Foto: Ga am2, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

La renuncia de Arturo Zaldívar

La decisión del ministro de dejar la Suprema Corte de Justicia pone a prueba a la Constitución y tiene los rasgos de un nuevo intento de imponer el dominio del poder judicial desde el ejecutivo.
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Arturo Zaldívar presentó su renuncia como ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación un año antes de que concluyera su cargo. Conforme a la Constitución, las renuncias de los ministros de la Corte Suprema solamente procederán por causas graves. Una vez que sean sometidas al ejecutivo y este las acepte, las enviará para su aprobación al Senado. Aquí ya se plantea un primer problema constitucional: Zaldívar no expone en su renuncia la causa grave para dimitir y, por supuesto, no es una razón válida que él considere que su “ciclo en la Suprema Corte ha terminado” o que, como se especula, le frustre perder la mayoría de las votaciones en el Tribunal Supremo o tenga antojo de otro cargo público. Ninguno de sus argumentos concreta el concepto jurídico indeterminado que alega le permite renunciar porque quiere: la causa grave no es la mera voluntad de dejar el cargo.

Un segundo problema es que la Constitución desarrolla expresamente el supuesto en que la falta de un ministro exceda de un mes, pero no el de la sustitución de ministros por renuncias. El tema es importante para definir la duración del cargo de la persona que ocupará la silla que abandona Zaldívar.

Cuando solo hay falta, la Constitución señala que el presidente de la República someterá el nombramiento de un ministro interino a la aprobación del Senado, según las reglas de nombramiento establecidas en el artículo 96 constitucional, que son las siguientes: 1) el presidente de la República someterá una terna a consideración del Senado, el cual, previa comparecencia de las personas propuestas, designará al ministro que deba cubrir la vacante; 2) la designación se hará por el voto de las dos terceras partes de los miembros del Senado presentes, dentro del improrrogable plazo de treinta días; 3) Si el Senado no resolviere dentro de ese plazo, ocupará el cargo de ministro la persona que, dentro de esa terna, designe el presidente de la República; y 4) en caso de que la Cámara de Senadores rechace la totalidad de la terna propuesta, el presidente de la República someterá una nueva, en los mismos términos que la primera; 5) si esta segunda terna fuera rechazada, ocupará el cargo la persona que dentro de esa terna designe el presidente de la República.

Si el Senado acepta que el nombramiento del caso que nos ocupa es el reglamentado en la Constitución para las faltas de ministros que excedan de un mes, el ministro interino en cuestión estaría en el cargo hasta el primero de diciembre de 2024. De lo contrario –y como parece es la intención de Zaldívar y López Obrador–, se nombraría a un ministro para que dure 15 años en el cargo, designación que, de haber Zaldívar terminado su encargo, no le correspondería hacer a López, sino a quien se elija para el periodo 2024-2030.

Sin embargo, como sucede usualmente en la relación ejecutivo-judicial de este sexenio, hay una grave alteración política de los temas que deberían ser estrictamente técnicos jurídicos: la renuncia de Zaldívar a su cargo en la Corte es la última de sus traiciones a la democracia, pues busca adelantar la designación de un nuevo ministro. De su renuncia también se desprende que deserta para estar en condiciones de saltar hacia otro cargo público.

El dilema constitucional que implica esta cuestión –la falta de una causa grave, la ausencia de precisión sobre la duración del ministro entrante en estos casos y hasta las potestades del Ejecutivo para designar a capricho a un ministro– es un ejemplo más de que la Constitución tiene terribles fallas de diseño y que, en consecuencia, no prevé con contundencia, claridad y equidad el tratamiento de estos asuntos.

Por otra parte, López Obrador –quien está detrás de la táctica de ataque a la Suprema Corte– sigue poniendo a prueba los límites de la paz política y constitucional. Cree que la Constitución y las instituciones son sus juguetes. Lo más grave es que, del lado de la oposición y de la sociedad civil no hay quien le plante cara de manera categórica.

El de Zaldívar es un caso para el diván: siente que su presencia no tiene sentido si no puede imponer sus decisiones. Ya no es presidente de la Corte Suprema y le frustra ser parte de la minoría. A diferencia de Vallarta —el ministro más brillante de la Corte previa a 1917, que se distinguió por sus votos particulares, mismos que marcaron el rumbo de la doctrina constitucional hasta nuestros días—, Arturo Zaldívar no sabe el valor del voto disidente, porque él se convirtió en un mero acólito de López, destruyendo la reputación que construyó en sus primeros años de juez constitucional.

Debe tenerse en cuenta lo que ha precisado el jurista Francisco Burgoa: conforme a lo establecido en los artículos 101 párrafo 3 y 95-VI de la Constitución, tienen que transcurrir dos años contados a partir de que el Senado apruebe la renuncia de Zaldívar para que pudiera ser secretario de Estado, fiscal general de la República o gobernador… pero –y eso lo digo yo– siempre puede intentar que lo designen encargado de despacho de la FGR, mientras pasa ese lapso de espera, aunque él afirme que no pretende ser fiscal general, ya que sus declaraciones dejan abierta la posibilidad de asumir responsabilidades en el gobierno. No hay dudas sobre las intenciones de Zaldívar: el mismo día de su renuncia se reunió con la precandidata presidencial morenista Claudia Sheinbaum.

Al siguiente día de su renuncia, Zaldívar se declaró sumado al proyecto de Sheinbaum, respaldaba públicamente la necesidad de discutir la reforma al poder judicial propuesta por López y descalificaba las críticas de Xóchitl Gálvez a su dimisión a la Corte. La metamorfosis de Zaldívar se había completado: a partir de ese momento, el ministro renunciante era idéntico a otros militantes del oficialismo, que fanfarronean sobre encuestas y un triunfo para el que aún no se ha depositado voto alguno.  

De las tres renuncias de ministros de la Corte durante la Constitución vigente, solo la de Alberto Vázquez del Mercado tiene como origen el respeto a la independencia judicial, como recuerda Enrique Krauze “a principio de 1931, Luis Cabrera, ideólogo del carrancismo, impartió en la Biblioteca Nacional unas polémicas conferencias tituladas ‘El balance de la Revolución’. Calles enfureció y, violando un amparo, ordenó la deportación de Cabrera a Guatemala. En su intervención en la Corte, Vásquez del Mercado responsabilizó de los hechos al presidente Ortiz Rubio. El 13 de mayo, en un acto sin precedentes, don Alberto presentó su dimisión”.

Los otros dos casos de renuncias, el de Eduardo Medina Mora y el de Zaldívar, van en sentido contrario: a Medina lo presionaron para que dejara el cargo y así liberara un espacio en la Corte que López quería nombrar, sin tener derecho legítimo a hacerlo. El de Zaldívar es parecido: el ministro entrega su puesto para que, nuevamente, a López se le fabrique una potestad que no le correspondía ejercer.

Esta es una nueva crisis constitucional, pergeñada por la combinación del apetito insaciable de un presidente que pretende, contra la Constitución, ser jefe de los tres poderes de la Unión y la indignidad de un abogado que no solo renunció a ser ministro, sino también a ser jurista. ~

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