Fusilamientos del dos de mayo

Vencer a Franco

La construcción nacional durante el siglo XIX fue imposible por las consecuencias de la Guerra de Independencia. Después del Golpe de Estado a la Segunda República y la Guerra Civil, en el XX la dictadura persiguió la identificación de la nación con el régimen.
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España tiene una relación difícil con sus símbolos, que solo los éxitos deportivos y la crisis territorial parecen haber contribuido a mitigar. En todo caso, la aversión a la bandera o el himno de la nación común persiste en amplios sectores de la izquierda, por mucho que cuarenta años de andadura constitucional debieran haber terminado con los recelos.

Del Cid se decía que ganaba batallas incluso después de muerto. Algo parecido puede afirmarse de Franco, al que algunos conceden el patrimonio de los símbolos nacionales aun llevando cuatro décadas en el sustrato. Si en 2018 urge dar alguna batalla al franquismo es precisamente la que nos permita contemplar los símbolos de la nación como los atributos de una democracia occidental moderna, descentralizada, plural e inclusiva.

Pero si resulta arduo es precisamente porque Franco realizó el mayor esfuerzo nacionalizador operado en nuestro país, al precio de excluir de la nación a quien no comulgara con el proyecto franquista: era la Antiespaña. La identificación del régimen con España fue exitosa hasta el punto de que, aún hoy, la bandera rojigualda es percibida entre ciertos sectores sociales como un emblema facha.

El despertar de la nación había tenido lugar con su tiempo, en los primeros años del siglo XIX. A nuestro expresidente le gustaba decir que España era la nación más antigua de Europa. Es un comentario extemporáneo en las dos acepciones del término, pues el moderno concepto de nación nace con las revoluciones liberales.

En todo caso, cabe detenerse en el accidentado alumbramiento nacional, porque explica algunos de los problemas más importantes que padece la España de hoy. La invasión napoleónica espoleó el tránsito a la nación moderna, pero también señalaría algunos de los problemas que habrían de cronificarse en el siglo posterior. No en vano, la Guerra de Independencia daría lugar a dos de los términos que la lengua española ha legado a la humanidad: liberal y guerrilla.

Los liberales de Cádiz proclamaron la soberanía nacional que define la nación moderna. Es una proclamación que se hace hacia dentro y hacia afuera. Hacia afuera, señala unas fronteras que hay que defender del invasor extranjero; hacia dentro, traslada la soberanía de un monarca absoluto con legitimidad de origen divino al conjunto de los españoles.

Aquel fue un parto nacional traumático. Algunos historiadores se han referido a la Guerra de Independencia como una guerra total, en la que la población civil se convirtió en un objetivo militar y padeció grandes penurias. Se produjeron saqueos y episodios de pillaje, y se pusieron en marcha estrategias de devastación de la industria, la agricultura y las infraestructuras.

Al término de la contienda los costes eran cuantiosos, tanto en vidas humanas como en términos materiales. Las bajas debidas a la guerra se han cifrado en más de 300.000, a las que hay que sumar varios cientos de miles más como resultado de las hambrunas y las epidemias que siguieron a la violencia. En total, se estima que España perdió entre un seis y un diez por ciento de su población en aquellos años.

La victoria sobre Francia nos devolvió un país en bancarrota, con un imperio colonial en descomposición. Esta circunstancia lastró el proceso de construcción de las estructuras de Estado que debían albergar la nación moderna. El XIX fue un siglo marcado por la inestabilidad y la fragmentación. Por las guerras civiles, los pronunciamientos militares y la incapacidad para poner en marcha un sistema de partidos que canalizara ordenadamente la acción y la movilización políticas. También por la incapacidad para forjar símbolos comunes. No es casualidad que nuestro himno no tenga letra (Marta Sánchez sabrá disculparme): ni para eso nos pusimos de acuerdo.

Álvarez Junco ha señalado la dificultad que entraña construir la nación y el Estado a un tiempo, y ha recordado el conflicto en torno a los símbolos comunes que arrastra nuestro país: “En el siglo XIX en España no se hereda una bandera, se heredan tres: la blanca con la Cruz de San Andrés de los carlistas, la roja y gualda de los monárquicos liberales y la tricolor de los republicanos. No se hereda un himno, se heredan dos como mínimo: el Himno de Riego y la Marcha Real. No se hereda una fiesta nacional porque el Dos de Mayo al final solo se celebra en Madrid, y pasamos por seis o siete fiestas nacionales sucesivas especialmente en el siglo XX”.

En los albores de la unificación italiana, Massimo D’Azeglio pronunció la que ya es una cita célebre: “Fatta l’Italia, bisogna fare gli italiani”. También España tenía que hacer españoles, pero la situación política y económica complicaba la tarea. La destrucción de las infraestructuras durante la guerra dificultó la implementación de un mercado interior. El equilibrio estatal sostenido sobre un polo de poder político concentrado en Castilla y un polo de poder industrial periférico comenzó a provocar tensiones territoriales, especialmente con la pérdida de las colonias que tanto perjudicó a los empresarios catalanes.

Al mismo tiempo, la debilidad institucional impidió poner en marcha un sistema educativo estatal y de gran alcance, tal como sí sucedió en Francia. Este aspecto de la construcción nacional es clave, pues la escuela es un vehículo de transmisión de una cultura, una lengua, una historia y unas tradiciones que construyen comunidad. Ese vacío fue muchas veces suplido por la Iglesia, pero, como también ha recordado Álvarez Junco, la Iglesia no forma españoles, sino católicos.

Todos estos hechos que arrastramos desde la Guerra de Independencia obstaculizaron la construcción nacional durante el siglo XIX. En el siglo XX, la Segunda República fracasará en la tarea de implementar una democracia inclusiva, y el golpe de Estado de Franco y la Guerra Civil darán paso a una dictadura con las manos libres para acometer un proyecto nacionalizador que persiguió la identificación de la nación con el régimen.

Cuarenta años después de desaparecido el dictador, cuando este es ya un país europeo plenamente democrático y plural, sus viejos huesos todavía abren portadas y generan polémicas; y queda rebatallar al franquismo los símbolos de la nación común. No pudimos derrotarlo en vida. Ojalá sí sepamos, al menos, vencerle una vez muerto.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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