A merced de los socorristas

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Cuando el gobierno de Myanmar decidió negar la entrada a los trabajadores de organizaciones humanitarias que ayudarían a las víctimas del ciclón Nargis, una gran parte del mundo reaccionó con ira, preocupación e incredulidad.

Había decenas de miles de muertos, casi 100.000 desaparecidos y más de un millón de personas sin techo, sin forma de subsistir y quizás sin alimento suficiente. Los gobernantes militares del país se rehusaron a permitir la entrada de organizaciones humanitarias o siquiera a la apertura de aeropuertos y vías navegables más allá de lo simbólico para que circularan los cargamentos de ayuda: parecía un acto de barbarie total.

Hace unas semanas, Gareth Evans, ex ministro del Exterior de Australia y actual presidente del Grupo Internacional de Crisis, respondió afirmando que la omisión de responsabilidades hacia sus propios ciudadanos por parte de las autoridades de Myanmar bien podría constituir un “crimen contra la humanidad”. Gareth también sugirió que Naciones Unidas considerara la idea de introducir ayuda a Myanmar de manera no consensuada, justificando sus acciones con base en la resolución “Responsabilidad de Proteger”, adoptada por 150 miembros de la ONU en la Cumbre Mundial de 2005.

A decir verdad, la comisión que redactó r2p –como se conoce coloquialmente esta resolución– y que Evans codirigió, no la concibió como una respuesta a los desastres naturales, sino ante todo como una manera de enfrentarse al “genocidio, los crímenes de guerra, la limpieza étnica y los crímenes contra la humanidad”. Extender la jurisdicción de r2p a los desastres naturales es algo que no tiene precedentes y resulta radical. Sin embargo, como lo dijera Evans hace semanas, “cuando la omisión de un gobierno es tan grave como lo que sucede con los generales [de Myanmar] ahora, existe al menos prima facie una razón para responder a su intransigencia considerándola un crimen contra la humanidad, un crimen que atraería el principio de responsabilidad de proteger”.

La advertencia de Evans estaba clara: los generales de Myanmar no debían engañarse pensando que la comunidad internacional les permitiría actuar como quisieran, no si eso significaba cerrar los ojos ante los peligros que se cernían sobre los sobrevivientes del ciclón. Dichos peligros, según la organización británica Oxfam, amenazaban a otro millón y medio de personas.

Varios gobiernos europeos adoptaron esta misma postura. El Secretario de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, David Miliband, declaró que podría ser legal y necesaria la acción militar para asegurar que la ayuda llegara a donde se requiriera. El Ministro del Exterior francés, Bernard Kouchner, respaldó este argumento, afirmando que Francia pensaba llevar una resolución al Consejo de Seguridad de la ONU para que éste aprobara acciones en el mismo sentido.

Para Kouchner, cofundador de la organización humanitaria francesa Médicos sin Fronteras, éste era un terreno conocido. Kouchner ya era una figura destacada y controvertida del mundo de las organizaciones humanitarias mucho antes de integrarse al gobierno de Nicolas Sarkozy el año pasado, y fue uno de los iniciadores del así llamado “derecho de interferencia” (una feroz interpretación del imperativo moral de las operaciones humanitarias y de la licencia de operación que sostiene, básicamente, que los grupos de ayuda y los gobiernos extranjeros tienen el presunto derecho de intervenir cuando los gobiernos atentan contra su propio pueblo).

A primera vista, los argumentos de Evans, Miliband, Kouchner y los líderes de muchas organizaciones humanitarias conocidas podrían sonar como una suerte de humanismo de sentido común. ¿Cómo podría ser moralmente aceptable subordinar los derechos de personas necesitadas a las prerrogativas de la soberanía nacional? En un mundo globalizado en el que la gente, los bienes y el dinero se mueven cada vez más libremente, ¿por qué habría de interponerse una frontera –esa reliquia del decadente sistema estatal– en el camino de los que se dedican a llevar el bien al prójimo? ¿Por qué habría el mundo de observar pasivamente y permitir que un gobierno opresivo siga desestimando sus obligaciones hacia su propio pueblo?

Sin duda, oponerse a esta clase de derecho humanitario equivale a una carencia de empatía y quizás incluso a un acto de cobardía moral.

Éste ha sido el discurso dominante tras el ciclón Nargis. El discurso que ha dominado las declaraciones oficiales y la mayor parte de la cobertura mediática, imbuida en un catastrofismo casi pornográfico en el que las organizaciones humanitarias y los periodistas parecen competir entre sí para lograr la cualidad más apocalíptica en sus predicciones. Primero, la encargada de negocios de Estados Unidos en Yangon, la capital de Myanmar, le dijo a los reporteros, sin haber abandonado aún la ciudad, que si bien se habían confirmado 22.000 muertes, pensaba que la cifra podría llegar a 100.000. Días más tarde, Oxfam dio a conocer su cálculo de 1,5 millones de personas en riesgo de contraer enfermedades por la contaminación del agua, sin explicar en ningún momento cómo llegó a una cifra tan extraordinariamente alarmante.

En realidad nadie sabe aún cuál fue el número de víctimas mortales del ciclón, y menos aún qué tanto podrán resistir los sobrevivientes. Una cosa, empero, sí se sabe: que crisis tras crisis, desde la de los refugiados al este de Zaire después del genocidio de Ruanda, hasta la de Kosovo, desde las guerras de Estados Unidos en Afganistán e Iraq, hasta el tsunami de 2004 en el sureste asiático, muchas de las principales organizaciones humanitarias, entre ellas y destacándose Oxfam, han vaticinado muchas más víctimas de las que al final resulta haber.

En parte, esto se debe a que la ayuda humanitaria es, en cierto sentido, un negocio, y las organizaciones compiten con toda clase de causas filantrópicas para obtener un dólar o un euro de caridad, de manera que para hacerse notar se ven obligadas a exagerar. También se debe a que estas organizaciones viven para lidiar con los desastres, y el peor escenario resulta siempre el más creíble, además de que los trabajadores humanitarios creen que siempre deben estar preparados para lo peor, lo que resulta bastante loable.

Pero no obstante las motivaciones, ya no es posible tomarse las declaraciones apocalípticas de la comunidad humanitaria en serio. Nos han dicho demasiadas veces que ahí viene el lobo. Y se han equivocado demasiadas veces.

Debemos mostrarnos escépticos ante afirmaciones de grupos humanitarios según las cuales, sin su intervención, un terremoto o un ciclón serán seguidos por desastres de iguales dimensiones ocasionados por el hambre y las enfermedades. La verdad es que la población en las zonas de desastre tiende a ser mucho más fuerte de lo que las organizaciones humanitarias extranjeras suelen creer. Además, afirmar que sólo ellas pueden prevenir una segunda catástrofe resulta difícil de comprobar, pero conviene a los intereses de las agencias, ya que intervenir es, después de todo, la razón de su existencia.

Aunque nos resulte incómodo pensarlo, esos comentarios aparentemente razonables hechos en nombre de la solidaridad global y de la compasión humanitaria en ocasiones pueden no ser eso en absoluto. Ayudar es una cosa. Pero ayudar a punta de pistola es llevar la labor humanitaria por un sendero por el que nunca debería ir. El hecho de que los llamados a la guerra humanitaria resonaran unos cuantos días después del ciclón Nagris es un ejemplo de hasta qué punto los impulsos intervencionistas, sin importar qué tan bien intencionados sean, resultan extremadamente peligrosos.

La facilidad con que la retórica del socorrismo resbala hacia la retórica de la guerra es una razón por la cual invocar el principio r2p nunca debería pasar simplemente por un esfuerzo encaminado a inyectar un poco de humanidad a una situación inhumana (la posibilidad de equivocar los hechos es otra razón, una que también ha ocurrido en el pasado). Es cierto que las motivaciones de los interventores pueden fundarse enteramente en una preocupación humanitaria y por los derechos humanos. Pero no olvidemos que los partidarios del colonialismo europeo del siglo XIX también aducían que sus razones eran de carácter humanitario. Y no se trataba de pura hipocresía. No debemos ser tan políticamente correctos como para negar la dimensión humanitaria del imperialismo. Pero tampoco debemos ser tan históricamente sordos, mudos y ciegos como para convencernos de que ésa era la dimensión principal.

Por último, resulta de vital importancia prestar atención y saber quién, exactamente, habla sobre una intervención militar con fundamentos humanitarios. Se trata, entre otros, de los ministros del Exterior de dos de los grandes imperios coloniales del siglo XIX. ¿Y dónde, exactamente, quieren intervenir –perdón– dónde, exactamente quieren elevarse a la altura de su responsabilidad y proteger? Por lo general, en los mismos países que solían dominar.

Cuando un ministro británico o francés proponga ante la ONU una resolución que llame a la intervención militar para asegurarse de que su ayuda es entregada de manera adecuada en la Novena Guardia de Nueva Orleáns, entonces, y sólo entonces, podremos estar seguros de que hemos dejado atrás el fantasma del imperialismo disfrazado de humanitarismo. Mientras tanto, estemos atentos. ~

Traducción de Marianela Santoveña

© 2008, David Rieff

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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