México es el centro de la obra de Roberto Bolaño (1953–2003), una vasta zona planetaria en la que ocurren, sucesivamente, la educación sentimental de los poetas (en Los detectives salvajes), la imagen pionera y desenfocada del exilio latinoamericano (con Auxilio Lacouture en Amuleto) y, en 2666, el feminicidio como la herida a través de la cual se drena el planeta. Bolaño termina 2666 con la palabra “México”, gesto cabalmente aquilatado por Juan Villoro en el prólogo de Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas (Universidad Diego Portales, Santiago, 2006).
(Relectura de Amuleto. Es una novela cursi sobre una heroína fatalmente cursi. El relato funciona como una introducción escolar al universo de Bolaño. Está escrita con la facilidad de las “novelitas burguesas” de José Donoso, comentario que a Bolaño, supongo, le hubiese enfurecido. O intrigado: quizá era demasiado inteligente como para dejar pasar la angustia de la influencias sin comentarla. Terapéuticamente.)
El legado mexicano de Bolaño, quien vivió en México una década decisiva, la que va de la adolescencia a la juventud parece muy distinto al dejado por los novelistas anglosajones. D.H. Lawrence, Lowry, Greene, o Aldous Huxley abrieron, cada uno con una llave distinta, puertas a la percepción de la nueva y la vieja religión (el tema de la resurrección de los ídolos), el jardín del Edén (en Bajo el volcán), la parodia del martirio cristiano (El poder y la gloria) o de cierta espiritualid pre–hippie (Ciego en Gaza, de Huxley). A Bolaño lo tienta una visión total (propósito imposible) y la frontera de su México imaginario coincide con los límites de su obra. Me da la impresión, vaguedad que debo explicar, que Bolaño como “extranjero” se asemeja a los pintores de origen alemán que se volvieron mexicanos en la segunda mitad del siglo XX (Paalen, Gerszo, Von Gunten). Un México que en el fondo no tiene anécdota, un país verdadero al que se le ha sustraído lo que la identidad tiene invariablemente de folclórica. México, en Bolaño, es menos que un relato, una superficie pintada, una visión. Esta impresión mía quizá se deba (como ocurre con frecuencia en la lectura más comprometida) al efecto de ciertos párrafos que funcionan como acceso a toda una obra, en este caso, lo mucho que me impresionaron aquellos que Bolaño dedica a los retardados atardeceres en el Distrito Federal, lo cual me permite imaginar Los detectives salvajes bajo la forma de un eterno crepúsculo.
El asunto (o tan sólo la palabra) del crepúsculo me lleva al mérito de Bolaño al conciliar lo que se contrapone. Pocas literaturas del siglo pasado en América Latina tan distintas como la chilena y la mexicana. Chile es la poesía chilena y ésta siempre se presenta como de vanguardia. El poeta chileno casi siempre pasa por vanguardero (como dice Gonzalo Rojas): su pose, su parada en el campo, tiende naturalmente al manifiesto, al espectáculo, al happening, a la instalación. Como ninguna otra de nuestras literaturas, la chilena, vive de la tradición de la ruptura y, en el peor de los casos, allá el vanguardismo es un academicismo. Neruda (más o menos) y Gabriela Mistral pesan lo suficiente como para equilibrar la balanza contra Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Gómez Correa, Enrique Lihn, Raúl Zurita, Juan Luis Martínez y otros tantos locos, a veces geniales, tantas veces tiranizados por la rutina de épater.
La poesía mexicana (que es lo que más le interesaba a Bolaño de nuestra literatura) tiene reputación de ser cerebral, filosófica, funcionaril, crepuscular, como se desprende de aquel comentario de Pedro Henríquez Ureña en Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1925). Ejemplo: no es extraño así que el gran Montes de Oca, el poeticista, sea acusado de producir metáforas surrealistas con la regularidad venal del artesano. Bolaño trabaja esa oposición y la voltea de cabeza: México se convierte en el inverosímil país de la vanguardia (el estridentismo y el infrarrealismo, esa pinta que Bolaño se inventa como matriz) y Chile queda reducido a ser una remota y provinciana capitanía, un cuartel conservador poblado por curas literatos, abogados, torturadores. En México, además, el crimen puede estetizarse (en 2666). En Chile (veáse Estrella distante), no del todo.
Buen conocedor de la historia literaria, Bolaño sabe que la vanguardia mexicana propiamente dicha se “rindió” de inmediato ante las prebendas revolucionarias del gobierno del general Adalberto Tejeda en Veracruz. Me encanta que Manuel Maples Arce, el vanguardista que no fue, el autor de unas memorias que compiten cerradamente con las de Torres Bodet en aburrición y en celo anticlimático, aparezca rehabilitado en Los detectives salvajes y diciendo de los visceralistas (p. 177) que “todos los poetas, incluso, los más vanguardistas necesitan un padre. Pero ellos eran huérfanos de vocación.”
En Bolaño, México es, por un lado, el país de los poetas jóvenes y el DF la ciudad de su iniciación. El tema de la vida literaria en México, en los años setenta, sería materia de una edición anotada de Los detectives salvajes. Saliendo del DF todo es el Norte, el desierto, la inmensidad que fragua la oposición con la isla chilena, reducida entre el mar y la cordillera. México acaba por ser, para Bolaño, la Patagonia mexicana y con Ciudad Juárez al fondo, el Far West del siglo XXI, como se nota cruzando los artículos reunidos en Entre paréntesis (2004), que van de su recuerdo de los cronicones de la Guerra del Pacífico que su madre le regalaba a la devoción por Chatwin. Hasta donde sé, en cambio, Bolaño no menciona a Francisco Coloane, el llamado Conrad austral.
Los héroes de Bolaño, lo han dicho todos sus buenos lectores, están construidos sobre arquetipos al estilo del detective, del buscador de oro, del cowboy. Sin apreciar ese lado aventurero (y a veces literal, no siempre irónico) es difícil entenderse con Bolaño. (publicado el 11 de noviembre de 2007 en El ángel de Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile