El exilio de un rey y el descrédito de una institución

Como la monarquía es una institución muy personal, la corrupción de Juan Carlos I afecta inevitablemente a su hijo Felipe VI.
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El rey emérito Juan Carlos I ha abandonado España. Lo hace tras desvelarse la existencia de unas posibles cuentas en paraísos fiscales a su nombre y para “‘contribuir a facilitar’ a su hijo el ejercicio de la responsabilidad que supone la jefatura del Estado”. La noticia empaña no solo la figura de Juan Carlos sino también la de su hijo, el actual rey Felipe VI.

La legitimidad de la monarquía (más allá de su consagración en la Constitución) descansa en buena medida en su ejemplaridad. Como su función es exclusivamente institucional y simbólica (el rey es un protocolo andante, tiene la misma función práctica que un edificio protegido por Patrimonio), su figura tiene que estar impoluta: si no sirve de mucho para el día a día de la política, que al menos no llame mucho la atención. En el momento en que llama la atención (más allá de en la revista ¡Hola!), su poquísima utilidad no simbólica queda el descubierto. Uno de los problemas centrales de la monarquía parlamentaria es que su mejor manera de ser ejemplar es ser completamente inútil, estar casi desaparecida, no intervenir en absoluto en los asuntos públicos. Los más monárquicos siempre defienden su neutralidad, que no se inmiscuya en la política. Esto provoca una contradicción: cuanto más ejemplar es, más inútil resulta. 

La defensa de la monarquía española está a menudo llena de clichés. El rey es un “activo” diplomático, pero uno no sabe de qué tipo de diplomacia o si es una diplomacia democrática (especialmente si se lleva a cabo con saudíes a cambio de comisiones o “donaciones”). Es una figura estable frente a la inestabilidad de la política parlamentaria, pero a veces es tan estable que no se mueve: su estabilidad durante periodos de crisis política parece servir únicamente como una especie de consuelo psicológico. A veces se defiende la monarquía con palabras elevadas, que son a menudo solo ejercicios retóricos. Hay una larga tradición, especialmente en Reino Unido: la “luz por encima de la política” de Roger Scruton, “la rama dignificada del gobierno” de Walter Bagehot, la “ejemplaridad simbólica” de Javier Gomá.

Durante años, ha habido defensores realistas de la actitud de Juan Carlos I: se justifican sus irregularidades porque fue ejemplar durante el 23F, por ejemplo (como ejercicio intelectual, los juancarlistas que defienden al rey emérito hoy deberían obviar su papel durante la Transición, que creo que no cabe duda que fue muy valioso; aunque sea para obligarlos a aportar otras posibles contribuciones que haya hecho en 40 años). Hay defensas cínicas: su pecado fue que le gustaron el dinero y las mujeres; no actuó de manera muy diferente a empresarios y políticos españoles durante una época de corrupción, se suele decir también.

Hay defensas que no son defensas. La alternativa no es mejor, se suele decir. Pero esto no es un argumento en defensa de la monarquía como sistema. A menudo, no se defiende la monarquía, se ataca un republicanismo ingenuo o idealista, que está también lleno de clichés. La gran mayoría de defensas prácticas, o realistas, de la monarquía española son en realidad justificaciones contra el cambio de sistema, no defensas del propio sistema. Por ejemplo: en una república parlamentaria, el jefe de Estado tiene funciones muy similares a la del rey en una monarquía parlamentaria. Pasar de un sistema a otro no cambiaría mucho. De acuerdo. Pero, si nos interesa tanto el simbolismo (y es algo en lo que inciden a menudo los monárquicos, en la importancia del símbolo), quizá es importante también el simbolismo de un líder con accountability: la monarquía, por el momento, solo se rinde cuentas a sí misma.

La monarquía es una institución “personalizada”. Es difícil, como dicen algunos creyentes cristianos, creer en Dios pero no en el Papa. Como ha escrito Javier Gomá, “la Corona es una institución, pero una institución que se contrae a una persona o una familia. No puede aislarse lo institucional y público de lo personal-privado.” Puedo criticar la corrupción de los políticos sin que eso afecte a la legitimidad de la democracia parlamentaria, pero es difícil hacer lo mismo con la monarquía. Aunque el rey tiene pocos poderes fácticos, la unión entre la institución y la persona daña inevitablemente a la institución. Y esto ocurre a pesar de que Felipe VI se intenta diferenciar de su padre y aspira a ejercer un papel neutral y ejemplar: la corrupción de Juan Carlos I ataca la legitimidad del propio Felipe VI.

Hay muchas cuestiones prácticas a tener en cuenta, que se han repetido durante años. ¿Qué tipo de república sustituiría a esta monarquía? Y, sobre todo, ¿sería preferible al sistema actual? ¿Nos ahorraríamos dinero? Posiblemente no. También haría falta una reforma constitucional complicada. Sin embargo, merece la pena explorar sus contradicciones o fallos. Señalar los problemas de la monarquía como sistema (o como forma de jefatura de Estado) no es un capricho o una ingenuidad, y tampoco debería ser algo exclusivo de ideólogos que sueñan con un “cambio de régimen”.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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