Que Pedro Sánchez es un político con hambre de poder es algo indudable. Su victoria frente al establishment del PSOE hace ya casi tres años es digna de elogio: dejó su escaño en el Congreso para no tener que abstenerse en la investidura de Rajoy, que era la postura oficial de su partido, y volvió ocho meses después para ganar unas primarias. Un año más tarde, consiguió liderar la primera moción de censura exitosa de la democracia española. Aunque quedó claro que se trataba de una moción de rechazo al gobierno de Rajoy más que de apoyo al nuevo gobierno de Sánchez, el nuevo presidente se comprometió a gobernar como si tuviera una mayoría mucho más amplia: se negó a hacer un ejecutivo de coalición y batió récords en el uso de decretos leyes (un instrumento legislativo que permite saltarse el control parlamentario y que, según la Constitución, ha de usarse solo para casos de “extraordinaria y urgente necesidad”).
Esa estrategia performativa de gobernar como si se tuviera más poder del que realmente se tiene (las palabras de Adriana Lastra en otoño de 2018: “Tenemos 84 diputados que valen por 176”) funcionó. El PSOE pasó de 84 diputados a 123 en las siguientes elecciones. Si Sánchez pensaba que debía gobernar en solitario con apenas 84 diputados, con 123 estaba aún más claro. Pero la oposición no le compró esto y el gobierno estuvo meses en funciones. La situación de interinidad le sentaba bien a Sánchez, cuya estrategia ha sido la guerra psicológica y la promoción constante de un relato de excepcionalidad (que en parte legitimaba los decretos leyes).
En las siguientes elecciones (las cuartas en cuatro años), el PSOE perdió tres escaños y dio un giro radical al pactar un gobierno de coalición con Podemos. Pronto se demostró que no cumplía principios de proporcionalidad y reparto del poder equitativo: Sánchez nombró hasta cuatro vicepresidencias para diluir el poder del vicepresidente Pablo Iglesias, algunas de ellas en clara oposición a las posturas de los ministros de Podemos, que además tienen carteras con bajísimo presupuesto (son secretarías de Estado, o ni siquiera, con nombre de ministerios) y un poder muy limitado. Los ministros de Podemos, sin embargo, se contentan con llegar a la Moncloa tras años jugando a ser antiestablishment.
El nuevo gobierno de Sánchez muestra de manera transparente la fascinación del presidente con el poder, sobre todo con conservarlo. No solo ha creado varias vicepresidencias para aislarse de los ministros de Podemos, también ha creado un protocolo de “coordinación, desarrollo y seguimiento” de la coalición que, como ha escrito José Antonio Zarzalejos, está lleno de mensajes que recuerdan quién manda. En el primer párrafo se menciona el artículo 98 de la Constitución, que dice que “el presidente dirige la acción del Gobierno y coordina las funciones de los demás miembros del mismo”. Más adelante se menciona la ley de gobierno 50/1997, que en uno de sus apartados dice que “Al Vicepresidente o Vicepresidentes, cuando existan, les corresponderá el ejercicio de las funciones que les encomiende el Presidente”.
Es comprensible que un gobierno de coalición establezca unos criterios de coordinación, pero la mención a cuestiones tan básicas denota una especie de complejo de inferioridad (la frase de Thatcher sobre el poder: “Ser poderoso es como ser una dama. Si tienes que andar diciéndoselo a la gente, es que no lo eres”.) Para amarrar más aún su poder, Sánchez ha tomado dos decisiones profundamente cuestionables y ligeramente iliberales. En primer lugar, ha dado plenos poderes a su jefe de gabinete, Iván Redondo, que se convierte en una especie de vicepresidente supremo con rango de primer secretario de Estado. Estará presente en todas las comisiones (incluidas las de seguridad nacional), coordinará a todos los jefes de gabinete de los ministerios y también la política de comunicación de todos estos. Será también Secretario de Estado de Comunicación (lo que implica también un control de RTVE) y director de la Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia de País a Largo Plazo, que suena a comisión eufemística de In the loop, la película de Armando Iannucci. No se podrá mover un dedo en el nuevo gobierno sin pasar por Redondo. Lo más importante de su cargo, sin embargo, es que no tiene que rendir cuentas ante el parlamento. El control parlamentario es para los vicepresidentes que realmente no mandan.
En segundo lugar, Sánchez ha nombrado como fiscal general a su ex ministra de justicia (un cargo que, aunque sugerido por el gobierno, debe garantizar cierta imparcialidad) para entrar de lleno en la guerra judicial (lo que algunos medios de izquierda han denominado lawfare, pero solo para criticar a la derecha cuando ha presentado recursos de inconstitucionalidad) y, sobre todo, para gestionar la situación de los presos independentistas. La decisión se ha tomado con cinismo y de manera transparente: es una manera de demostrar quién manda.
Con estas medidas, Sánchez sueña con convertir nuestro sistema parlamentario en un sistema presidencialista. A los vicepresidentes los reduce a la condición de veeps, al estilo estadounidense, con funciones casi simbólicas y de representación institucional (como recuerda la serie Veep, también de Iannucci); el jefe de gabinete se convierte en un chieff of staff como el de la Casa Blanca, una especie de “jefe del aparato de presidencia, brazo operativo del presidente y coordinador del poder ejecutivo”, como ha recordado Ignacio Varela; y la fiscal general es una attorney general, que en EEUU es más un ministro de justicia que un fiscal independiente. Sánchez quiere ser un presidente estadounidense.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).