Algunas preguntas que odiamos los escritores

El objetivo de este texto es simplemente informar al bondadoso lector de la clase de preguntas que no deben hacérsele a un escritor. Sea compasivo.
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Cada vez que voy a tomar algo con un amigo o una amiga siempre sale a relucir la misma pregunta: “¿Y qué has hecho?” “Nada”, respondo. “Pero cómo que nada, tú eres escritor”, me dicen. Es decir, la gente imagina que porque soy escritor me paseo por la ciudad en un convertible, con gafas oscuras, una bufanda de plumas en el cuello y una chica diferente cada día en el asiento del copiloto (ojalá). Pero yo soy un escritor underdog y me resigno a responder que nada, precisamente porque es más digno que decir algo como: “Hoy pasé toda la mañana corrigiendo un párrafo que yo creo que escribí bajo el efecto de alguna droga”; o cosas como: “Escribí un ensayo para mi bitácora de Letras Libres y se me secó la mitad del cerebro”. Mi vida es monótona: me despierto temprano, enciendo el calentador, desayuno, me preparo una taza de té, y pierdo tiempo valioso revisando mi cuenta de Facebook y Twitter. Estoy terminando una carrera universitaria en algo así como una escuela nocturna. Si logro trabajar algo por las mañanas salgo a caminar, a un café, y leo un libro. Lo más emocionante que me ha pasado en lo que va del año es una endodoncia.

Otra pregunta que no soporto que me hagan es: “¿Cómo va tu novela?”. Esto solo se puede responder con una mueca triste y un movimiento de hombros. Sin embargo trato de ser algo locuaz y digo: “Mal”. La gente cree que escribir novelas es algo emocionante, pero en realidad es un trabajo horrible, monótono, repetitivo. Cuando salió Autos usados, mi primera novela, odiaba a la gente que me decía: “La leí en un solo día, de un tirón”. Yo pensaba: “Si supieras que se me necrosó la mitad del hígado para corregirla”. Es mucho más divertido leer novelas ajenas, es decir, a expensas de los hígados de los demás. 

Debería de haber una especie de manual para tratar con escritores, un tríptico que se reparta en los mostradores de las cafeterías. En ese documento estarían consignadas todas las preguntas que no deben hacérsele a un escritor para no hacerlo enojar.

Una podría ser: “¿De qué trata tu novela?” Cuando me hacen esta pregunta digo: “Lanchas de velocidad, chico conoce chica, de eso se tratan todas las novelas”. ¿Cómo explicarle a esas personas que a veces uno no sabe de qué se trata la novela en la que estás trabajando? A veces esta surge de una imagen, nada más, o de una idea; una intuición. Luego esta idea primaria va creciendo como una metástasis. A veces se convierte en una novela hecha y derecha; otras tantas en un manuscrito infumable cuyo solo pensamiento acerca de él se transforma en un dolor de cabeza. Justo ahora tengo en mi mochila 62 páginas rayoneadas que no parecen ir hacía ningún lado y que con mucho gusto tiraría a la basura de no ser porque ya cobré el adelanto. Hay otras dos preguntas que a veces se intercambian con la anterior:

            “¿Y de qué escribes?”

            Escribo de la vida, de qué más.

            La peor de todas es:

            “¿Y qué escribes? ¿Poesías?”

            Siempre respondo: “Sí”.

Otra pregunta frecuente es: “¿Y de qué vives?” Respuesta: “escribo para un montón de publicaciones que se tardan millones de años en pagar si bien me va”. Hace meses que publiqué un texto para la revista de una cadena de hoteles de lujo, y aún no he visto nada de ese dinero. Hace cinco años di un taller para Alas y raíces de Conaculta que nunca me pagaron, mientras Consuelo Sáizar se daba la gran vida con Carlos Monsiváis. Desde entonces tengo vetada a esta institución y otras tantas más. Cada vez que me hablan para ofrecerme un trabajo, les respondo:  “No, gracias, si voy a ser vejado prefiero que sea en el amor” La mayoría de los que trabajan en puestos administrativos piensan que los escritores estamos por debajo de los mimos de Coyoacán o los cantantes de trova cubana en la escala alimenticia, y tal vez tengan razón. A veces creo que la única que me comprende es mi dentista. Me hace descuentos y me deja pagar en abonos porque su hijo quiere ser escritor, me dice. Ella está al tanto de los problemas del oficio cuando hablamos de remuneración. Yo le digo: “Dígale a su hijo que estudie, para que no termine como yo”.

 “¿Y tú también eres escritor?” Esta pregunta te la hacen por lo regular en una fiesta donde una parte de los asistentes usa lentes de pasta y tienen un blog donde escriben sus pensamientos y llevan a todas partes un ejemplar del Ulysses en inglés y con el separador en la página 30. En el fondo subyace una pregunta más explícita: “¿Tú también perteneces a esta panda de perdedores?” Lo más probable es que te la haga la madre del anfitrión, o una novia que trabaja en una oficina y que, alimentada con base en aceite vegetal reutilizado y maíz, cree que ser escritor no es un trabajo. La respuesta más fácil es decir algo como: “Me dedico a la crianza de perros. Acabo de importar un semental Mastiff de Inglaterra”. Cómo explicarle a esa mujer que las revistas existen gracias a que nosotros escribimos para ellas; que si los escritores nos pusiéramos en huelga la editoriales quebrarían, pues no tendrían qué publicar.

El objetivo de este texto es simplemente informar al bondadoso lector de la clase de preguntas que no deben hacérsele a un escritor. Sea compasivo. Si se encuentra con uno en un bar, no lo moleste, suelen ser tipos peligrosos si van armados. ¿Entonces de qué se puede hablar con uno de ellos? En mi caso, se puede hablar conmigo de futbol americano, de chismes del espectáculo, de ufología, de cuánto odio a Woody Allen y a Tarantino, etcétera; hablar de comida siempre es agradable, y en todo caso (si no queda más remedio), incluso puedo hablar de los libros de los demás, aquellos que no le cuestan a uno la mitad del hígado.  

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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