El pase automático ataca de nuevo

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El pliego petitorio (por llamarle de algún modo) del CGH —Consejo General de Huelga— (por de algún modo llamarle), que hasta hoy 10 de noviembre tiene secuestrada a la Universidad Nacional de México (por modo de algúnllamarle) es un documento por muchos conceptos inolvidable.
     Llamar "peticiones" a las exigencias no es el menor. Incluso dentro de la retórica revolucionaria, tiene gracia que el CGH posea tan buenos modales. Es como llamarle "solicitud de pago por honorarios profesionales" a la nota de rescate que se le entrega a la familia de un secuestrado. La sexta de estas "peticiones" me interesa hoy. Dice a la letra: "Rechazo al Examen único de bachillerato y al Examen general de egreso de la licenciatura".
     En la superficie, la petición sólo engorda el pliego; más adentrito revive una conducta que duró muchos años hasta que el rector Barnés la erradicó hace dos años (el pase automático), y en el fondo insiste en que la UNAM carezca de relaciones académicas con cualquier instancia que no sea ella misma (pues tales exámenes dependen del Ceneval, Centro Nacional de Evaluación). ¿Por qué será que el PRD insiste en modificar la ley orgánica de la UNAM por vieja, y a la vez defiende que, por vieja, se reviva una prerrogativa como el pase automático? Misterio. Insistir en que la UNAM, por ser autónoma, no tiene por qué sujetarse a procesos de evaluación nacionales, ignora —u olvida prudentemente— que el modelo que tomó el Ceneval para evaluar es precisamente el de la UNAM. Postular una UNAM que pueda prescindir de cotejar la calidad de su trabajo con la realidad, acabará por hacerla no sólo autónoma, sino autosuficiente.
     Esta insistencia parecería apuntar también a la posibilidad de que la UNAM sea refundada, en su "congreso resolutivo", sobre principios tan democráticos y populares que, a la hora de lo académico, produzcan graduados muy poco competentes en evaluaciones a cargo de instancias menos democráticas y populares. El hecho de que una UNAM gobernada por el PRD o sus avatares universitarios erradique la evaluación de ingreso o egreso, por considerarla antidemocrática, o clasista, o racista, o atentatoria contra la dignidad de la persona humana, producirá decenas de miles de profesionistas a los que más valdrá no examinar fuera de su paraíso, pues suponen que su paraíso se extenderá hacia otras demarcaciones. Ya llegará el momento en el que, ante el desempleo de sus graduados, paralizarán la ciudad con otro pliego petitorio que exija que todos los médicos de los hospitales públicos, por ejemplo, sean egresados de la UNAM. La sexta petición del CGH es la única que roza la realidad académica; todas las demás son de orden burocrático. No está mal, tratándose de una universidad. De entrada, esto ya sugiere, en tanto que exenta por decreto a sus educandos de cualquier examen vigilado desde afuera, el feliz ambiente de lasitud moral e intelectual con que sus promotores piensan hospedarse en la "máxima casa de estudios".
     Por otro lado, rechazar los exámenes me parece de lo más congruente con la idiosincrasia nacional. Es una petición tan articulada como aquella que "pide" que la realidad sea gratuita, en lo general y en lo particular. No deja de haber cierta lógica en esta institucionalización de la lástima y el menor esfuerzo: que la educación superior sea gratuita en lo económico, halla su correlativo en que sea gratuita también en lo académico: al alumno ni le costará dinero entrar, ni le costará esfuerzo mental ingresar a la primera universidad welfare del mundo.
     A los mexicanos nos incomoda que se nos ponga a prueba; nos ofende que alguien ose poner en tela de juicio virtudes que presentimos innatas o, peor aún, que confundimos con nuestros "derechos" de mexicanos. Preferimos el apapacho y la lástima. Históricamente privados de una cultura que propicie el examen y, sobre todo, el autoexamen, rechazamos con mayor ahínco aún que venga de fuera. Nuestra hostilidad hacia el mundo quizás consista en que nos sentimos examinados por él, y, claro, reprobados. Luego, a fuerza de folclor o de ternura, procuramos atenuar su rigor. Consideramos nuestra natural simpatía como un mérito superior al del conocimiento, y a nuestras puras ganas como un atenuante frente a cualquier disciplina. Todo examen es entendido como una intromisión en nuestra precaria seguridad, que no se siente a gusto si no se le otorga una exención incondicional de leyes y reglamentos por el puro hecho de ser simpáticos y tener una identidad en crisis a fuerza de injusticia histórica.
     ¿Cómo entender de otro modo que unos vulgares exámenes, idénticos a los que las personas presentan a diario en las instancias de la realidad, se conviertan, en una universidad, en motivo de querella y en reivindicación política? Por el modo político: para los líderes históricos de la UNAM, los cuarenta mil individuos que fracasan a la hora de demostrar sus conocimientos en un examen de ingreso no son cuarenta mil individuos a los que no les dio la gana estudiar lo suficiente, sino las víctimas de una injusticia social: hasta la elección del genérico "los rechazados" subraya esa pasividad. Pero en un giro típico del sentimentalismo político, la ineptitud individual se traduce instantáneamente en aptitud social y la incompetencia privada en la injusticia institucional de la que viven los partidos políticos.
     Las reticencias ante los exámenes se explicarían por muchas razones: un examen singulariza, somete nuestra subjetividad a la objetividad de las cosas, nos pone en juego, le pone cifra al desempeño, tatúa nuestro expediente. El sentimentalismo político, que hace negocio con la multitud, abomina de esa singularidad y prefiere la exención en bola. Se prohíja así una "democracia" del fracaso, una exaltación de la ineptitud que ha logrado que, en México, lo único peor que cargar con un 5 de reprobado sea cargar con un 10 de aprobado (que supone la vergüenza de ser mejor que los demás). ¿Cómo va el pobre alumno Menchaca a presentar un examen de ingreso si no desayunó? ¿Cómo va el pobre Dr. Menchaca a presentar un examen de actualización si está ocupado explicándole a los familiares por qué se le murió el muertito?
     El año que viene cumplo treinta de impartir clases (¡gulp!). No pocas veces he recibido visitas angustiadas de reprobados, llamadas sutilmente intimidatorias, o corruptoras, del padre o del marido, o escuchado las excusas más asombrosas. ¿Qué cree? Qué. Quialora del examen mi mamacita quiagarra y se muere. ¿Qué cree? Qué. Quialora del examen me dio un embarazo intrauterino. Y así, de un funeral a un quirófano, la gente llega al posgrado. En la UNAM he presentido un "uso y costumbre", heredado del 68, que identifica poner exámenes con un carácter represivo mientras que no ponerlos, o ponerlos "automáticamente", pasa por progresismo. Se asumía que había algo de incoherente en examinar a un "poeta" en teoría literaria, o a un rastafarian en lingüística. Muchos de mis profesores de posgrado en la Facultad anunciaban desde el principio del curso que cada quien se pondría la calificación que quisiere porque lo importante era aprender. Esto era parte de la libertad de cátedra. Lo que a partir de ese momento hacían los alumnos (es decir, nada, o poco, o menos de lo que podrían hacer) era parte de la libertad de cátedra. El resultado eran miles de liberales. Yo, románticamente convencido de que quien examinaba era el pueblo que financia la UNAM, lo que hacía de mí un mero intermediario del tribunal popular, halagaba a los alumnos maoístas (hasta que reprobaban) y me hacía de una reputación robespierrana que le pesó a mi fama, pero aligeró mi trabajo.
     Los exámenes profesionales no eran la excepción, sino la regla, de la falta de seriedad. Nunca olvidaré al sinodal que, empeñado en aprobar a una inepta, sostuvo con ella este diálogo:
     —En el siglo xix la escuela literaria más reconocida fue la…
     —…¿escrita?
     —Bueno, sí, pero me refiero a la de tintes roooo…
     —… ¿rosáceos?
     —Bueno, a veces era rosácea, pero me refiero al romannnn…
     —…¡¡romancero gitano!!
     Aprobada con mención. Nada remoto, en fin, de los clásicos chistes sobre los exámenes de evaluación que han circulado en la Internet "reaccionaria" desde el inicio del paro:
     Pregunta 24: ¿A cuántos pies equivalen 0.0 metros?
     Pregunta 78: Tchaikovski escribió seis sinfonías, incluyendo la cuarta.
     ¿Cuáles son las otras cinco?
     Pregunta 112: ¿Puede explicar la teoría de la relatividad? Subraye
     Sí o No.
     La palabra examen me recuerda de inmediato el icono severo del Gordo Manzanas, mi profesor de lógica en una prepa de Monterrey. Le guardo un afecto remoto, apenado de que su nombre se halle bajo la lápida de un mote pueril. Era un hombre imponente y de encendido carisma: algo tenía de Chesterton y de Toña la Negra en su avasalladora catadura de Buick 56; un rostro sofocado de batracio con la sonrisa avinagrada de quien se sabe, a la vez, sabio e irrelevante. Ejercía una teoría felina del examen que se reducía a la sorpresa y a la ferocidad. Ingresaba al salón como Moby Dick al campo visual del capitán Ahab: una lenta devastación. Blandía tres problemas y luego de unos minutos tronaba sus dedos mientras se recogían los exámenes, se le entregaban, miraba con paciencia al que había quedado hasta arriba y razonaba en voz alta: "a) El que no estudia es un tonto; b) Garza no estudió; c) Garza es un tonto". Y si un silogismo aceptara cuatro premisas, la cuarta hubiera sido "Garza se orina de miedo". Esto era terrible si se calcula que 50% del salón se apellidaba Garza. El primer día de clases escribió en el pizarrón, meneándose como una jalea: "El examen sirve para examinarme a mí mismo". De inmediato pidió papel y lápiz y nos dictó esta pregunta: "¿Para qué sirve un examen?" Fue una advertencia y una lección. Nadie reprobó ese examen, pero luego fue automáticamente exigente, y justo.
     Me pregunto qué hubiera opinado el Gordo Manzanas del pase automático. Quizás que, en términos discretamente arraigados en el sentido común, si un examen se pasa automáticamente, ni el examen evalúa, ni pasarlo es una aprobación: lo único que es real es que es automático. Que el pase automático sería un logro "social", no educativo, aunque sus consecuencias fuesen a la vez educativas y sociales. En ambos casos, le parecería que ese logro es un perfecto desastre (la única zona de la realidad en la que la perfección es posible). El pase automático sirve para obtener diplomas en áreas que nada tienen que ver con lo automático, ni siquiera ingeniería, a no ser que el paciente del Dr. Menchaca se muera automáticamente; o que el edificio planeado por el ingeniero Camacho se caiga automáticamente también. Pero si desde que tienen 16 años se les hace creer a ambos que las cosas no se ganan individualmente, sino que se merecen socialmente, no hay nada que esperar: una vez más serán víctimas de las circunstancias. Pero hasta eso es bueno, pues las agrupaciones de damnificados que producirá su incompetencia les dará bastante que hacer a los partidos. –

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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