40 días con un Kindle

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1.

Nos hemos acostumbrado a vivir con los libros como si fueran un artefacto sencillo. Están en todas partes, son baratos, incluso de préstamo gratuito, pero su elaboración es increíblemente costosa en talento, tiempo y dinero. No basta con que alguien tenga buena prosa, capacidad narrativa y perspicacia intelectual; aun en ese caso infrecuente, para llegar al lector en condiciones necesita editores, correctores, diseñadores, ordenadores, imprentas, camiones, locales comerciales. Pero como nos hemos acostumbrado a los libros –como a tener luz en la noche accionando un interruptor o a mantener la carne en casa a cuatro grados centígrados– nos hemos olvidado de que son tecnología, la combinación de una serie de procesos –algunos altamente especializados, otros de bajo valor– que tienen lugar entre el escritor y el lector.

2.

Tenemos una tecnología nueva –no tan nueva, pero ahora sí incipientemente popular–, la del libro electrónico. A mi modo de ver, la anterior, la del libro de papel, no está obsoleta. Pese a sus grandes fricciones económicas –impresión y gastos de transporte de ejemplares nunca vendidos, injusta distribución de costes y beneficios– funciona razonablemente. La industria editorial en español, sin ir más lejos, es buena: naturalmente, tiene unas fricciones añadidas porque opera en países de muy distinto nivel económico y, por lo general, con bajos índices de lectura, pero si uno entra en cualquiera de nuestras librerías percibe enseguida que la cosa marcha, y que pese a todo la industria está sabiendo hacer rentable un mercado relativamente pequeño. ¿Podrá esta industria salir indemne de la nueva tecnología del libro electrónico? Creo que no. Habrá sangre, mucha sangre.

3.

Recibí mi lector de libros electrónicos, un Kindle de Amazon, a mediados de diciembre del año pasado. Al cabo de unas pocas horas de usarlo ya me había dado cuenta de algo: para mi sorpresa, el acto de leer en él es increíblemente parecido, física y mentalmente, a leer un libro de papel: la inclinación de la cabeza, el movimiento de los ojos, los gestos de las manos para sostenerlo y pasar página, la postura del tronco y las piernas; el tipo de concentración: todo es muy, muy parecido a leer un libro encuadernado. Leer un periódico en papel y hacerlo en una pantalla –de ordenador, de teléfono o de tableta– requiere dos formas de lectura distintas: la pantalla emite luz mientras que el papel solo la refleja; el diseño de los contenidos tiene muy poco que ver en un caso y otro; en la pantalla hay links, noticias urgentes y jerarquías cambiantes, y el papel es estático; la postura corporal es distinta (en menor grado en el caso de las tabletas). Leer un libro electrónico en un lector de libros electrónicos es nada más y nada menos que leer un libro. En la cama con una lámpara, en la calle con el sol, en el tren con fluorescentes.

4.

La cultura es tecnología. Y descubrir –en solo unas horas, pero he ratificado esa sensación en los cuarenta días siguientes– que la tecnología del libro electrónico es muy superior, no ya en complejidad, sino en lo que ahora llamamos experiencia de usuario, a la del libro de papel, me dejó estupefacto. No creía que fuera a suceder. Mi cultura es exactamente el fruto de la imprenta; esto es, la circulación de libros y prensa. La Ilustración, la libertad de pensamiento, el laicismo y la democracia –nuestra civilización– son inventos del papel impreso. Mi casa y mi oficina están llenas de papel impreso. No creo haber pasado un día en los últimos veinte años sin tener en las manos un papel impreso y toda mi vida laboral ha consistido en preparar cosas para que se impriman en papel. Mi cerebro consiste, básicamente, en resmas y resmas de papel impreso. Naturalmente, desde que hace diez años descubrí internet, y desde que hace tres llevo en el bolsillo un teléfono con acceso a la red, las cosas han cambiado mucho para la cultura y para mí. Pero los libros seguían igual. No será así a partir de ahora. No veo por qué –siempre y cuando el mercado me lo permita– debería volver a leer un libro en papel. No crean que estoy entusiasmado con la idea.

5.

Es, definitivamente, una crisis. Probablemente solo mía; ya veremos si general: me encanta mi cultura del papel impreso y me encanta la tecnología que va a acabar con ella, o al menos a marginarla. Mi deseo de año nuevo era evidente: ¿podría –por favor, por favor– la cultura seguir siendo igual aunque la tecnología de la que es fruto cambie? Es un deseo estúpido. Nunca ha pasado antes.

6.

La cultura es tecnología y la tecnología se traduce en procesos industriales. Veamos el caso del libro electrónico y el mío: ahora mismo hay en mi Kindle unos treinta libros (caben en él unos 3.500). De esos treinta he comprado un tercio –todos en Amazon, todos en inglés, todos de no ficción, todos recientes–; el resto son clásicos –Dickens, Galdós, Larra, Chesterton, Voltaire, Russell– que he conseguido gratuita y legalmente en Project Gutenberg. En el caso de los libros que he comprado en Amazon, he pagado a sus autores, sus editores, sus correctores y su librero. En el caso de los que me he bajado en Project Gutenberg, no he pagado a nadie. Probablemente, de no tener el Kindle, los habría comprado en algún momento en alguna de las muchas ediciones baratas que hay de ellos. En ese caso, habría pagado a sus editores, correctores, traductores, impresores, transportistas, distribuidores y librero. Esa es la crisis: qué maravilla, pensé en Galdós durante la comida de Navidad, y a media tarde pude descargarme La de Bringas y terminarla de madrugada. Y al mismo tiempo: nunca compraré por siete u ocho euros el tomito de lomo rosado de Alianza en la librería La Central, y haber socavado la viabilidad económica de dos instituciones como Alianza y La Central –a las que debo medio cerebro– me entristece mucho. Voy a seguir haciéndolo.

7.

La industria del libro va a sangrar. Creo que no toda, o no toda en el mismo grado. No veo, por ejemplo, por qué debería cambiar el proceso editorial: autores, editores, correctores, traductores, diseñadores. (A menos que suceda como en el caso de los periódicos solo digitales: que, por ser digitales, pueden ser mucho peores sin que a los lectores parezca importarles. O a menos, naturalmente, que la piratería haga insostenible el negocio.) Creo que lo que sucede después –es decir, posteriormente a que el editor coja un archivo pdf y lo arrastre a un ftp en su ordenador o lo grabe en un cd para hacérselo llegar a su impresor– va a ser una fricción inasumible en la mayoría de los casos: impresores, transportistas, distribuidores. El caso de los libreros va a ser especial: creo que van a seguir existiendo, creo que no van a ser los mismos a menos que sepan hacer una transición compleja: del local comercial al servidor.

8.

En los últimos cuarenta días he leído más libros en formato electrónico que en papel, aunque no por mucha diferencia. La proporción de ambas tecnologías va a depender ahora no solo de mí –que tengo mi decisión tomada– sino de la industria editorial. Por el momento no he comprado un solo libro electrónico en español: Amazon apenas vende libros en esa lengua y ninguna de las librerías españolas vende libros en formato compatible con el Kindle. Si hubiera optado por otro modelo, sin duda podría tenerlo ahora lleno de libros comprados en español, pero es un poco difícil de comprender que la inmensa mayoría de libros electrónicos a la venta en España sean incompatibles con los dos modelos de lector más vendidos, el iPad y el Kindle. Tengo para mí que la mayor parte de la industria del libro en español teme que la nueva tecnología cambie la cultura (y con ella la economía) y prefiere lo que ya conoce y le alimenta y le tiene miedo a lo que ignora y no sabe si le va a alimentar. Me parece la reacción más sensata del mundo. Yo, como editor de esta revista, la comparto. Dicho esto: es un error. Como lector, sé que es un error.

9.

Suele decirse que las tecnologías no se aniquilan entre sí, sino que conviven en tensión variable. No es cierto: se dice que la televisión no mató a la radio, pero eso es porque la televisión y la radio hacen cosas distintas. Se dice que el vídeo no mató al cine, pero eso es porque hacen cosas parecidas en dos lugares distintos. Ahora bien, el cd sí mató al casete, el dvd sí mató al vhs y la calculadora convirtió al ábaco en un objeto decorativo, y estas analogías sí sirven para este caso porque comparan tecnologías que sirven para una misma cosa. En ese sentido, después de años con un iPhone o una BlackBerry en el bolsillo nunca he pensado que pudieran acabar con los libros de papel, porque sirven para otras cosas. Tampoco creo que las tabletas puedan acabar con los libros de papel, porque sirven para otras muchísimas, y muy fascinantes, cosas. Pero sí creo que los libros electrónicos pueden acabar con los libros de papel, porque sirven exactamente para lo mismo, pero sirven mejor, eliminan fricciones –no solo económicas: de la accesibilidad a nuevos títulos a la reducción del peso– y, en contra de lo que yo mismo he creído hasta hace cuarenta días, no hacen añorar intelectual y físicamente el acto de leer un libro, porque son un libro. ~

 

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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