Mientras millones de mujeres en el mundo musulmán guardan silencio frente a un orden que las oprime, y más de una ha adoptado el velo o el chador para apoyar ese mismo sistema, en Irán decenas de miles de mujeres han tomado las calles en los últimos meses para protestar contra el régimen fundamentalista islámico –y misógino– que desgobierna al país. El precio no es menor al que pagan las saudiárabes que tienen la osadía de mostrar alguna forma humana bajo los velos, salir solas o pretender manejar un coche. En Irán las Guardias Revolucionarias y los basiji –paramilitares vestidos de civil– se han ensañado con las mujeres manifestantes a las que golpean, insultan, encarcelan, amenazan y asesinan. Y, sin embargo, en todos los videos que retratan a los manifestantes, es fácil distinguir a las mujeres, cubiertas de la cabeza a los pies, que desafían al régimen, no sólo enseñando una porción de cabello en la frente y un dejo de maquillaje en los ojos, sino pulseras y bufandas intensamente verdes: símbolo de la revolución democrática por la que luchan.
Si al movimiento verde le faltan líderes que lo encabecen y un programa detallado y claro, al movimiento femenino que se ha refugiado bajo su bandera le sobran. La más notable por su resonancia internacional es Shirin Ebadi, la abogada que defiende los derechos humanos de los perseguidos en Irán y recibió el premio Nobel de la Paz en 2003. Ebadi, que nació en 1947, perdió su posición de juez en 1979. Para Jomeini y los clérigos empeñados en someter a Irán a una versión estricta de la ley islámica o Sharia, las mujeres no podían hacerse cargo de puestos tan importantes. Son, han argumentado, “demasiado emocionales e irracionales”. Deben haberse arrepentido más de una vez. Ebadi siguió trabajando: dando clases en la universidad, encabezando la defensa de quienes han padecido todo tipo de violaciones a los derechos humanos en Irán, alzando la voz en todos los foros posibles. Y con la cabeza descubierta y vestimenta occidental.
Ebadi es tan sólo la más conocida de las iraníes indomables. Zahra Rahnavard, una notable escritora, artista y maestra, sumó su prestigio a la campaña de su esposo, Mir-Hossein Mousavi, el candidato presidencial derrotado en las elecciones fraudulentas de junio que dieron el triunfo a Ahmadineyad. Sin Rahnavard, Mousavi no estaría donde está, ni sería el líder potencial de una revolución que sólo necesita que la encabece. Desde el exilio, artistas como la cineasta Shirin Neshat, que ha filmado películas líricas y elocuentes sobre la condición de la mujer en el mundo islámico, apoyan el movimiento, y es la cara de Neda Agha-Soltan, una joven asesinada durante una manifestación, la que se ha vuelto el símbolo de la revolución verde.
¿Qué está detrás de la fuerza y combatividad de las mujeres iraníes? En primer lugar, una cultura rica y polifacética cuyos orígenes se pierden en el tiempo. La civilización persa pasó por largos periodos de polinización cultural: asimiló y digirió la invasión de Alejandro Magno y el helenismo, el choque con el Imperio romano y el bizantino. Inventó una religión –el mazdeísmo o zoroastrismo– que, si Nietzsche tenía razón, sentó junto con el judaísmo las bases del mundo moral en que vivimos. Las traducciones de los filósofos griegos fluyeron de Persia a Occidente, junto con el sufismo y las aportaciones de la fe islámica con rostro humano, a pesar de que una mayoría de iraníes profesan una versión especialmente sombría del islam.
El chiismo, la versión islámica predominante en Irán, está enraizada en el martirologio. Sus orígenes se remontan al año 680, cuando Hussein –el nieto de Mahoma– y sus seguidores fueron masacrados en la ciudad de Karbala por orden del califa Yazid. Desde entonces el chiismo conmemora derrotas y vencidos, más que victorias y vencedores como su contraparte, el islam sunita. Sin embargo, aun cuando los safávidas lo adoptaron como religión oficial en el siglo XVI, el chiismo jugó siempre un papel crítico y hasta disidente frente al gobernante en turno. La inmensa influencia del chiismo sobre los creyentes lo convirtió en un poder frente al poder, pero jamás pretendió asumirlo, hasta que el ayatola Jomeini apareció en el panorama histórico iraní.
En el siglo XX el gobierno de los Pahlavi –Reza Khan y su hijo Mohammad Reza Shah– fortaleció la presencia de las mujeres en la sociedad iraní. El padre, el Kemal Ataturk persa, estableció un régimen secular y promovió la educación universal. Montado en la riqueza petrolera y el apoyo de Estados Unidos, el hijo abrió las puertas de las universidades a las mujeres, les dio el voto y promulgó leyes como la Ley de Protección a la Familia que permitía a las esposas iniciar un proceso de divorcio y quitó el derecho masculino automático a la patria potestad.
Sin embargo, muy pocas apoyaron al Shah cuando el poder pasó de sus manos a las de Jomeini a través de los cientos de miles de manifestantes que reclamaron en 1979 su renuncia. La represión política, los errores económicos, el dispendio y el apoyo externo que habían marcado su reinado pesaron más que los derechos que las mujeres habían adquirido.
Millones de iraníes aclamaron al exilado Jomeini cuando aterrizó en Teherán el primero de febrero de 1979. El ayatola traía bajo la manga la justificación teológica para tomar el poder y planes detallados para establecer un gobierno fundamentalista bicéfalo: una teocracia que tendría los principales hilos del poder en sus manos y una democracia restringida, a su servicio.
En esa teocracia las mujeres estaban destinadas, en teoría, a taparse, callar, procrear y obedecer. En la práctica, y frente al asedio de una cruenta guerra de ocho años con Iraq, Jomeini aplicó una política ambigua. La peor alternativa posible para silenciar a las mujeres iraníes: represión más educación y voto. Para 1989 el 66% de la población universitaria estaba compuesta por mujeres y muchas trabajaban fuera de sus hogares. Paralelamente, como Shirin Ebadi, muchas perdieron sus empleos, la Ley de Protección a la Familia se abrogó y la poligamia y el matrimonio de niñas volvió a ser legal. Para colmo, los grupos paramilitares encargados de vigilar la aplicación de la Sharia se ensañaron con aquellas que se atrevían a salir a la calle sin cubrirse el cabello y, desde ahí, hasta el huesito.
En junio de 2009 la fachada democrática del régimen se fracturó: el ayatola Jamenei validó el fraude electoral que regaló un nuevo periodo de gobierno a Ahmadineyad, un fanático ignorante que sustenta su poder en los paramilitares y que es una afrenta a la riquísima y tolerante tradición cultural persa. La revolución islámica se transformó en una dictadura. Las calles se llenaron de hombres y mujeres en un movimiento que se ha radicalizado y cooptado a sectores crecientes de la población. Si logra atraer a los obreros y a las minorías étnicas, conseguirá tarde o temprano lo que los manifestantes, con las mujeres a la vanguardia, merecen: una verdadera revolución verde. La transición de una teocracia medieval a una democracia plena. ~
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.