Hay un concierto por cada verano de mi adolescencia. Se han convertido en títulos que individualizan las secciones de una novela. Está el verano de los Guns N’ Roses, el de los Judas Priest en Zaragoza, el de Rosendo y Reincidentes… Los recuerdo con detalle; recuerdo los días previos, quiénes fueron los teloneros, la ropa que escogí para la ocasión e incluso el nombre del gigantesco desconocido que me encaramó a sus hombros para que viera mejor el escenario. Acorde con esta dinámica, el verano de mis dieciocho años –el que considero el último de mi adolescencia– estaba llamado a ser el verano de Bob Dylan, pero a la larga Bob Dylan quedó eclipsado por el recuerdo de un accidente.
Hoy, apenas conservo flashes. Necesito recurrir al álbum fotográfico y al testimonio ajeno para reconstruir aquel concierto. Sé que en el viaje de ida en autobús mi mejor amigo y yo hacíamos apuestas sobre quién era capaz de recitar más versos seguidos de la canción interminable sobre el boxeador Rubin Carter. Probablemente ganó él, que siempre ha tenido mejor memoria, pero estoy especulando. Al salir del autobús, alguien tarareaba “Queen Jane Approximately” y tengo entendido que aquello fue lo más cercano a una melodía que distinguimos en toda la noche, porque la playa estaba hasta los topes y Bob Dylan, a una distancia equiparable al horizonte, se obstinó en multiplicar la confusión disfrazando cada tema con versiones irreconocibles. Al llegar a la playa, tendimos toallas y cavamos un agujero estrecho y profundo en la orilla que hiciera las veces de cubitera, pero cuando finalizó el concierto con “Like a Rolling Stone” –me cuentan que la distinguimos por los coros del público más cercano al escenario; es decir: en desafinado y diferido–, nuestras botellas estaban reblandecidas y sobre el líquido reposaba un vapor siniestro como la bruma que empañó el amanecer en la costa, pero más tóxico.
En el futuro, cuando Bob Dylan ya no exista y su figura se haya vuelto mítica, indemne al desprestigio al que condenan las miserias de este mundo –por ejemplo: anuncios de entidades bancarias–, mis amigos se recrearán con la anécdota de aquel concierto como nuestros padres se han recreado siempre con sus batallitas de la mili, o nuestros abuelos con alguna de las guerras de su siglo, pero yo no podré hacerlo. La única imagen nítida que guardo de aquella noche es la de unos bañistas extranjeros que se adentraron en el mar, desnudos, creyéndose a salvo en la oscuridad de la orilla, y fueron alumbrados como delincuentes –sus culos blanquísimos salpicados por las olas– con las linternas implacables de la policía, que había prohibido el baño por razones de seguridad.
A la larga, nuestra memoria se vuelve un disco duro listo para el desguace y su buscador rudimentario funciona a base de hitos. En caso de solapamiento, vence el shock. De modo que acabaré olvidando a Bob Dylan por completo –su recuerdo es ya tan difuso como el de las posturas crispadas de aquellos guiris en el instante en que fueron descubiertos– en pos de un suceso que, en cualquier caso, está físicamente protegido contra la desmemoria, porque las cicatrices perduran, como tatuajes que nos infligimos sin alevosía. Las mías tienen formas caprichosas. Ya no son tan oscuras como durante los primeros años; sus contornos se han desdibujado y ha vuelto a crecer el vello, si bien muy fino. Para describirlas mejor, tomo un rotulador de punta gruesa y delimito los bordes. La peor parte se la llevó mi espinilla izquierda. La tinta revela un diseño cartográfico en ella; un archipiélago. La cicatriz más grande y alargada parece Madagascar. A su izquierda hay cinco islotes de orografía irregular. Conservo algunas otras, más solitarias –probablemente desiertas–, en los antebrazos. Al principio quise borrarlas; ahorrar dinero y someterlas al láser. Hoy me parece una idea ridícula. Estas marcas son tan lícitas como cualquiera de mis tatuajes. De hecho, como atestiguan la experiencia de quemarse para contarlo, me libran de la tentación de un ave fénix de tinta inyectada, tan de moda entre los acólitos de la aguja.
Nada me hacía más feliz en la adolescencia que aquellas semanas de agosto en las que mis padres se iban de vacaciones dejándome la casa libre. Su ausencia coincidía con fiestas de Bilbao y mi cocina se volvía el centro de operaciones de nuestra cuadrilla. Siempre había bolsas de plástico vacías sobre la mesa, cartones de vino en la nevera y fruta podrida en los cestos que con tanto mimo habían surtido mis padres antes de irse. Vivíamos frente a la plaza de toros y, en una ocasión, mis amigos se asomaron a la terraza y arrojaron varios melocotones prácticamente deshechos por el moho al recinto anterior al ruedo, donde se agolpaban, con sus mejores galas, los mejores de la sociedad bilbaína. “Come bien y no salgas el día de las banderas”, me repetían mis padres por teléfono. Era costumbre que el viernes de Aste Nagusia se dieran enfrentamientos entre policía y manifestantes con motivo de la tradicional izada de banderas –vasca y española– en el ayuntamiento. El acto se abolió al año siguiente, pero mi padre, cuya memoria rebota en los veranos de la Transición como una saltarina pelota antidisturbios, sigue mostrándose inquieto cada vez que llega este día. Procuro quedarme en casa para no inquietarlo; también lo hice en aquella ocasión. Compré cerveza y llamé al que por entonces era mi novio –o igual ya no lo era, soy incapaz de recordar mi cronología sentimental de aquellos meses– para que viniera a hacerme compañía.
Acabo de recordar que la fachada de nuestro edificio llevaba meses en reparación y se podía acceder al andamio a través de la ventana del cuarto de mi madre. Por las noches, me gustaba encaramarme a alguno de los descansillos de la estructura y fumar sobre el abismo, como si fuera uno de los obreros en la famosa fotografía tomada durante la edificación del Empire State. Agitaba los pies, pataleaba en el aire; sentía la gravedad y tentaba a la suerte. Alguna noche particularmente cálida de aquel verano salimos a emborracharnos al andamio y, al regresar al interior de la casa, trastabillé; a punto estuve de caer. Pero aquel aviso no bastó para intimidarme, porque a los dieciocho años aún nos creemos inmortales, y las cosas graves siempre les pasan a otros, más viejos y menos guapos que nosotros.
Cuando llegó mi novio, revolvimos la despensa en busca de algo que cenar y solo encontramos una caja de croquetas congeladas y dos o tres patatas a las que comenzaban a crecerles bonsáis. Llenamos con medio litro de aceite la sartén más profunda que encontramos y dio comienzo la fritanga. La temperatura era asfixiante; por mucho que abriéramos la ventana, el humo que despedía el aceite hirviendo se mezclaba con el aire caliente del exterior y apenas se podía respirar. Yo estaba descalza y en bragas. Hacía días que no limpiaba los fuegos y cuando en un gesto brusco, él golpeó el mango de la sartén, esta se resbaló como un pedazo de mantequilla. Cayó directamente sobre mis pies.
Tardé unos segundos en gritar y cuando lo hice me pareció algo falso, algo que hacía por convención. Este recuerdo me retrotrae a una historia sobre mi infancia que he escuchado infinidad de veces. Mi madre afirma que cuando tenía dos o tres años nunca lloraba. Me tropezaba y rasguñaba con una indiferencia pasmosa. Como mucho, dirigía una mirada empírica, un poco alucinada, a mis nuevas heridas y buscaba, quizás como antes he hecho con las marcas de mis piernas, el tipo de dibujo que inscribían en mi piel. Un día, a la entrada de un bar, tropecé y caí sobre unos cascotes rotos que me abrieron un par de cortes profundos en las manos. Permanecí en silencio, de rodillas, ensimismada con la sangre, hasta que mi madre me encontró y sus gritos me espantaron. Comencé a llorar, a un volumen que parecía querer competir con el ataque de nervios de mi madre y desde entonces (es un decir) no he parado.
Tras el pánico inicial y una vez hube reprimido mis gritos de actriz de serie b, corrí al cuarto de baño y me metí con ropa en la bañera. El agua fría resbalaba aprisa sobre la pátina de aceite que me cubría prácticamente entera, dejando gotas redondas como burbujas. Me enjaboné y con el primer aclarado, la piel apareció de un rojo brillante, como si apenas me hubiera quemado con el sol. Repetí la operación y, al pasar la esponja por mis piernas, hallé obstáculos. Comenzaban a inflarse las primeras ampollas. De camino al hospital, crecieron como setas blancas, sobre todo entre los dedos de mis pies, que se habían hinchado tanto que no cabían en las sandalias. Las quemaduras más profundas no fueron tan escandalosas. La piel, simplemente, se ennegreció. Estaba muerta –capa tras capa– y una enfermera tosca me la arrancó frotándome con una especie de lija. Se desprendía en láminas finas que recordaban al papel de fumar, al papel biblia, a gotelé echado a perder por la humedad. Cuando terminó, descubrí con asombro que en algún momento me habían colocado una vía en la mano izquierda. Me acordé de un capítulo del Doctor House en el que este se clavaba un abrecartas en la mano para ahuyentar el dolor de su pierna mala. Solo el dolor distrae al dolor. Y los sedantes. Me vendaron piernas, brazos y pecho y, disfrazada de momia, dormí profundamente en un cubículo delimitado por cortinas en la uci. Al día siguiente, me mandaron a casa.
Faltaban diez días para que mis padres regresaran de sus vacaciones y no los quise alarmar. Estudiaba el programa de fiestas para mentirles convincentemente cuando me llamaran por teléfono. Hoy he estado en el concierto de Betagarri, les decía. Hoy hemos participado en un concurso de paellas. El resto del tiempo, lo pasaba en el sofá bebiendo cerveza que, combinada con los calmantes, me mantenía en un estado de sopor permanente. No recibía demasiadas visitas. Mis amigos encadenaban resacas y mi novio –si acaso lo era– me deprimía profundamente con sus ojeras culpables. Si alguien quedó en shock –en tanto que entendemos el shock como agente de inmovilidad– fue él; viéndolo incapaz de reaccionar y entendiendo que reaccionar era lo importante, lo había dejado en casa mientras yo me dirigía al hospital. Ahora, lo corroían los remordimientos y ni siquiera el alcohol con nolotiles alejaba el desánimo que nos embargaba a ambos cuando estábamos juntos.
A veces, recordaba que aquellas eran mis últimas semanas en Bilbao –en octubre haría las maletas para Córdoba, donde me habían concedido una beca– y lamentaba estar perdiéndomelas con mi encierro domiciliario. Ya entonces, el concierto de Bob Dylan pertenecía a otro plano temporal, a otra vida. Pero las pesadillas en las que me veía desfigurada no empezaron hasta el sexto día tras el accidente, cuando me desvendaron.
Las curas me las realizaba a domicilio una médica cubana muy simpática que bajaba al bar de la esquina a comprarme tabaco y me enumeraba los clichés del inmigrante recién llegado. Odiaba la lluvia, los carteles bilingües de tráfico, lo frío que estaba el mar en pleno agosto. Antes de que llegara, tenía que quitarme las vendas para ducharme y frotar mis piernas con una esponja que retirase la piel muerta. Me he dado cuenta de que el dolor no se recuerda y mucho menos se describe –es, por así decirlo, irrepresentable–, pero sí puedo recrear la aprensión, el color rosáceo de la carne viva y la extrañeza que provocan los poros de la piel cuando no hay piel que los oculte; los miraba fijamente y parecían dilatarse por momentos, supuse que para respirar. De rodilla para abajo, parecía más anfibia que humana.
Me explicaron que tal vez fuera necesario realizarme un injerto y que la operación consistiría en arrancarme carne del culo para implantarla en mi pierna. Pensé que era una broma; ciencia ficción de mal gusto, pero no lo era. Tenía que comer muchas proteínas para acelerar la regeneración celular. Mi amiga Ainhoa comenzó a visitarme a diario equipada con tuppers de pollo asado e insistía en que no desperdiciara ni la piel; daba un poco de asco, pero no tanto como la idea del injerto. Hace tiempo que dejé de comer carne; me queda la duda de si fue o no el pollo lo que me salvó de pasar por cirugía.
Hay un relato de David Foster Wallace que no me vino a la mente entonces porque no lo conocía, pero que me ronda ahora y es curioso: traza una línea de influencias entre el texto que un autor norteamericano –entonces vivo, ahora muerto y hecho mito– perpetró en los noventa y el accidente que yo sufrí en el 2006; un accidente que recuerdo ahora, en el verano del 2014, y que al recordarlo por escrito, es ya ficción. El cuento de Foster Wallace se titula “Encarnación de una generación quemada” y en él una madre derrama por accidente una cacerola de agua hirviendo sobre su bebé. Al escuchar los gritos, el padre se acerca a la cocina y actuando con rapidez y resolución, como actúan los hombres, coloca al bebé bajo el grifo de agua fría. Los piececitos del niño están al rojo vivo; parecen haberse llevado la peor parte, pero no se ha quemado el torso ni la cara. Pasan los minutos y algo raro se adivina, porque los alaridos del bebé, lejos de mitigarse, son cada vez más intensos. A medida que aumenta la impotencia de los padres, descubrimos el horror/error: no le han quitado los pañales. Durante todo este tiempo, ha estado recociéndose por dentro.
Hay cierta belleza en este cuento macabro, en su intento, siempre abocado al fracaso, de reproducir el dolor. También da título a una antología de cuento norteamericano editada por Zadie Smith: “Generación quemada”. No lo digas, no hagas el chiste fácil, me regaño, pero es imposible, me vence la tentación: desconozco si las generaciones se queman –el título es un tanto efectista, en cualquier caso–, pero sí ocurre con las etapas, y la adolescencia, esa fase incómoda como un grano en continuo roce con las costuras, la quemé de manera literal aquel verano, con aceite para fritos. Todo cuanto explica quién soy ahora –la identidad es una construcción extraña y se renueva por ciclos– estaba a punto de ocurrir. Daría comienzo unas semanas más tarde, cuando la piel se regeneró y comenzaron los picores, y el dolor imposible al estirar las piernas porque el tejido incipiente se tensaba al extremo, como un traje mal cortado, un par de tallas menor de lo debido.
Volví a pisar la calle para celebrar mi fiesta de despedida. Dejé Bilbao, los bares de Iturribide con serrín en el suelo que venerábamos como templos, los amigos que son tan insidiosos como la propia familia –ni siquiera estamos convencidos de haberlos escogido– y sobre todo, dejé de experimentar el mundo por el mero placer de la experiencia, sin la disociación enfermiza del escritor, que mientras vive ya está calibrando la forma que a posteriori resultará más apropiada para narrar lo que vio. Ahora, el pasado no es más que un laboratorio de experimentación y yo, que lo reconstruyo a mi antojo en textos como este, una científica loca con mala ética. ~
(Bilbao, 1988) es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De música ligera (451 Editores, 2009).