Y el liberalismo murió de éxito

De la autoficción a la historia y la última entrega de la saga Star Wars: tres síntomas culturales que muestran la crisis del liberalismo.
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A lo largo del pasado año, analistas y expertos señalaron y trataron de desentrañar la crisis que atraviesa el liberalismo. El modelo político que había imperado en Occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial se tambaleó con la peor crisis económica desde el crash del 29, el último gran fenómeno migratorio, el descubrimiento de los límites de la globalización y el auge del terrorismo internacional.

En este caldo de cultivo hemos visto surgir nuevos partidos políticos de corte populista, de derecha alternativa o izquierda antiestablishment, a ambos lados del Atlántico. El fenómeno suele observarse desde una óptica política, aunque también económica y social. Sin embargo, hoy me gustaría atender a la cultura. Lo que nos permite afirmar que esta inercia política es algo más que una tendencia pasajera, lo que nos permite advertir que estamos ante un suceso singular que determina un momento histórico concreto, es la constatación de que las asunciones que han conducido a la crisis del liberalismo y el auge del populismo han permeado y están ya incorporadas en los mecanismos psicológicos de nuestras sociedades a través del consumo y la producción de bienes culturales.

Trataré de ilustrar lo que digo con tres ejemplos que me he encontrado en la última semana para la literatura, la historiografía y el cine. Tomaré como crisis del liberalismo el cuestionamiento del modelo político pluralista que sitúa al individuo en el centro del sistema de valores, en contraposición a los colectivismos, populistas o nacionalistas, que se alzan en nuestros días.

1. Hace unos días aparecía en El País un artículo de Anna Caballé que llevaba el sugerente título ‘¿Cansados del yo?’. En él la autora hablaba del hartazgo creciente que despierta la literatura de autoficción, que tanto éxito ha gozado desde los años 80. El individualismo ha escalado en la últimas décadas más alto que nunca antes en la historia, también en la literatura, y, sin embargo, comienza a dar muestras de fatiga. Y esa náusea de subjetividad tiene mucho de resaca después de una borrachera de yo.

La experimentación autobiográfica parece atravesar un momento de agotamiento que tiene que ver con los límites de la reinvención propios de la posmodernidad, pero también con la perversión del género. La falsa novela y la ficción de lo real han conducido a un extrañamiento en el que resulta imposible discernir la verdad de la mentira, en el que, como dice Caballé, “todo tiene su máscara, todo es engaño a los ojos”. La identificación del individualismo con la subjetividad ha menoscabado el valor del rigor y la objetividad. Así, de un modo accidental, la literatura también se ha descubierto, de repente, inmersa en la posverdad, en el relativismo y en la reacción antiindividualista.

2. Esta semana, Antonio García Maldonado hacía una reflexión sobre la historiografía actual, señalando que lo que menos le convencía “de la mayoría de los historiadores que hablan hoy sobre el siglo XX es su escepticismo respecto del poder y la influencia de personas determinadas en el curso de grandes acontecimientos”.

Es cierto que, en los últimos años, se han impuesto las lecturas institucionalistas, así como las explicaciones que apartan el foco de los actores individuales para posarlo sobre los cambios en la estructura económica y social. García Maldonado reivindica el papel de los hombres y mujeres singulares en el devenir histórico, citando como ejemplos las figuras de Lenin, el Che o Fidel Castro, sin cuyo concurso eventual, señala, los archivos podrían contar cosas muy distintas.

Lo que yo observo tras la queja de Antonio García Maldonado es la reivindicación del individuo como sujeto histórico, un individuo que ha escrito con su mano el relato del mundo en el último medio siglo y que ahora parece atribulado, difuminado, ante la crisis de ese liberalismo político que era su principal valedor.

3. Pero quizá sea en el cine, por su carácter democrático y masivo, donde mejor podamos observar las inercias sociales de nuestro tiempo. Y qué mejor muestra que la esperada Rogue One. La última entrega de la saga Star Wars es una constatación de la crisis que atraviesa el liberalismo. Y lo es por el modo en que ensalza el poder de lo colectivo frente al valor del individuo, que queda reducido a mero vector de transmisión diluido en el objetivo de una causa. (Atención, spoilers)

No se trata únicamente de que ninguno de los protagonistas de Rogue One sobreviva al episodio, algo comprensible si tenemos en cuenta que ninguno aparece en las películas anteriores que se corresponden con un tiempo narrativo ulterior. Ese desdén por el individuo tiene que ver con el tratamiento cinematográfico de los personajes, perfilados para no dejar ninguna huella, ninguna identificación en el espectador.

Tiene que ver también con el fanatismo de la causa. Rogue One dibuja una rebelión dividida y enfrentada, que durante décadas ha educado a sus hijos en la venganza y los ha enviado a encontrar la muerte. No se trata de una película de ciencia ficción, sino de una obra anclada a nuestro presente, una producción de guerra que podría trasponerse sin demasiada dificultad a la actualidad de algún rincón de Oriente Medio.

El individuo queda también reducido ante la presencia de una Fuerza cada vez más identificada con la divinidad. Es cierto que Star Wars nunca ha sido una herramienta de proselitismo liberal. También es verdad que la sombra de lo religioso y lo teleológico planea sobre toda la saga. No obstante, en la última entrega se acentúa el cariz colectivista y antiindividual.

El episodio IV que inauguraba la trama ponía el énfasis en el héroe. El individuo como sujeto extraordinario capaz de cambiar la historia. En esta entrega ya aparecía la nebulosa identificación entre la Fuerza y la trascendencia, pero esa relación era personal: el sujeto quedaba religado a ella, y había una cierta idea de predestinación individual. Ahora, en cambio, la Fuerza adquiere los tintes de una religión de masas convencional, con un culto, una iglesia y guardianes de sus lugares sagrados.

Al final de la película, la princesa Leia recibe los planos robados que permitirán destruir la Estrella de la Muerte. ¿Qué es lo que nos mandan?, pregunta uno de los soldados rebeldes. Esperanza, responde la ya eterna Carrie Fisher. Todos los que lo han hecho posible están muertos, pero a la princesa no se le desvanece la sonrisa: el individuo ha muerto de éxito.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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