breve, sentó en el país la base institucional de cualquier democracia moderna. A pesar de los múltiples problemas del país en otras esferas, en lo político el poder se ha transmitido pacíficamente según la voluntad votada de mayorías cambiantes. Desde 1996, se organizan elecciones democráticas; los ciudadanos votan; y partidos de distinto signo, incluyendo los gobernantes, ganan y pierden elecciones.
Veintiséis años más tarde, el gobierno de la república, de origen democrático, ha presentado una iniciativa de reforma electoral que propone transformar de raíz tanto la administración electoral, como las reglas de competencia e integración del poder. Los cambios propuestos son múltiples. En el fondo, sin embargo, conciernen a los mismos ejes de la “reforma definitiva”: la capacidad e independencia de las autoridades electorales y el equilibrio en las condiciones de competencia entre gobierno y oposiciones.
El peligro es que esta vez, no se trata de afianzar esos ejes, sino de fracturarlos. La iniciativa gubernamental socavaría no solo la independencia, sino la capacidad operativa elemental del INE y el resto de instituciones electorales. Al mismo tiempo, inclinaría decisivamente la competencia en favor del partido en el gobierno. Todo, desde luego, en nombre de la democracia. El problema del momento es por tanto también una perversa ironía política e histórica: un cuarto de siglo después de la reforma electoral que puso punto final al régimen autoritario, una contrarreforma, nacida en democracia, podría sepultar al régimen democrático. En sus términos, la iniciativa presidencial representaría la contrarreforma definitiva en la historia de la democratización de México.
Para sustentar el punto, repaso las principales modificaciones planteadas por el gobierno en tres apartados temáticos, con la advertencia de que la contrarreforma es más que la suma de sus partes. Vistos de forma somera y aislada, los cambios podrían parecer insustanciales, algunos incluso engañosamente razonables. Tomados en conjunto, configuran una iniciativa capaz de dinamitar el edificio democrático. Aunque el análisis vaya a puntos individuales, importa no perder de vista el bosque por los árboles.
Capacidad operativa e independencia de las autoridades electorales
El conjunto más relevante de cambios en la iniciativa presidencial concierne a la integración, estructura y facultades esenciales de todos los organismos involucrados en la organización de las elecciones. La premisa es que tanto el INE como el TEPJF han sido “integrados por cuotas partidistas y cooptados por grupos de poder”, gestando una “crisis de autoridad” en la función electoral. El primer remedio propuesto es “suprimir al INE” y sustituirlo por un nuevo organismo, el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC). Se trata de mucho más que un cambio de nombre.
En primer lugar, las consejerías del INE, como las magistraturas del Tribunal, serían ahora asignadas por voto popular directo, en elecciones nacionales celebradas en agosto cada seis años (salvo la primera, que tendría que realizarse al aprobarse la reforma, antes de 2024). Un total de sesenta candidatos a consejeros y treinta a magistrados harían campaña por el país, con acceso a la radio y la televisión en tiempos del Estado.
La idea de celebrar una nueva elección nacional, adicional a la presidencial, con noventa candidatos, es a todas luces inconsistente con otro de los juicios que impulsan la iniciativa presidencial: que “el costo de operación de los procesos electorales es un grave problema del sistema político mexicano” y es indispensable “insertar el principio de austeridad republicana en el sistema electoral”. Si la celebración de elecciones parece muy cara al grupo gobernante, ¿cuántos recursos tendrían que destinarse a noventa campañas de escala nacional? ¿De dónde provendrían?
Pero esa contradicción es lo de menos y, en todo caso, es un sinsentido supeditar cuestiones de derechos y principios democráticos a un pedestre cálculo monetario —una de las trampas argumentales frecuentes en nuestra discusión pública, a la que recurre hasta la náusea la iniciativa del gobierno. Debería ser obvio que, tratándose de la vigencia y estabilidad del orden democrático, hay cosas más importantes que el dinero. ¿Cuánto se ahorra en regímenes autoritarios sin elecciones?
Más graves que la inconsistencia lógica de la reforma presidencial son las previsibles consecuencias políticas de su intento por convertir las consejerías del INE, junto con las magistraturas del Tribunal, en cargos de elección popular, sobre listas de candidatos controladas por el ejecutivo, los partidos mayoritarios en el Congreso y la Suprema Corte. Cada poder, dice la iniciativa, postularía a un tercio de los candidatos para los puestos. Es decir, 40 de los 60 candidatos al INEC, y 20 de los 30 al Tribunal, serían nominados a discreción por la fuerza política mayoritaria del momento.
Piénsese en la primera elección, en preparación para las presidenciales de 2024. El presidente de la república, con su actual bloque mayoritario de diputados y senadores, presentaría 2 de cada 3 candidatos a administrar y regular las elecciones de 2024. En términos futboleros, supone algo así como dejar al dueño y la porra del equipo local escoger al árbitro del partido. No es muy difícil imaginar los efectos.
La propuesta no es solo flagrantemente ventajista. Vista desde la historia de la democratización, es cabalmente reaccionaria. La lucha central de las oposiciones (incluyendo de la izquierda) contra el régimen autoritario del PRI consistió en sacar al gobierno de los organismos electorales. Ahora, sin mayores escrúpulos, la iniciativa oficial busca reintroducir al gobierno en el proceso de designación de árbitros electorales, so pretexto, claro, de profundizar la democracia.
Otra simulación asociada consiste en el papel de los partidos políticos en el proceso de designación de los árbitros. En términos democráticos, lo deseable es que la selección ocurra por deliberación y consenso entre las fuerzas políticas que se disputan el poder, sobre perfiles calificados y honorables.
Pero ahora, dice la iniciativa, los partidos políticos quedarían fuera del proceso de selección, con una prohibición explícita de hacer proselitismo en favor de candidatos a consejerías y magistraturas. La trampa es doble, pues como es obvio, los poderes legislativo y ejecutivo, encargados del grueso de las nominaciones, los ocupan actores partidistas. No hay duda de que en la práctica, los presidentes, como los legisladores, se comportan de manera más o menos institucional o partidista. El presidente en turno, por ejemplo, no tiene mayores reservas en intervenir en las campañas electorales y dar, desde la jefatura del Estado, un trato diferenciado a partidarios y opositores. En cualquier caso, pretender que la selección de autoridades electorales sobre listas propuestas por los poderes se convertiría en un impoluto ejercicio apartidista, es un burdo intento de vender gato por liebre. Lo es también porque, a querer o no, conseguir el voto popular para ganar cargos implica organizarse, difundir propaganda, hacer campaña, movilizar personas y recursos –o sea, formar partidos o aliarse con los existentes.
En suma, el mecanismo propuesto para la selección de consejeros y magistrados traería dos claras implicaciones: la devolución al gobierno de control sobre las autoridades electorales y la franca partidización del arbitraje. Cambiaría desde luego, también, el perfil de los árbitros. Ganar elecciones populares requiere de estrategias, compromisos y habilidades que poco tienen que ver con el conocimiento de las disposiciones constitucionales y legales en materia electoral o el apego a principios de objetividad, independencia e imparcialidad partidista. Así, la reforma electoral impulsada por el gobierno produciría la desprofesionalización de la administración electoral, partiendo desde la integración de los cuerpos más altos: el Consejo General del nuevo INEC y la sala superior del Tribunal Electoral.
Más grave aún, a este efecto desde arriba se sumaría la devastación de capacidades institucionales en la base. A diferencia de muchas otras instituciones del Estado, el INE cuenta con una estructura administrativa profesionalizada, estable, distribuida por todo el territorio y bien entrelazada con la sociedad. No es una casualidad que, pese a la deslegitimación constante del presidente y su partido (antes desde la oposición, ahora desde el gobierno), las encuestas la ubican como la institución civil con más alta confianza ciudadana, por encima de la presidencia misma.
{{ INEGI, Encuesta Nacional de Cultura Cívica (ENCUCI) 2020. Una encuesta representativa presentada por el dirigente nacional de Morena indica que 76% de la población califica el desempeño actual del INE como bueno o muy bueno. }}
En un país donde la regla es la desconfianza institucional, frente al hostigamiento sistemático por parte de un presidente popular y sus aliados, el INE ha mantenido altos niveles de aprobación social. Los mexicanos perciben que hace bien su trabajo.
¿Qué es lo que posee el INE y de lo que carecen muchos otros aparatos del Estado mexicano? Justamente, una burocracia profesionalizada, con alta penetración territorial, presencia permanente y el reconocimiento de actores políticos y sociales de todo tipo: ciudadanos, asociaciones civiles, élites políticas y económicas locales, etcétera. Sus funcionarios forman parte de un servicio profesional meritocrático en el ingreso y el ascenso. No se deben a líder o partido alguno. Cuentan con estabilidad en el empleo, buenas condiciones laborales, experiencia y un sentido compartido de misión y servicio. Implementan rutinas transexenales, acumulan memoria institucional y operan conforme a reglas y procedimientos formales bien definidos, a veces detallados hasta el exceso.
Esta capacidad institucional-administrativa está detrás del buen funcionamiento del INE. Desde la última reforma electoral en 2014 a la fecha, ha organizado 330 elecciones federales, locales, de dirigencias partidistas, consultas, etcétera, sin sobresaltos ni conflictos extrainstitucionales. Todo, en medio de una aguda crisis de violencia criminal, fuertes tensiones políticas y un malestar ciudadano extendido con el desempeño gubernamental. En 2021, instaló el 99.99% de las casillas electorales (más de 163 mil), incluso donde otras instituciones están ausentes o han perdido en los hechos el control territorial. Alrededor de 95 millones de personas, excluidas de muchos otros derechos y servicios, cuentan con una credencial para votar vigente.
La reforma electoral del gobierno no solo pasa por alto estas lecciones. Propone, en los hechos, el desmantelamiento de la estructura profesional que sostiene la buena organización electoral en el país –un ancla imprescindible de paz y estabilidad políticas. Contra la evidencia concreta y la evaluación de la mayoría (tan invocada por el gobierno, a conveniencia), la “compleja estructura” que garantiza los derechos a la identificación y al voto libre y secreto en elecciones imparciales es desdeñada como “grande, burocrática y marcadamente ineficiente”.
Sobre ese juicio, se plantea la desaparición de la burocracia electoral profesional y permanente, hoy distribuida en las 32 entidades y los 300 distritos electorales del país. En lugar de ese aparato, el nuevo INEC organizará las elecciones con personal eventual y “órganos temporales y auxiliares”, que quedarán desintegrados fuera de los procesos electorales. Lo hará, además, sin la colaboración de los Organismos Públicos Locales (los institutos electorales estatales), puesto que estos, más los tribunales electorales de las entidades, desaparecen también de un plumazo. De por medio está no solo la imparcialidad y profesionalismo indispensables para elecciones democráticas, sino la logística misma de la organización de elecciones.
Para cerrar la pinza, la autoridad electoral dejaría de encargarse del principal servicio cotidiano que brinda a la ciudadanía mediante su estructura permanente: la integración del padrón electoral y la emisión de la credencial para votar. Sin mayor explicación, pero con la solicitud formal del gobierno en turno de entregar el padrón electoral a la Secretaría de Gobernación como antecedente, la iniciativa propone eliminar de la Constitución la facultad del INE de integrar y actualizar el padrón –el registro más exhaustivo de datos personales de los mexicanos.
En síntesis, en lo que concierne a la administración electoral, la iniciativa presidencial propone dar marcha atrás a lo que, por décadas, fueron demandas medulares de los movimientos democratizadores de todo el espectro político, hasta convertirse en conquistas colectivas: sustraer al gobierno de los organismos electorales; retirarle el control del padrón; constituir un tribunal especializado para resolver litigios electorales; y depositar la organización de las elecciones en una institución de Estado bien equipada, profesional e independiente.
En sustitución, se disuelven todos los organismos electorales estatales, un solo órgano nacional centraliza por completo la administración electoral, se amputa el grueso de su estructura, se desprofesionaliza su burocracia y se plantean nuevas reglas de integración del órgano de dirección, como del Tribunal, que los vuelven propensos a la captura gubernamental y la colonización partidista. La iniciativa sostiene que así “se fortalece nuestro sistema democrático” y se consigue “mayor certeza jurídica, claridad en los procesos y eficiencia en el desarrollo de funciones”.
El equilibrio en la competencia
Si la desprofesionalización y subordinación de la administración electoral no fuera suficiente, la iniciativa presidencial busca también desmantelar reglas básicas de la competencia interpartidista. En primer lugar, se elimina por completo el financiamiento público de los partidos políticos fuera de las campañas electorales. El espíritu es el mismo que para las autoridades electorales: se trata solo de burocracias inservibles, parasitarias, que apenas y se necesitan cada cuando.
De tal manera que los partidos políticos, si desean sobrevivir entre elecciones, habrán de irse a buscar el dinero en otra parte. No es muy difícil imaginar a dónde, pues sabemos cómo están distribuidos los recursos en México. Pero, sobre todo, podemos anticipar las consecuencias para las condiciones competitivas en el sistema representativo. De un lado, oposiciones debilitadas buscando donativos para sobrevivir, aliadas y sujetas a sus fuentes alternativas de financiamiento o bien, sin capacidad de mantener una estructura organizativa para hacer frente a los gobiernos, vincularse localmente, prepararse para la disputa por el poder. Del otro, el partido en el poder, confundido con el Estado y con el control sobre el presupuesto y los empleados públicos, a ser utilizados a conveniencia. Suena familiar porque es la historia del autoritarismo de partido dominante del siglo XX mexicano.
Defender el financiamiento público de los partidos es anatema, pero la realidad es que fue y es un ingrediente clave para la competencia mínimamente equitativa, es decir, democrática. En especial, sin un Estado profesionalizado, es decir, vulnerable a la explotación del partido en el poder.
Los partidos son un blanco fácil: están asociados con la división, la parcialidad, la ambición por el poder. Pero mantener un sistema de partidos está en el interés público porque la institucionalización del pluralismo en partidos que compiten en una cancha pareja es la piedra angular del orden democrático. Nada de ello entra en consideración en la iniciativa presidencial, donde lo importante es lo caro que resulta mantener la democracia.
Están también los cambios propuestos para el momento de las campañas. Incorporando las demandas de la izquierda partidista, la reforma electoral de 2006-2007 otorgó a los partidos acceso a la radio y la televisión en tiempos oficiales del Estado, para poner fin a la transferencia de recursos públicos a los medios vía la publicidad electoral. La iniciativa presidencial mantiene el esquema, pero reduciendo el tiempo total en un 38% (de 48 a 30 minutos diarios). Es probable que los concesionarios de radio y televisión agradezcan el gesto, pero ¿qué implica esto para la competencia democrática? Partidos sin recursos permanentes disputarán el poder en elecciones organizadas por un organismo no profesionalizado ni independiente, con acceso más restringido a los medios de comunicación de masas. Del otro lado, el gobierno. Al menos el actual, saturando la esfera pública de propaganda desde la presidencia y las instituciones del Estado mismas. La historia mexicana es un excelente referente para comprender el carácter antidemocrático de estas propuestas.
Representación y equilibrio de poderes
El tercer y último grupo de propuestas en la iniciativa presidencial concierne a la integración de los órganos representativos por excelencia en las democracias: la Cámara de Diputados, la de Senadores, las legislaturas estatales y los ayuntamientos municipales. La evidencia empírica respalda sin ambigüedades la siguiente máxima: “legislaturas más fuertes, democracias más fuertes”.
{{ Michael Steven Fish, “Stronger legislatures, stronger democracies”, en Journal of Democracy 17, no. 1 (2006): 5–20. }}
Cuando los órganos legislativos tienen más atribuciones y capacidades efectivas de monitoreo y control sobre los ejecutivos (presidentes, gobernadores, presidentes municipales), las políticas públicas se vuelven más representativas de las preferencias ciudadanas, se incrementa el respeto a las libertades civiles y se reduce el abuso y uso discrecional del poder. El fortalecimiento de las ramas legislativas en todos los niveles del Estado es, por ende, una de las llaves para la profundización democrática.
La reforma electoral presidencial apunta, exactamente, en sentido contrario. Para empezar, se empequeñecen todos los órganos representativos: se eliminan 200 de 500 diputaciones federales y 32 de 128 senadurías; las legislaturas estatales se topan en 15 diputados en entidades con menos de 1 millón de habitantes, permitiendo un solo diputado más por cada 500 mil personas, hasta un máximo de 45; las regidurías en los concejos municipales se limitan también a un máximo de 9 para municipios de más de 1 millón de habitantes, y de ahí para abajo. Para demostrar que México cuenta con más legisladores de los necesarios, la iniciativa compara al país con otros tan democráticos como China, Pakistán o Rusia.
La fortaleza de las legislaturas como órganos de representación y control de los ejecutivos no depende solo, desde luego, de su tamaño; es obvio, sin embargo, quién gana con su enanización. La representación se comprime y el trabajo legislativo y de vigilancia de los gobernantes en las muy distintas áreas de política se deja en cuerpos disminuidos. La argumentación es kafkiana: “mejorar la representación ciudadana depositada en las Cámaras con la reducción del número de sus integrantes.” ¿Se sigue entonces que la representación perfecta consiste en la ausencia de representantes?
La otra propuesta importante en la integración del legislativo consiste en eliminar los diputados y senadores de mayoría, para pasar a un sistema único de representación plurinominal con listas cerradas de candidaturas, por entidad federativa. A cada entidad corresponderían tres senadores y un número de diputados proporcional a su población, con un mínimo de dos por estado. Al respecto pueden decirse tres cosas principales.
Uno, en términos representativos, un sistema de representación proporcional puede, en efecto, dar un reflejo más exacto al pluralismo político, reduciendo la brecha entre el porcentaje de votos otorgados a un partido y su porcentaje de escaños. Actualmente, por ejemplo, Morena, con 34% del voto (38% removiendo los votos nulos y partidos debajo del umbral de registro), cuenta con 50.4% de las diputaciones, producto de nuestro sistema electoral mixto, acuerdos de coalición y cambios de bancada. En forma saludable, una reforma hacia la proporcionalidad, en el sentido de la iniciativa, atemperaría este tipo de sobrerrepresentación institucional. Sin embargo, al adoptar la población y geografía estatal como base para la distribución de escaños, se favorece el bipartidismo en las entidades más pequeñas, se penaliza a los partidos cuyo electorado está más concentrado geográficamente en algunos estados y se favorece a aquellos cuya votación se encuentra distribuida de manera más uniforme en el territorio (actualmente, el PRI y Morena).
Tercero, y más importante, la propuesta de cambios en la fórmula de integración de los cuerpos de representación democrática está envuelta en una reforma electoral que pone en entredicho a la democracia misma. Así, se convierte en una discusión sobre las ramas mientras se tala el tronco: ¿Cómo conviene distribuir escaños a partir de los votos obtenidos en elecciones no democráticas?
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Puede haber otros argumentos relevantes sobre una reforma electoral en las circunstancias actuales. Su necesidad misma es difícil de justificar. Al país lo aquejan muchos y más graves problemas sobre los cuales depositar las energías políticas: la violencia, la pobreza, el estancamiento económico, las secuelas de la pandemia, la decadencia institucional. El sistema electoral actual ha probado su capacidad de procesar institucionalmente una muy intensa competencia política, así como de producir alternancias en favor y en contra de todas las fuerzas políticas según la voluntad votada del electorado. En contraste con todas las reformas electorales del pasado, sus promotores no son las oposiciones para mejorar las condiciones de competencia, sino el partido en el gobierno para atrincherarse.
En cualquier circunstancia, lo que no puede perderse de vista es que la iniciativa presidencial busca desmontar las columnas que sostienen un orden político democrático desde la “reforma definitiva” de 1996. De prosperar, estaríamos asistiendo a los ritos funerarios de una forma de gobierno.
El planteamiento presidencial es la contrarreforma definitiva.
Egresado del CIDE (licenciatura en ciencia política y relaciones internacionales, 2004-2008) y exprofesor de la División de Estudios Políticos. Profesor Investigador de El Colegio de México.