“Un guión que adelantase unas partes y retardase o escamotease otras adrede para crear tal vez sólo mayor intriga o quién sabe si para hacer que esos saltos o escamoteos, esos acicates de la intriga, se podría decir, tuvieran que llenarse entonces de algo y ese algo pudiera ser quizás lo más importante o dar lugar a una meditación que fuera incluso lo único que contaba o pudiera ya contar”.
Si empiezo el comentario de Volver al mundo segunda novela de González Sainz (1956) con esta cita es porque en gran medida estas líneas resumen la estructura y el modo del discurso con que el autor trama la historia. Una historia compleja que cuenta con un elemento que propicia una disposición de tal tipo, tan ajena al continuum lógico o cronológico, para así introducir en el desarrollo de la historia una serie de enigmas e incisos que, al tiempo que sostienen el interés por la intriga propiamente dicha, hacen posible que el discurso narrativo se remanse en la meditación. Ese elemento es la súbita muerte de Miguel, acontecida en circunstancias confusas que irán aclarándose paulatinamente, suceso que perturba la tranquila vida de las gentes de El Valle y que induce a Bertha antigua amante de Miguel a viajar hasta el lugar para, además de asistir al entierro, averiguar lo ocurrido. Tal proceso dura unos pocos días que conforman el presente narrativo de una novela que cubre sin embargo un vasto espacio de tiempo y se desarrolla mediante una serie de encuentros y larguísimas conversaciones entre Bertha y el viejo Anastasio y entre Bertha y Julio (así, por separado), los dos amigos que conocieron las últimas horas de Miguel. Aquél da cuenta, ante todo, de la faceta íntima, por la soledad y el acento confesional que preside los encuentros de ambos cuando Miguel regresa esporádicamente a El Valle y porque dispone de un buen número de cartas y postales que el joven periodista le enviaba durante sus ausencias; Julio rememora especialmente el pasado, la juventud y los años en que compartieron un mismo ideal político.
Pero en esta novela hay un variado haz de voces narrativas, ya que, a las de los personajes mencionados, se les superpone ocasionalmente la de un supranarrador omnisciente o se les suman las de otros que contrapuntean, matizan o completan un discurso narrativo muy pegado a la oralidad, rasgo fundamental del relato y que sirve, además, para justificar satisfactoriamente la prolijidad de esos incisos y digresiones que he comentado: “Pero no, no te estoy contando nada de lo que quiero contarte, dijo Julio, desalentado o exhausto de repente, como quien acaba de salir de un estado de suma concentración en el que ha derrochado toda su energía; no te estoy contando lo que quiero o por lo menos no en el orden en que debiera contártelo”. Y al poco se justifica ante Bertha: “Y no es que quiera escurrir el bulto añadió, sino que es como si fuera la misma narración la que lo hiciera y se desviara o engolfara a su antojo”.
De este modo se reconstruye la vida de tres jóvenes provincianos Miguel, Julio y El Biércoles que, al filo de los setenta, abandonaron, negándolo, su mundo familiar, social y hasta paisajístico o natural para salir “al mundo ancho y abierto donde todas las posibilidades se extendían múltiples y sugestivas ante nosotros, donde todo era por definición posible, nuevo, hacedero, mejor y, sobre todo, mejorable. Porque nosotros no íbamos con la intención de forjarnos un porvenir cada uno o encontrar un acomodo, como decían y creían nuestros padres, no íbamos a habitar el mundo, sino a cambiarlo, a ponerlo patas arriba, a hacer historia y no sólo a sufrirla”. Prendidas de esa pasión política que se reconstruye y revisa críticamente iban otras pasiones humanas, incluidas las amorosas, y sentimientos que igualmente forjan y decantan el destino de los tres jóvenes, tan distintos entre sí, tan complejos cada uno a su manera y tan prolijamente trazado su personal y singular conflicto, que estalla con el paso del tiempo, cuando se reviven o examinan las acciones cumplidas o las malogradas, las intenciones o razones sobre las que aquellos actos se sustentaron. En este punto entra lo que creo es fundamental en Volver al mundo: la furiosa y acerba reflexión sobre el poder de las palabras, que narrativamente se articula a través de la formación y tutela ideológica que sobre los tres amigos ejerció Ruiz de Pablo, deslumbrante poeta y elocuente profesor que, en un momento decisivo, llenó el vacío abierto en las vidas de los jóvenes por la ruptura con el mundo anterior (pero al que acabarán regresando) y a la vez, cual nuevo Caronte, los condujo al mundo nuevo. Ruiz de Pablo “fue para nosotros la ruptura y el camino, el asesino de nuestros padres y hermanos y nuestro nuevo padre y hermano incluso hasta límites insospechados; fue el peligro y la fascinación, el miedo y el apasionamiento. Él era de algún modo el más acá y el más allá de todo, el desafío y el contenido mismo de la libertad, la contraseña y el umbral y, a la vez, nuestro contrincante; era el fundamento de la convicción porque era la fuerza y el significado de las palabras. Yo nunca he visto a nadie ser pura potencia de la palabra como lo era él, convertirse en la voz y el gesto y el poder de las palabras, ser su pura expresividad y su pura inteligencia”, revela un Julio acosado por la culpa y la necesidad expiatoria.
Volver al mundo es una novela toda ella jalonada por una larga meditación en torno a la acción y el poder de las palabras y en torno a la acción y el paso del tiempo, discurriéndose aquí sobre las relaciones de éste con su lacayo, el deseo; sobre la incertidumbre, angustia e inconstancia que nos produce; sobre los modos de afrontarlo, o sobre la trágica naturaleza de su faz presente, obligados como lo estamos a vivir en un mundo de efectos especiales, sobreactuación, escenografía, un mundo que Miguel nombra con palabras como ubicuidad, lógicas borrosas, movilidad, fragmentación, desarraigo, indistinción y simultaneidad, “y qué sé yo cuántas cosas más”, porque nuestro presente es “el tiempo del fin de los tiempos”. Como no podía ser menos en el caso de un autor tan singular como lo es González Sainz, en Volver al mundo retornan muchos elementos de su anterior novela: desde las filiaciones estrictamente literarias hasta el anclaje o pertenencia de estos jóvenes a la ancha tradición del nihilismo moderno: “Ahora está todo negro, le vino a decir [Miguel] un día, todo oscuro, y no obstante los caminos y las encrucijadas están en el mismo sitio de siempre, y en el mismo sitio están los barrancos y las ensecadas de piedras de los antiguos glaciares y están los precipicios y los grandes robles y hayas que tan bien conocemos. Pero se ha ido la luz, se ha apagado algo; ha oscurecido y ya no sabemos orientarnos o lo hacemos sólo dando palos de ciego como si todo fuera una infinita superficie de asechanzas”.
Cito este párrafo porque en él se entrevé otro aspecto esencial de la novela: la sólida construcción de un nuevo espacio que incorporar al panorama de nuestra novela contemporánea, ese El Valle que, al modo de Región o Argónida, contiene una serie de elementos humanos (los lugareños y la escurridiza y ubicua sombra de ese fantasmal guarda filosofal y enterrador en que se ha convertido El Biércoles, tremendo personaje), animales (la fauna del lugar o los poderosos caballos blancos), vegetales (el acebal, en primerísima instancia) o minerales (el omnipresente retablo de la sierra y las montañas), con los cuales se va desplegando ante el lector una topografía real mechada de atavismo, símbolos telúricos, historia, memoria y tiempo. Y de aconteceres humanos. ~
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