(Max Ernst)

7 minicuentos que trajo el desvelo

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Los minicuentos, cuando llegan, que a veces se tardan meses en llegarte, suelen irrumpir en una noche de desvelo en que nadas en olas de sábanas y la almohada viaja por todo el lecho y las manecillas fluorescentes del reloj están inmóviles y te preguntas por qué esas historias vienen ahora, así, de repente, una tras otra y mordiéndose la cola, como enviadas o por la angélica Sherezada, o la demoníaca Lilith.

 

LUISA Y PEDRO

No existirás ya más para mí, ni para nadie —dijo Luisa a Pedro—. Te olvidaré  tan intensamente que dejarás de existir.

Y lo olvidó tan intensamente que Pedro ya no existió más.

Pero Luisa ya era solo un evanescente recuerdo de Pedro. Y junto a él desapareció del mundo.

 

LA GUITARRA ES ABISMAL

El guitarrista desprevenido, mientras sus dedos hacían maravillas en las cuerdas, se embelesó y se inclinó tanto hacia la negra boca o negro agujero umbilical del instrumento que perdió el equilibrio y cayó allí como en un pozo, y ya no se le vio más, pero a veces se oía su triste cante jondo.

 

ETCÉTERA

El actor, advirtiendo que su nombre se omitía en la crónica periodística del estreno, en la que sólo se decía: “Cumplieron bien con sus personajes los experimentados Fulano, Zutana, etcétera”, miró el etcétera con una lupa y descubrió levemente aliviado que, en fin, bueno, sí: allí, aunque algo apretujado, estaba él.

 

VISITA INESPERADA

Salón inglés. Lord y Lady toman five o’clock tea. Balancéanse de pronto arañas de luz. Muebles y tacitas tiemblan. Cucharillas tintinean dentro de tacitas. Retrato de antepasado cae de pared a suelo. Gigantesco bordoneo, luego explosión no distante. Asombro, confusión, miedo, etcétera. Y mayordomo entra, se inclina, anuncia con la serena profesional voz de avisar que la cena está servida:

-Milady, milord: la Segunda Guerra Mundial.

 

LEDA Y EL CISNE

La mujer, blanca y rosa y dorada y sonriente, se tiende bocarriba sobre la arena y abre los muslos y los alzados brazos, y el cisne de alas rumorosas desciende y cubre ese espléndido cuerpo y hacen el amor con una dulce música de Chaikovsky que ni la irrisoria orquesta ni los excesivos sonidos de placer de la mujer, como estrepitosos estertores ondulantes, logran arruinar.

Al final, el público aplaude, el director de pista hace sonar el látigo y los artistas se retiran.

Y (pero esto no lo cuentan los cronistas) mientras la mujer recibe a sus admiradores en el camerino, el cisne, en anonimato y silencio, sale a tomar en la cafetería más cercana su modesta cena: café con leche y dos piezas de pan dulce, y, en espera de la próxima tanda, fuma un pausado cigarrillo que sostiene con finura en un ala de punta ya un poco amarillecida de nicotina.

 

CARTA ANÓNIMA

Quería saber qué rapidez tenía el correo dentro de la ciudad. Se escribió una carta a sí mismo, la timbró y la echó al buzón.

La recibió tres días después, se dijo que en estos tiempos no es mucha tardanza, la abrió, la leyó, palideció, fue en busca de su esposa y con el cortapapeles la degolló y se apuñaló el corazón.

Había leído en la carta anónima que ella le ponía los cuernos.

 

EL TRAPECISTA

El trapecista niño saltó desde el primer trapecio, dio una voltereta en el aire, llegó al segundo trapecio, dio dos  volteretas en el aire, volvió a saltar y a volteretear y a saltar por tercera vez, así sucesivamente, y llegó al enésimo trapecio, desde el cual saludó a los espectadores que allá abajo circundaban la pista del circo y que estaban aterrados porque con sus potentes anteojos y telescopios veían que el circense atleta era ya un hombre que peinaba canas, que usaba dentadura postiza y le temblaban las corvas y sonreía fatigadamente, pero entonces el trapecista reemprendió el número al revés, de enésimo a primer trapecio, y al llegar a éste era nuevamente un niño y luego un nene de sonrosados cachetes que se orinó desde allá arriba, mojando a unos cuantos espectadores que no lo tomaron a mal, sino que, al contrario, aplaudían entusiasmados, y él allá en sus alturas sonreía y decía agogó, agogó, agogó, contento de haberse ganado el gran plato de natillas que su mamá, la domadora de elefantes, le daría en premio de su hazaña.

-Publicado previamente en Milenio Diario

 

 

+ posts

Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: