Reunión de panistas en Los Pinos el 3 de julio de 2012.

PAN: El alma por el poder

El PAN vive hoy la crisis más profunda de su historia. Para colmo, el más viejo fantasma ronda ahora sus pasillos en algunos estados del centro y el occidente: el fantasma del fascismo.
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Lejos del poder

En sus comienzos, el PAN fue un partido esquizofrénico: simpatizante del fascismo e impulsor de la democracia. Fundado días después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, sus militantes –unos más, otros menos– no ocultaron su inclinación por el Eje y en 1942 aconsejaron al presidente Ávila Camacho mantener una estricta neutralidad en el conflicto. Hispanistas, casticistas, “católicos de Pedro el Ermitaño”, fueron críticos de la derrotada República Española y de la política de asilo de Lázaro Cárdenas. Por si faltara, muchos albergaron también prejuicios antisemitas, similares a los de Action Française, el movimiento que inspiró su filosofía política.

Pero en ese mismo primer lustro que coincidió con la guerra, los diputados del PAN introdujeron en la Cámara una batería de iniciativas de carácter democrático que no tenían precedente desde tiempos de Madero y que tardarían cincuenta años en traducirse en legislaciones e instituciones efectivas: integración de órganos electorales independientes del gobierno, exigencia de membresías estrictas en los partidos políticos, creación de una comisión federal (ya no local o municipal) de vigilancia electoral y un consejo del padrón electoral.

Tras la derrota del Eje, un sector del PAN se aferró a su rancio conservadurismo y a su temática religiosa. El brillante y malogrado Adolfo Christlieb Ibarrola, presidente del PAN en los años sesenta, los llamaría en su momento “meadores de agua bendita” para diferenciarlos de su propia corriente, preocupada por desempeñar con responsabilidad el papel de una oposición civil al cada vez más poderoso sistema político mexicano. Adolfo Ruiz Cortines, que no hacía distinciones, los llamaba a todos “místicos del voto”. En cualquier caso, aquellos profesionales de clase media, para quienes la decencia era un imperativo, se empeñaban en dar sustancia al viejo lema de Madero “Sufragio efectivo, no reelección”. Sin presupuestos públicos, trabajando por el partido en ratos libres, los militantes del PAN fueron creando una red ciudadana que cada tres años (sobre todo en el norte y el occidente del país) contendía por los puestos de responsabilidad ejecutiva y legislativa en estados y municipios. Libraban su batalla con poca suerte, gran tesón y muchos riesgos, porque la maquinaria electoral del PRI fue afinando sus métodos de coacción, fraude y represión justamente a costa suya. Por tres décadas, el aplastamiento no pareció mellarlos. Después de todo, su fundador y presidente de 1939 a 1949, Manuel Gómez Morin, había declarado que la lucha histórica del PAN era una “brega de eternidades” en la que la conquista del poder no era urgente ni prioritaria. Lo prioritario era despertar la conciencia política del ciudadano en todo el país y construir, a partir de ella, de abajo hacia arriba, un orden democrático institucional cuyo primer y elemental principio era el respeto al voto. En 1967, declaró:

 

Estamos todavía en la situación clásica de un partido de oposición. No de ‘Her Majesty’s loyal oposition’, que puede ocupar los puestos al día siguiente que sale el gobierno, sino en la posición de la oposición latina: un partido que está señalando errores, que está indicando nuevos caminos, que está tratando de limpiar la administración, de mejorar las instituciones, de programar el esfuerzo colectivo de mejoramiento y de formar ciudadanos y personas capaces de ocupar con rectitud y eficacia los puestos públicos.

 

A raíz del 68, aun esta “oposición latina” se volvió imposible. El gobierno cerró todos los espacios de diálogo con la oposición, incluido el trato con el PAN. La muerte de Christlieb Ibarrola, que enfrentó con lucidez y dignidad el autoritarismo de Díaz Ordaz, precipitó una crisis profunda en el partido. Fue entonces –en septiembre de 1970– cuando conocí a Manuel Gómez Morin.

Lo traté de cerca hasta su muerte, en abril de 1972. Su crepúsculo y desazón coincidían con los del PAN. Estaba cansado de bregar –él, que había construido tantas instituciones perdurables– y no disimulaba su decepción ante las nuevas generaciones del PAN: desconcertadas frente la omnipresencia de Echeverría, desgarradas por rencillas internas, incapaces de discurrir nuevas propuestas sociales y económicas (el PAN de Gómez Morin, hay que apuntar, nunca fue propiamente liberal en esos aspectos). Gómez Morin temía la disolución del PAN que, en efecto, estuvo a punto de ocurrir en 1976 cuando, en un acto desesperado, el partido se abstuvo de presentar candidato presidencial.

El arribo al poder de José López Portillo y la súbita riqueza petrolera parecían augurar el reinado milenario del PRI. La Reforma Política ideada e instrumentada por Jesús Reyes Heroles para abrir espacios parlamentarios a la izquierda revolucionaria recogió –sin dar el debido crédito– algunos proyectos del PAN archivados desde los años cuarenta. La democracia avanzaba a pasos de tortuga, tutelada desde Los Pinos y Bucareli por la Presidencia Imperial. Pero si algún candidato protestaba más de la cuenta (como fue el caso de Carlos Castillo Peraza en Mérida) el Estado Mayor Presidencial se sentía con la legítima facultad de reprimirlo físicamente. En 1979, a cuarenta años de su fundación, el PAN no podía presumir de mucho más que una tenaz voluntad de sobrevivir.

Pero en esa tenacidad estaba su mérito histórico. A lo largo de esas cuatro décadas, absolutamente nadie en el espectro político de México había acompañado al PAN en su defensa de la democracia. El PRI, por obvias razones (la democracia era su antítesis), y las diversas corrientes de izquierda porque su convicción y vocación a todo lo largo del siglo XX había sido la conquista del poder por la vía revolucionaria y no por la vía “burguesa” de los votos.

 

Contra el poder

La quiebra económica del sistema (septiembre de 1982) abrió la etapa más extraordinaria en la historia del PAN, lo convirtió –en las plazas y las conciencias– en un auténtico y aguerrido partido de oposición. La primera hazaña ocurrió en Chihuahua en 1983, donde Luis H. Álvarez, respetado panista y excandidato a la presidencia en 1958, ganó la presidencia municipal de la capital mientras que otro empresario, el joven Francisco Barrio, ganó Ciudad Juárez. Los regaños de Miguel de la Madrid a la dirigencia priista en 1984 y la remoción del gobernador no lograron contener la ola democrática que se esparció por varios estados del norte.

Por esos años, desde posiciones estrictamente liberales y sin contacto alguno con el PAN, la revista Vuelta de Octavio Paz comenzó a proponer la democracia como salida a un sistema autoritario que había topado con sus propios límites de corrupción, autoritarismo, embotamiento ideológico, ineficiencia y despilfarro. En junio de 1985 publicamos un número especial sobre el PRI, con artículos de Octavio Paz (“Hora cumplida (1929-1985)”), Gabriel Zaid (“Escenarios sobre el fin del PRI”) y mío (“Ecos porfirianos”), que recibió una crítica pública del presidente Miguel de la Madrid. Al año siguiente, con motivo del fraude electoral en las elecciones para gobernador en Chihuahua, un grupo plural de escritores firmó una carta pidiendo la anulación de los comicios. La carta dio la vuelta al mundo. Ninguno de los firmantes éramos panistas, pero defendíamos el derecho del pueblo de Chihuahua a votar por el partido que quisiera, incluido el PAN. La gallardía de Luis H. Álvarez (que mantuvo una larga huelga de hambre) ganó muchos adeptos. El mejor PAN se expresaba a través suyo.

A raíz de esos hechos, la idea democrática (“esa modesta utopía”, la llamó Adolfo Gilly) tomó una fuerza inusitada en un ámbito que le era tradicionalmente ajeno: los movimientos, publicaciones e intelectuales de izquierda. Los primeros pasos en ese sentido los dieron dos personajes excepcionales: Arnoldo Martínez Verdugo del PC y Heberto Castillo, que desde 1971 clamaba por la formación de un partido de izquierda independiente que contendiera por el poder a través de las urnas, no de las armas. Dos publicaciones esenciales, La Jornada y Proceso, abrazaron la democracia con resolución. En 1986, el PSUM y el PMT (y otras agrupaciones políticas de menor dimensión) vieron crecer en el mismísimo PRI una corriente democrática encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo que en dos años daría la mayor sorpresa de la época: una votación a tal grado copiosa que provocó la “caída del sistema”, segunda llamada de la inevitable desintegración de la Presidencia Imperial.

Al margen de los resultados y de la forzada permanencia del PRI en el poder, en aquellos seis años (1982-1988) y gracias, en no poca medida, al tesón del PAN, la conciencia democrática del mexicano había dado un avance sustantivo.

 

Junto al poder

La muerte nunca aclarada de Manuel Clouthier fue el presagio de que su estilo bronco de full-back de la política, su coraje cívico, su autonomía, no serían más el sello de la relación entre el PAN y el poder. A lo largo del sexenio de Salinas, lo que predominó fueron las llamadas “concertacesiones”, arreglos en los que la bancada del PAN apoyaba las reformas del gobierno y al hacerlo aseguraba el triunfo en algunas gubernaturas. Muchos panistas de la vieja guardia renunciaron a su carnet. Se negaban a admitir que las batallas democráticas tuviesen que pasar por el aval de Los Pinos, en vez de librarse en la plaza pública y en las urnas. Los triunfos panistas de Baja California en 1989 (primera gubernatura en cincuenta años) y en Chihuahua (1992) tuvieron un sabor anticlimático que compensó, por fortuna, la franca oposición al fraude en Guanajuato (que concluyó con la anulación de las elecciones) y sobre todo la limpia lucha independiente del doctor Salvador Nava que recorrió el país para lograr la anulación de los comicios en San Luis Potosí. Nava moriría al poco tiempo de un cáncer terminal. Es uno de los héroes insuficientemente reconocidos de nuestra democracia. Fue un honor acompañarlo.

Rumbo a las elecciones de 1994, el PAN eligió como candidato a Diego Fernández de Cevallos, uno de los artífices del nuevo pragmatismo panista. El proyecto de largo plazo por parte de la nueva generación priista era quedarse 24 años en el poder, y el PAN (cuyas ideas económicas y sociales no discordaban con las del salinismo) no pareció objetar el diseño: hasta podría cogobernar con los tecnócratas, arrancándoles poco a poco gubernaturas y municipios. La Rebelión Zapatista –tercera y última llamada sobre la caducidad del sistema– cambió el cuadro para siempre.

Con Colosio o con Zedillo, el predicamento al que se enfrentó el PAN en 1994 era el mismo: se sentían –con amplias razones– impreparados para asumir esa responsabilidad. De allí la reticencia de Fernández de Cevallos tras su clara victoria en el primer debate presidencial que se realizó, a mediados de 1994. Quizá resonaban en él las palabras dichas por Gómez Morin de 1967:

 

… no hemos tenido mucha ansiedad de llegar a puestos de gobierno. Reconocemos inclusive que si mañana, por uno de esos trastornos públicos de fondo, Acción Nacional tuviera que hacerse cargo del gobierno, tendría que hacer un esfuerzo intenso para formar un equipo de gobierno. Tal vez un gobierno de unión nacional.

 

Hacia el poder

Durante el gobierno de Ernesto Zedillo el PAN comenzó a vislumbrar –sin reflexionar en ello cabalmente– su arribo al poder. Ese “trastorno público de fondo” al que había hecho referencia Gómez Morin había ocurrido a todo lo largo del año 1994: el zapatismo, el magnicidio de Colosio, el error de diciembre. Si en 1988 en ciudadano se había volcado sorpresivamente a favor de Cárdenas, en las elecciones intermedias de 1997 podían ocurrir sorpresas similares que hicieran irreversible la alternancia presidencial en el año 2000. El PRI, claramente, tenía el tiempo contado.

Un hecho de gran valor simbólico en la época fue la convergencia de dos viejos luchadores para la búsqueda de la paz y la concordia en Chiapas: Heberto Castillo y Luis H. Álvarez. Al margen de la eficacia final de sus gestiones, su trabajo conjunto mandaba un mensaje claro al PAN y al PRD en su carrera paralela a Los Pinos: la calidad moral del liderazgo, entonces como ahora, era definitiva. Y en el caso particular del PAN, lo era mucho más. Ninguna de sus victorias pírricas (pactadas o sancionadas en Los Pinos) debió opacar en ellos la convicción de que la calidad moral era su verdadero, de hecho su único capital histórico: la percepción por parte del ciudadano de que se trataba de un partido de gente recta, insobornable, decente.

 

En el poder

Tras haber “echado al PRI de Los Pinos”, el PAN olvidó la receta de Gómez Morin. No sólo carecía de un equipo de gobierno sino de un líder propiamente político. Vicente Fox, su caudillo, fue un outsider que desde el inicio confundió la vida política con la empresarial al grado de acudir a una agencia de head hunters para integrar su gabinete. Las expectativas del año 2000 reclamaban un liderazgo radicalmente distinto, que convocara –como había previsto Gómez Morin– a un gobierno de unión nacional. En aquel contexto –visto a la distancia– era perfectamente posible establecer una alianza con la izquierda, sobre la plataforma común de combatir los vastos intereses monopólicos, burocráticos, sindicales (públicos y privados) de la era del PRI. Muchas reformas económicas (que de cualquier modo no se llevaron a cabo) habrían provocado arduas discusiones internas y quizá se habrían empantanado. Pero la oportunidad perdida fue otra: acabar con las estructuras clientelares del PRI y abrir paso a un México de ciudadanos.

En diciembre de 2006 llegó al poder Felipe Calderón, hombre que por vocación y carácter –a diferencia de Fox– quiso ejercer plenamente el poder. Pero en la gravísima crisis postelectoral de aquel año (y con una votación minoritaria frente a sus dos adversarios combinados) parecía juicioso volver una vez más a la remota sugerencia de Gómez Morin: la formación de un gobierno de (limitada) unidad nacional, esta vez con un sector del PRI. Si Gómez Morin (en 1967, en el cenit del sistema) había considerado la posibilidad de un gobierno de unidad, ¿por qué el PRI del 2006 (relegado a la tercera fuerza, derrotado en dos elecciones sucesivas) habría de ser un socio inadmisible? Un gobierno de coalición habría fortalecido al Estado, pero el presidente optó por anclar su credibilidad en la fuerza del ejército. Esa decisión, ese recurso a la fuerza, no a la persuasión política, marcó su sexenio y ensangrentó al país.

La impreparación para gobernar (la pobreza de los gabinetes, la inanidad de sus cuadros en todo el país) marcó los doce años del PAN en el poder y determinó finalmente su derrota. Pero mucho más grave que la impreparación fue la inmoralidad. Haber desoído el viejo consejo político de Gómez Morin fue una falta de sensatez y realismo. Abandonar el legado moral fue una traición.

Dentro del PAN dejaron de importar los principios y se desató una pelea por los puestos. El partido se corrompió por la búsqueda de posiciones. Ricardo García Cervantes ha dicho que en el PAN se han cometido tantas pillerías con el voto hasta volverlo indistinguible del PRI. De todo el abanico de casos de corrupción ofrecidos por Proceso, el más notable tiene que ver con el tráfico de influencias en beneficio de los hijos de Marta Sahagún. En dos áreas: la inmobiliaria (compraron baratas cientos de propiedades del IPAB y las revendieron a un precio superior) y Pemex (entre 2002 y 2006 las empresas de los hijastros de Fox recibieron contratos multimillonarios de la paraestatal). Si Felipe Calderón hubiese abierto una investigación contra ellos a partir del 2 de diciembre de 2006, la historia habría sido distinta. Habría inaugurado su gestión con un acto moral, no con un acto de fuerza.

Durante el sexenio de Calderón, los escándalos de corrupción en el nivel estatal y municipal mellaron aún más el legado moral del PAN. El caso de Larrazábal (alcalde cuyo hermano fue exhibido extorsionando casinos), es elocuente. En julio de 2012, García Cervantes dijo: “Me voy para no ser cómplice de estos pillos”. Tras la derrota que envió al PAN al tercer lugar en las preferencias electorales, una comisión de evaluación concluyó que el problema del partido era la corrupción interna.

El PAN vive hoy la crisis más profunda de su historia. Para colmo, el más viejo fantasma ronda ahora sus pasillos en algunos estados del centro y el occidente: el fantasma del fascismo. El Yunque –me consta, por haber escuchado alguna vez, de viva voz, su basura antisemita– no es un grupo espectral, es una fuerza activa. El mejor PAN –el de Gómez Morin, Luis H. Álvarez, Juan José Hinojosa, Carlos Castillo Peraza y tantos militantes decentes– debe retomar la frase que tanto gustaba a Gómez Morin: debe refundarse desde los orígenes mismos, no los fascistas, los democráticos.

 

(Publicado en Proceso no.1913. 30 de junio de 2013)

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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