Don Manuel García Pelayo respondía a la pregunta con la que titulo este artículo en su discurso como Presidente del Tribunal con motivo de su constitución pública el 12 de julio de 1980: el Tribunal Constitucional es “uno de los órganos constitucionales supremos”, que ya “en su mismo método de composición muestra su significación integradora”, con la elección de sus magistrados con participación de todos los poderes del Estado. Un auténtico órgano jurisdiccional cuya “única razón de ser y de existir” es la defensa de la Constitución (aunque a todos, ciudadanos y poderes públicos nos corresponde guardarla y cuidarla). Y cuya especificidad como garante de nuestra Norma Fundamental es que ha de juzgar “con arreglo a criterios y razones jurídicos”, aunque en la base de las controversias que tenga que resolver haya una cuestión política. Nos encontramos, en definitiva, ante el órgano que viene a coronar el Estado constitucional, la “culminación del Estado de Derecho”. Y advertía, eso sí, cómo “el intento de resolver por vía jurisdiccional contiendas que solo por vía política pueden encontrar solución satisfactoria es el medio más seguro para destruir una institución cuya autoridad es la autoridad del Derecho”.
Y en esas nos encontramos en la actualidad. Es cierto que es consustancial a la justicia constitucional esa estrecha relación con la y lo político. Y no podemos esconder que en toda democracia han existido relaciones colusorias e intentos de interferencia política en los Tribunales Constitucionales. Recordemos cómo el Presidente Suárez trató de colocar a Aurelio Menéndez como primer Presidente del Tribunal, si bien se encontró con la oposición de una mayoría de aquellos magistrados originales que tuvieron muy claro que debían preservar su independencia. Como dijera Rubio Llorente, uno de aquellos magistrados, el Constitucional habría nacido “herido de muerte” si entonces hubieran transigido a los deseos presidenciales. No ha sido el único caso, y podríamos recordar más recientemente magistrados que han alcanzado la presidencia (o les ha sido vetada) merced al padrinazgo desde Moncloa. También han existido polémicas fracturas (Rumasa, Estatuto catalán…), pero en ellas no hubo una alineación total en bloques identificados con quienes habían nombrado a esos magistrados. ¡Benditos “tránsfugas” cuya independencia de criterio se imponía a lealtades espurias a los partidos!
Porque, conviene subrayarlo ahora, para la pervivencia del Tribunal resulta fundamental preservar su autonomía y la independencia de sus miembros, por mucho que sus magistrados sean nombrados por órganos de extracción política. La colonización partidista del Tribunal Constitucional y su significación como actor político, agravada en los últimos tiempos hasta el paroxismo, puede resultar letal. De hecho, tras las últimas renovaciones, queda la mácula de su alta politización. Algo inédito e impropio. Como insólito ha sido el conflicto institucional que hemos vivido por el bloqueo en los nombramientos judiciales, del que el Tribunal ha salido maltrecho. Tan grave es la situación que, como ha señalado quien también fuera presidente emérito del Tribunal, el profesor Cruz Villalón, el Constitucional se encuentra en riesgo grave de caer en la irrelevancia. Por ello, urge preservar (en realidad recuperar) su autoridad moral para garantizar un adecuando funcionamiento de nuestra democracia. Y, con este objetivo, me permito formular algunas propuestas.
Lo primero que propondría serían una serie de buenas prácticas que deberían cumplir los partidos a la hora de nombrar nuevos magistrados. Enumero algunas: renunciar a repartirse cuotas “ciegas”, donde cada partido elige a sus magistrados afines, para negociar con posibilidad de vetar las propuestas; no nombrar a personas que hayan ocupado cargos representativos o de designación política (incluido el CGPJ) como mínimo en los 5 años precedentes; que, para cumplir con la exigencia constitucional de “reconocida competencia”, como mínimo se haya tenido que alcanzar el grado más alto en la correspondiente escala profesional (Catedrático, Magistrado del TS o fiscal de Sala…); e, incluso, podría diseñarse un concurso público y una comisión técnica que evaluara previamente los méritos de los candidatos antes de que decida el órgano político, como se hace para algunos nombramientos de jueces europeos.
En segundo lugar, el Tribunal debería corregir algunas prácticas nocivas que se han ido extendiendo en estos últimos tiempos, las cuales evidencian su politización. En particular, debe evitarse que el colegio de magistrados se fragmente dividido por afinidades ideológicas y que haya deliberaciones previas por facciones propiciando posiciones por bloques. Asimismo, hay que cuidar las filtraciones y los magistrados deberían ser prudentes en su contacto con la prensa (los magistrados, a diferencia de los políticos, han de conformarse con plasmar sus posiciones en sus sentencias y votos).
En tercer lugar, el Tribunal Constitucional tiene que hacer un esfuerzo a la hora de dar respuesta en tiempo y forma a las cuestiones que se le plantean, aunque sean espinosas políticamente. Debe ejercer con autoridad su función como contrapoder (de hecho, me preocupan especialmente las iniciativas que puedan promover los partidos independentistas, siempre ávidos en avanzar en el desmembramiento de nuestro Estado constitucional).
Y, por último, en estos tiempos de polarización política, nuestro Tribunal también ha de ser especialmente consciente de su importante rol a la hora de preservar la vis integradora de nuestra Constitución. Esta advertencia tiene particular relevancia porque el Tribunal tiene temas sensibles sobre la mesa, la mayoría heredados ya desde hace años (aborto, eutanasia…). El Constitucional anterior, con mayoría de sensibilidad conservadora, ante la dificultad de alcanzar consensos sobre estos temas, eludió resolverlos, evitando imponer una lectura de la Constitución que eran conscientes que habría provocado una ruptura con importantes sectores de la población. Seguramente les faltó valor para reconocer la constitucionalidad de estas polémicas leyes, asumiendo que estamos en ámbitos que el constituyente deliberadamente no cerró y, por tanto, sobre los que es al Parlamento a quien corresponde dar respuesta, siempre con respecto a unos mínimos constitucionales que exigen que no se sacrifique ninguno de los bienes que pueden estar en colisión.
Pues bien, ahora que hay una mayoría con sensibilidad “progresista” en el Tribunal, esperemos que den ya respuesta a estos temas pendientes, pero que no caigan en la tentación de imponer lecturas que polaricen y achiquen el espacio del debate político. En otras palabras, que en la resolución de estos casos sensibles se abstengan de identificar la Constitución con un programa alineado con los designios “progresistas” dados por el legislador. No es lo mismo declarar la constitucionalidad de una ley, partiendo del carácter abierto e integrador de la Constitución, que concluir que ciertas interpretaciones legales son las únicas constitucionalmente admisibles. Si se entendiera esto último, volveríamos a las Constituciones de partido, tan lejos del espíritu de consenso que caracterizó a la Constitución del 78, del “abrazo” que la misma significó, el cual exigió concesiones y equilibrios, para que en su marco pudieran convivir sensibilidades políticas plurales, dejando un amplio margen de juego político sobre todo en temas tocantes a lo moral, y también de política económica.
Ojalá que en el actual contexto el Tribunal Constitucional pueda ayudar a serenar un orden institucional y un espacio de debate público cada vez más agriado, que prime la prudencia y que pese más la independencia que simboliza la toga que los vínculos partidistas.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.