En las últimas semanas se ha comentado mucho el proyecto para la nueva Constitución cubana, aprobado por la Asamblea Nacional del Poder Popular, que será debatido en las organizaciones del Estado, revisado por el parlamento y luego sometido a referéndum en los próximos meses. Desde ambos lados, el oficial y el opositor, se insiste en la continuidad: para unos se trata de la plasmación más perfecta del “concepto de Revolución de Fidel Castro”; para otros, de un “fraude”, una “trampa” o un “teatro”. Me temo que algunos que dan por sentado el continuismo no han leído el nuevo texto, ni lo han cotejado con el vigente, el de 1992 reformado en 2002.
Luego de un ejercicio elemental de lectura de ambos textos, es imposible sostener que la nueva Constitución sea solo continuidad o cambio porque es las dos cosas. El texto preserva intactos los mecanismos básicos del régimen político de la isla: el Partido Comunista único, la ideología de Estado “marxista-leninista-martiana” y –ahora– “fidelista”, la elección indirecta del Presidente, a partir de una candidatura única propuesta por el Buró Político del partido oficial, o el absurdo candado del “socialismo irrevocable”. Pero, a la vez, introduce alteraciones importantes en el funcionamiento de ese régimen y su interacción con la ciudadanía por medio de una serie de cambios institucionales, además de la flexibilización de derechos económicos, jurídicos y civiles.
Las principales transformaciones institucionales serían la eliminación de las asambleas provinciales y la creación de gubernaturas provinciales, a nivel regional, y la introducción del cargo de primer ministro junto con la fusión de roles del presidente del Consejo de Estado y el presidente de la Asamblea, a nivel nacional. El sentido de esos cambios apunta a una mayor descentralización del aparato administrativo y, a la vez, a una mayor subordinación –si es que cabe– del poder legislativo al ejecutivo. La función del primer ministro no pareciera bien justificada, dada la ausencia de verdaderos elementos parlamentarios o, tan siquiera, semiparlamentarios en el sistema político cubano.
Otras modificaciones importantes en el liderazgo del Estado son el derecho a una sola reelección del titular del ejecutivo, luego de un periodo de cinco años, y el requisito de ser menor de 60 años para resultar electo presidente. El objetivo de ese mecanismo es evidente: mantener una constante renovación generacional en la cúpula, luego de décadas de anquilosamiento de la generación histórica, y poner a circular a las nuevas élites, de manera muy parecida a como sucede en China y Vietnam. Bajo un partido único, la alternancia se asume desde la lógica del relevo generacional y no tanto de las facciones internas de la institución hegemónica.
En materia de flexibilización de derechos es donde la nueva Constitución avanza más. Este es un documento que, a diferencia del de 1976 o 1992, no compensa la limitación de derechos políticos a través de la ampliación de derechos sociales sino que, por primera vez, acerca la norma constitucional cubana a la filosofía contemporánea de los derechos humanos. El artículo 39, primero del título IV dedicado a “derechos, garantías y deberes”, establece que el “Estado garantiza a la persona el goce de los derechos humanos… de conformidad con los tratados internacionales ratificados por Cuba”. Sin embargo, como es sabido, el gobierno de la isla, aunque los firmó, no ha ratificado los pactos de la ONU sobre derechos civiles, políticos, económicos y culturales.
El artículo 40 penaliza la discriminación de las personas por motivos origen étnico, orientación sexual, creencia religiosa o identidad de género y el 68 reconoce el matrimonio igualitario. Entre el artículo 20 y el 31 se admiten la existencia de la propiedad privada, los mecanismos de mercado y la importancia de la inversión extranjera para la economía cubana, aunque se asegura la preeminencia del Estado y el sistema de planificación central. Entre el 53 y el 58, las garantías del debido proceso y del concepto de habeas corpus se extienden como nunca antes en la historia constitucional posterior a la Revolución de 1959. Lamentablemente, el único “derecho político” que se reconoce de manera explícita es el de “participar en la conformación, ejercicio y control del poder del Estado”.
Aún así, la nueva redacción de los artículos sobre la libertad de asociación y expresión contiene giros sutiles. Tal y como sugerían muchos críticos del régimen cubano desde los años 90, cualquier avance en materia de derechos civiles en la isla pasaba por una reforma de los artículos 53 y 54 y una eliminación del 62, que es la base normativa de la criminalización de opositores y disidentes en el Código Penal. En el nuevo texto no parece haber un equivalente o sustituto del artículo 62 y los puntos dedicados a las libertades públicas prescinden de la acotación de que esos derechos deben ejercerse en los medios y organizaciones del Estado y nunca “contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo”.
Es más, el dogma “marxista-leninista” de la transición del socialismo al comunismo ha sido eliminado del “Preámbulo” y del artículo 5 de la Constitución, aunque se mantiene la idea de que Cuba transita del capitalismo al socialismo. Buen dilema se abre, para los ideólogos del régimen insular, al suscribir un marxismo-leninismo purgado de la utopía comunista de una sociedad sin clases, como finalidad del proyecto histórico de la Revolución. Dilema tan bizantino, para esa ortodoxia, como el del abandono del concepto de “internacionalismo proletario”, que se alivia con la preservación de la “amistad fraternal”, “cooperación y ayuda mutua” con los países socialistas y la “voluntad de integración con América Latina y el Caribe”, centrales en la retórica –aunque no en la geopolítica– de la Alianza Bolivariana y el Foro de Sao Paulo.
No hay avance en términos de derechos políticos en la nueva Constitución, a pesar de que se elimina el artículo 62. De hecho, el dispositivo constitucional de la represión se refuerza al introducir en las relaciones internacionales una rígida doctrina de la seguridad nacional, que anuncia el incremento de prácticas restrictivas y punitivas contra la oposición pacífica y los grupos sociales independientes. El título X, sobre “Defensa y Seguridad Nacional”, es también una innovación constitucional que expande las potestades del estado de excepción y asegura la limitación de libertades públicas en nombre de la defensa de la soberanía.
En el libro El cambio constitucional en Cuba (2017), una obra académica editada por el Fondo de Cultura Económica, varios autores (entre ellos Armando Chaguaceda, Velia Cecilia Bobes, Haroldo Dilla) sostuvieron que el escenario más plausible era que Cuba se moviera constitucionalmente hacia una modalidad autoritaria de mercado estrecho, pluralismo civil y control político. Es, exactamente, lo que ha sucedido y no tiene sentido negar que el nuevo orden constitucional crea otra plataforma jurídica, en la que deberá inscribirse la pugna por la autonomía de la sociedad civil cubana.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.