Orígenes y soluciones

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Entre los muchos adjetivos que se han aplicado al conflicto en el Medio Oriente en los últimos días, hay tres que se han repetido hasta el cansancio y son insostenibles: ancestral, unilateral e irresoluble. El choque entre palestinos e israelíes no es la continuación de un enfrentamiento antiguo entre dos civilizaciones. El enemigo ancestral del
mundo islámico fue, desde el año 711 d. C., cuando los musulmanes iniciaron la conquista de España, la Europa cristiana. Aun antes de 1492, año en el cual terminó la Reconquista, el Imperio Otomano se había convertido en el puntal de la expansión islámica. Su principal contendiente fueron las potencias europeas cristianas, que bloqueaban su expansión hacia Occidente. Esa rivalidad entre Occidente y el Imperio Otomano se mantuvo hasta su desaparición en el siglo XX, estuvo latente en una nueva versión durante la Guerra Fría —cuando muchos países árabes establecieron alianzas intermitentes con la Unión Soviética— y ha renacido en los albores del XXI con el fundamentalismo islámico, la ofensiva contra el terrorismo y el previsible choque entre los Estados Unidos e Irak.
     Por el contrario, durante centurias, la relación entre judíos y árabes fue no sólo pacífica, sino armónica. Entre el siglo viii y el XV, ambas comunidades convivieron en la España sefardí, compartiendo un mismo modo de vida y un renacimiento cultural que culminó en la Edad de Oro de la literatura judía e islámica. Después de la expulsión de los judíos de España, decretada el mismo año en que los moros fueron expulsados de Granada, la mayoría de los exilados encontró refugio en el Imperio Otomano, en un clima de libertad que, aunque condicionada, no tenía paralelo en ningún país europeo. De hecho, esa tolerancia sin precedentes fue el cemento que mantuvo unido al universo étnico y religioso otomano: cada comunidad religiosa o millet podía practicar libremente su religión y, lo que es más notable aún, erigir sus propias instituciones y leyes comunitarias. En esta atmósfera, las comunidades judías florecieron cultural y económicamente, enriqueciendo al Imperio Otomano y disfrutando de la autonomía que éste otorgaba a las minorías religiosas.
     El conflicto entre judíos y árabes se inició hasta finales del siglo XIX, cuando oleadas de inmigrantes judíos llegaron al territorio de la provincia otomana llamada Palestina con el sueño de reconstruir su hogar, ahora sí ancestral, y chocaron con la población árabe que vivía en la región y que vio, con razón, la llegada de los inmigrantes judíos como una amenaza creciente a su control sobre Palestina.
     El enfrentamiento entre musulmanes y judíos no fue unilateral entonces, ni lo es ahora. La responsabilidad por la prolongación del conflicto que culminó en la violencia que ha segado la vida de cientos de palestinos e israelíes en los últimos 18 meses, es una responsabilidad compartida. La lista de los errores que han cometido los israelíes y los palestinos es interminable y se remonta a principios del siglo pasado. Si las oleadas de refugiados judíos que, empujados por la persecución en Europa, emprendieron el sueño de reconstruir Israel no elaboraron una estrategia para incorporar en el nuevo Estado a la población local, los palestinos carecieron siempre de un proyecto político para el establecimiento de una entidad binacional y recurrieron, desde 1919, a la violencia. Ambos olvidaron que estaban destinados a vivir codo a codo en un mismo y reducido territorio.
     Antes de la creación de Israel en 1948, los judíos hicieron lo posible por sabotear el establecimiento de instituciones democráticas donde los árabes tuvieran una representación y los palestinos se negaron sistemáticamente a participar en esas instituciones propuestas por los británicos, que les hubieran dado una inmensa capacidad de influencia política en Palestina dada su superioridad numérica. Los árabes se negaron a aceptar la propuesta de Naciones Unidas de crear dos Estados en el territorio palestino en 1948; los israelíes aprovecharon la guerra que los árabes emprendieron contra el nuevo Estado, en el momento de su nacimiento, para expulsar a decenas de miles de palestinos. Desde entonces hasta la Guerra de los Seis Días, en 1967, los israelíes ignoraron el problema palestino y los árabes se negaron a reconocer al nuevo Estado, y adoptaron, en el campo de las ideas y en la práctica, un solo principio: destruir a Israel. Los israelíes aprovecharon las ganancias territoriales derivadas de su victoria en 67 para poblar los "territorios ocupados" y alimentar el sueño de un Gran Israel; los palestinos dejaron pasar una oportunidad tras otra de detener la multiplicación de esas "poblaciones" y negociar el establecimiento de un Estado palestino. La más triste de esas oportunidades perdidas fue la reunión de Camp David, en julio de 2000. Arafat rechazó las generosas propuestas del entonces primer ministro israelí, Ehud Barak. Proposiciones que distaban de ser una concesión que cumpliera con todas las demandas palestinas, pero que eran un arranque inmejorable para un acuerdo definitivo de paz. La visita de Sharon al Monte del Templo de Jerusalén, meses después, y la Intifada que los palestinos desataron como respuesta, fueron tan sólo parte de un proceso que se inició en Camp David. Yasir Arafat había sellado el destino político de Barak y decidido la elección de Sharon en febrero de 2001.
     Ambos, Sharon y Arafat, permitieron a partir de entonces que los radicales en ambos campos expropiaran y dirigieran el curso de la historia en Medio Oriente: los dos comparten la misma responsabilidad y ambos se han convertido en un obstáculo para la paz. Dos líderes miopes, ineficaces e irrelevantes.
     El conflicto entre palestinos e israelíes no es irresoluble. Parece no tener solución porque hay un vacío de liderazgo, las mayorías moderadas no han encontrado el camino para hacer oír su voz y la comunidad internacional está dividida. Israelíes y palestinos no tienen un líder que tenga la estatura de Charles de Gaulle —que entendió que Francia no tenía nada que hacer en Argelia y firmó un acuerdo de paz—, para no hablar de Gandhi y Nehru, que derrotaron al poderoso Imperio Británico sin disparar un solo tiro. Desde el asesinato de Rabin, Israel ha estado gobernado por dos políticos que son unos enanos frente a las exigencias de su momento —Netanyahu y Sharon— y por quien pudo haber sido el De Gaulle israelí y fue derrotado por su propia arrogancia y por Arafat: Ehud Barak.
     La intervención de la comunidad internacional unida es indispensable para mandar a Sharon y a Arafat al basurero de la historia y para dar voz a las mayorías del pueblo palestino e israelí que desean la paz. Detrás de la confusión que genera la violencia, una mayoría de los palestinos desea el establecimiento de un Estado propio y el fin de la ocupación, y 74% de israelíes está dispuesto a negociar el establecimiento de un Estado palestino. La receta para lograr la paz es establecer un alto al fuego sustentado por todos los países del mundo y avalado por la presencia de monitores internacionales, el despliegue de tropas entre los contendientes patrocinado por la ONU, el "secuestro" de representantes palestinos e israelíes en algún rincón remoto del planeta alrededor de una mesa de negociaciones y la firma de un acuerdo de paz que implique los puntos siguientes: la renuncia a la violencia, el ajuste de las fronteras para dar a los palestinos un Estado viable y a los israelíes un territorio adecuado para defenderse, el desmantelamiento de los enclaves israelíes en los territorios ocupados, la renuncia palestina a la demanda del retorno de refugiados a Israel a cambio de una compensación justa y el reconocimiento del Estado de Israel por todos los países árabes. –

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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