Ariadna en Naxos, de Javier Azpeitia

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Una novela mitológica

Así como llamamos “históricas” a las novelas que tienen como marco de referencia una época de la Historia, conviene calificar de “mitológicas” las que se refieren al mundo fabuloso de la mitología. No son muchas, pero resulta fácil recordar unos cuantos ejemplos. Evocaré, al pronto, el Teseo de André Gide, las dos novelas sobre el mismo héroe de Mary Renault: El que debe morir y Teseo, rey de Atenas, El vellocino de oro de Robert Graves, y Casandra y Medea de Christa Wolf, por citar las más conocidas. (Hay otras antiguas y leídas por pocos, como, por ejemplo, Aegisthos de Aloys de Moulin, Lausanne, 1907, que recontaba la tragedia Agamenón de Esquilo. Y no sólo hay ejemplos de origen griego. En otro ámbito, Maggi Lidchi-Grassi ha novelado muy ágilmente buena parte del no menos mitológico Mahabharata hindú en La batalla del Kurukshetra y en El auriga de los caballos del sol, Apóstrofe, Barcelona, 1997-8.)
     La novela de Javier Azpeitia podría encasillarse dentro de este tipo de “novelas mitológicas”. Tal vez sea el único ejemplo hispánico en la serie; al menos es el único que ahora me viene a la memoria. (En la escena teatral resulta, desde luego, mucho más frecuente la revisión modernizada de algún relato mítico, a menudo con tonos irónicos o paródicos.) Ariadna en Naxos resulta, pues, una novela infrecuente en el panorama de nuestra narrativa y quiero insistir en esa curiosa peculiaridad. (Ésa es mi intención y no tanto redactar una reseña más sobre la novela.)
     No voy a resumir la trama, bastante complicada y de muchos episodios, pero citaré, para comodidad de los lectores, unas líneas de la contraportada, que resumen lo esencial de su argumento:

Un grupo de guerreros griegos somete la próspera ciudad cretense de Cnosos, sustituyendo un pacífico matriarcado por una ley patriarcal y militar, e imponiendo el culto a sus dioses violentos para borrar el que la ciudad daba a la Diosa Madre, al ocio y a la embriaguez. Pero asombrosamente la ciudad se desdobla, y sus costumbres ancestrales sobreviven en la clandestinidad gracias a Europa, Pasífae y Ariadna, tres sacerdotisas que se suceden en la defensa y la transmisión de los valores de su cultura. Poliido, un joven extranjero que finge ser adivino, se verá abocado a una misión cuyo significado no alcanza a imaginar: encontrar al heredero secreto de Europa y salvar a Cnosos de la destrucción.

“Nutriéndose —sigue diciendo la contraportada— del género de aventuras, y ambientando la acción a caballo entre un tiempo mítico y el histórico, Ariadna en Naxos nos lleva desde el rapto de Europa hasta la entrada de Teseo en el laberinto, pasando por el nacimiento del Minotauro o la muerte de Ícaro, y ofrece, al ensamblar todas las historias, una metáfora de las contradicciones de la cultura occidental.”
     Como se ve, el relato se extiende desde la conquista de la ciudad cretense de Cnosos hasta más allá del famoso triunfo del héroe Teseo, el matador del Minotauro. Comienza con la arribada a Creta de un grupo de aqueos capitaneados por Asterio. Los griegos, armados, se adueñan pronto del poder en la isla, pues los cretenses súbditos de Europa eran gentes pacíficas, ignorantes de las guerras, adictos a las fiestas, y muy liberales en lo sexual y lo económico. La victoria de los aqueos significa la entronización de los dioses olímpicos, con Zeus a la cabeza, y la marginación de la Diosa Madre y los primitivos cultos ctónicos. Y todo un cambio de costumbres, al imponer los griegos sus leyes patriarcales. Europa se ve obligada a casarse con Asterio, y de éste tiene tres hijos: Minos, Radamantis y Eaco. El primero de ellos, astuto y cruel, se hará con el trono.
     Más tarde aparece Pasífae, hermana menor de la maga Circe, una sacerdotisa de la Gran Madre, elegida para esposa del rey Minos, y madre de dos personajes no menos famosos: Ariadna y el Minotauro monstruoso, que queda encerrado en el gran laberinto, fabricado por el tortuoso Dédalo, el prodigioso inventor al servicio del taimado Minos. En los sucesivos capítulos se nos va contando la historia de todos estos personajes de memorable prestigio mítico. Hijos de Minos y Pasífae son también Androgeo, Catreo, Glauco y Fedra, familia numerosa, y algo enrevesada y bastante conflictiva. En fin, con todas sus historias, algo retocadas para hacer más densa la atmósfera misteriosa y sombría que los atrapa, avanza la narración. Ya mediado el relato —justamente en la página 173—, y en el santuario apolíneo de Delfos, aparece otro personaje, el joven Poliido, que se convertirá en el narrador de la última sección de la novela. Poliido cuenta su raro origen, adopta el papel de adivino, aunque consciente de su escasa inspiración divina, se incorpora a la corte de Creta, y se dedica, finalmente, a buscar al heredero secreto de Europa. (Al final descubrirá, como le pasará luego al sabio Edipo, que el buscado es el mismo que el buscador, es decir, que él es el hijo de la reina cretense, que reaparece lejos del laberinto, exiliada en Delfos y jubilada como vieja sacerdotisa pítica.)
     En el último tramo de la complicada narración aparece Teseo que, como ya esperábamos, enamora a Ariadna, vence al Minotauro y vuelve victorioso a Atenas, abandonando a su amante princesa en la isla de Naxos, donde la recogerá el festivo Dioniso. Como sucede en las novelas históricas, el recreador de la trama debe conservar los datos esenciales. Allí los de la Historia, y aquí los del Mito. Pero puede variar otros detalles. Por ejemplo, los novelistas suelen prescindir de los dioses. Jubilarlos resulta muy normal en la novela, a diferencia de lo que sucedía en la vieja épica, donde los seres divinos se codeaban y peleaban con los héroes de cuando en cuando. En la novela se tolera bien lo fantástico, pero no lo maravilloso. Aunque se les nombre e invoque a menudo, los dioses no deben salir a escena; están relegados al trastero de la épica.
     Por eso el novelista introduce algunos retoques oportunos. En el caso de Europa, el mito refería el rapto de la bella joven por Zeus, tras su metamorfosis taurina, y los amores de la raptada con el dios enamoradizo. Aquí se cuenta el famoso rapto, pero se aclara pronto que es sólo una antigua leyenda, transmitida oralmente desde mucho atrás. La Europa de la novela no ha visto siquiera al dios.

Europa no había tenido que hacer un gran derroche de imaginación para inventar su patraña. Ése era más o menos el relato que le había contado su madre Europa, la cual lo había recibido de su abuela Europa, quien se lo escuchó a su bisabuela Europa, a la que su transbisabuela Europa se lo relató a su vez. En el cuento, transmitido de madres a hijas en el momento de la entrega de la doble hacha que otorgaba el reinado sobre los cretenses, en el cuento, por supuesto, el toro no era Zeus, sino un verdadero toro cretense enviado por la Diosa para transportar hasta la isla a una originaria Europa, una princesa fenicia, y hacer que fundara Cnosos, en un tiempo perdido del pasado. Por lo demás, sus hijos no tenían padre, porque las mujeres de Cnosos nunca se preocupaban de averiguar cuál de los hombres con los que había practicado los ritos de fertilización era su padre. Y aunque les hubiera preocupado… ¿cómo lo habrían conseguido?, o mejor: ¿de qué les hubiera servido? (p. 34).

Los personajes femeninos están vistos a una luz más favorable que los guerreros o los reyes. Minos es, en efecto, un tipo bastante siniestro. Dédalo es muy mañoso, pero poco simpático. Los héroes, en general, no salen aquí muy bien parados, frente a las audaces heroínas. Así viene a corregirse la visión épica que derramaba la luz sobre los héroes y dejaba en la sombra a las mujeres. (Sin llegar a la versión feminista de las novelas de Christa Wolf, también acá los héroes ven enturbiado su esplendor épico.) Véase la versión de la muerte del Minotauro, tal como la cuenta Poliido, presente en el decisivo combate entre el héroe ático y el cornudo minoico:

Ariadna se apartó impasible. El Minotauro avanzó hacia su ejecutor, que elevó su espada en posición de defensa. Estaba tan aterrado que ni siquiera pudo reunir fuerzas para salir corriendo. Asterio hizo varios amagos de lanzarse contra él. Al tercero, fue Teseo el que se abalanzó hacia su rival, conducido más por el pánico que por el arrojo. Asterio esquivó el ataque fácilmente y tomó a Teseo de ambos brazos obligándole a soltar la espada, primero, y a arrodillarse ante él después. Permanecieron así durante un tiempo impreciso. Demasiado tiempo. Vi a Ariadna tomar la espada y clavarla, con todas sus fuerzas y los dientes apretados, en el costado de su hermano. Otra vez había vencido Teseo (p. 276).

Como se ve, Ariadna no sólo ayuda a Teseo dejándole el hilo de su ovillo para salir al final del laberinto, sino que, en la lucha decisiva, es quien ejecuta la muerte del triste Minotauro. Ariadna es una mujer audaz y seductora, como su suegra Pasífae, y la madre de ésta, Europa. Las tres damas cretenses son figuras claves en la truculenta historia. En tanto que los héroes, como el famoso Teseo, obtienen sus dudosos triunfos gracias a sus mañas. Poliido, buen narrador, más simpático, no pretende ser un guerrero a la antigua; es un músico, no ambiciona el poder, y logra salvarse con el disfraz de adivino, al discreto amparo de la Gran Diosa.
     Como trasfondo de estos episodios míticos, Javier Azpeitia ha echado mano de una divulgada hipótesis, la de que, antes de la irrupción violenta de los griegos, en la isla de Creta se practicaba un matriarcado y un culto de las Diosas Madres, que los invasores helenos sustituyeron por su sistema patriarcal y el culto a Zeus y los demás dioses olímpicos. Los griegos impusieron el patriarcado, la barbarie y, después, su orden y la razón. Esta tesis (que remonta al sabio Bachofen y ha contado con algunos adeptos) se encuentra también en la novela de R. Graves El vellocino de oro (y se reitera, con matices diversos, en La diosa blanca y otros escritos suyos). Javier Azpeitia le saca muy buen partido a esta hipótesis del matriarcado y del culto mediterráneo de la Gran Diosa. Pero sin pretender que posea valor científico. Como ha aclarado en nota de prensa, la usa como un argumento novelesco, una sutil metáfora y no una creencia arqueológica. Me gustaría citar sus palabras al respecto, que me parecen oportunas:

Ahora sabemos que los argumentos históricos que se aportaron para demostrar tal hipótesis son falsos, lo que nos devuelve un vacío saturado de molestas nóminas de restos arqueológicos y, tras él, la evidencia de que siempre nos hemos comportado con las mismas pulsiones de ambición y poder que caracterizan en la actualidad a nuestra cultura. Sin embargo, aquella hipótesis ofrecía una descripción de las actuales patologías sociales comparable a la que dio el psicoanálisis del de las patologías de la mente, y creo que, si bien no hay argumentos para discutir su falta de consistencia histórica, como metáfora de la construcción de nuestra cultura sigue teniendo una validez sorprendente. El conocimiento poético, distinto del científico, prescinde de los modos de argumentación, de la elaboración y demostración de las premisas. Este relato no es, por tanto, una reivindicación de un pasado histórico indefendible, sino exactamente eso: un intento de hablar de nuestra esencia utilizando para ello la narrativa fantástica, no la historia.

Al contrastar la primitiva sociedad cretense, matriarcal, pacífica, colectivista, dirigida por mujeres adictas a las fiestas orgiásticas y los cultos lunares, con el nuevo orden patriarcal de los guerreros indoeuropeos y sus ambiciones de poder y riqueza, el novelista plantea algo así como una fábula moral. De la que, en todo caso, la moraleja no es sino una invitación a la reflexión sobre el progreso de nuestra civilización. Y éste es, por supuesto, otro aliciente más al socaire de un ingenioso ajuste de algunos famosos mitos, rejuvenecidos con un estilo ágil y manipulados con habilidad para construir un entramado novelesco de inquietante significación y de muy buen ritmo narrativo. Los mitos son el ovillo mágico del nuevo laberinto. ~

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