El pasado fin de semana El País Semanal publicó una entrevista con Woody Allen. El cineasta neoyorquino insistía en algunos de sus leitmotiv, como que la ficción es mejor que la realidad, que pesimismo y realismo son sinónimos o que la ironía es consustancial al cine inteligente. Y concedía al entrevistador que el protagonista de su última película, Día de lluvia en Nueva York, tiene algo del Bartleby de Melville y su “preferiría no hacerlo”. Eso es, creo, lo que muchos ciudadanos pensamos al recordar que, una vez más, hay que ir a las urnas.
No sé cuántas veces he recibido ya, por distintos medios y de gente muy dispar, el enlace a la página web del Instituto Nacional de Estadística en el que darse de baja del censo electoral que usan los partidos para hacernos llegar su propaganda. He llegado a valorar el rellenar el formulario correspondiente. No porque mi espíritu demócrata se sienta insultado desde hace tiempo, sino porque a esas cartas que hacen llegar a los buzones (y que Aloma Rodríguez analizó en la última convocatoria, la de hace solo seis meses) les he hecho siempre el mismo caso que al afilador que sigue pasando por delante de mi casa cada cuatro semanas. Así que en todo caso lo haría por conciencia ecológica, esa que últimamente nos estimulan hasta la extenuación: el otro día, gracias a un telediario, supe que los cepillos de dientes hay que llevarlos a un punto limpio.
Precisamente, el discurso ecologista ha apelado con frecuencia a lo que cada uno, en su espacio individual, puede hacer por el planeta. Ir a votar es también el gesto que cada ciudadano, individualmente, puede hacer para participar en la política. Aunque sea participar por delegación, incluso sin convencimiento, votando a quien cada uno considere el mal menor. Pero ¿y cuando ni siquiera así? Es decir, ¿y si empieza a pesar más el “preferiría no hacerlo”?
Porque esta eterna campaña, a la que al menos podemos agradecerle algunos virajes imprevistos y desconcertantes (ministerios en oferta, mensajes de Whatsapp que protagonizan una sesión de investidura, propuestas de abstención con boca pequeña y de última hora…), empieza a ser muda. Y cansina. Tiene sus actores, ahora llamados hiperlíderes, que son fácilmente clasificables. Está el que ha aprendido de su antecesor a esperar a que el cadáver del adversario pase por delante, el que se cree en posesión de la única verdad (la suya), el que en el último momento hace un brusco giro de cadera, el que se aferra a discursos vacíos desde antes de la caída del muro de Berlín, el que se apunta de repente erigiéndose en posible salvador de la gobernabilidad… Casi como una pieza de la commedia dell’arte, pero sin ser graciosa. Muchos de los actores podrían pelearse por la máscara de il Dottore, con sus lapidarias afirmaciones del tipo “lo que no es verdad es simplemente mentira”. O por il Capitano y su vacuidad llena de testosterona.
Esperemos que los representantes políticos no acaben regañándonos por votar mal, aunque alguno ya ha insinuado que la responsabilidad ahora es toda nuestra. La semana pasada José Luis Ábalos, siguiendo una extraña lógica, dijo que el mes que viene se da la palabra a los ciudadanos porque estos saben que tras el 10-N puede repetirse el escenario actual. Pero que “no se trata de que rectifiquen […] estamos [los políticos, se entiende] entregados a lo que diga la ciudadanía”.
La filmografía de Woody Allen es una mina de frases memorables. De Annie Hall puede extraerse una aplicable a nuestro presente democrático. O a nuestra cultura parlamentaria, si se quiere: “Una relación es como un tiburón, tiene que moverse hacia delante o muere. Y lo que tenemos entre manos es un tiburón muerto”. Votar es un derecho, según el artículo 23 de la Constitución. Incluso una obligación, diría. Ojalá algún día los políticos cumplan también con la suya, en lugar de delegárnosla otra vez después de navidad. Y que el tiburón resucite.
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.