Arquitectura y libertad (III de IV)

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

…los vecinos de la ciudad vieja obstaculizan el contacto con la nueva, que les parece de una fealdad depredadora y contaminante: semáforos, cuestas, aparcamientos-ladrón, antipatía, racismo en los bares… piensan hasta en un Muro. La palabra les echa para atrás, avergonzados. Pero los niños del viejo, en esta histórica ciudad española, crecen más nobles pues la belleza de algún modo se les pega (lo anunció Platón)… en tanto que los del nuevo crecen sin matices —según planes de otro Platón trastornado—, aprendiendo a sobrevivir entre ángulos rectos, coches que no caben, drogas, botellón, pisos-cajón de los que sólo se puede salir, creen, a través de una televisión que les esclaviza con la droga dura de una programación imbécil…
     Una vez comprendido que la densidad no es algo impuesto desde fuera sino en cierto modo pedido —sólo en España una casa de campo puede muy bien significar un cuarto derecha en un edificio de seis plantas—, el siguiente gran enigma es el de la estética.
     Qué ha ocurrido para que el mismo pueblo que construyó los pueblos blancos y el barrio de Santa Cruz en Sevilla, las masías catalanas y la Barcelona modernista, las casas extremeñas abuelas de las haciendas hispanoamericanas, el Albaicín y los cármenes granadinos, los pazos gallegos y el barrio de piedra verde de La Coruña, el cuento de Mazcuerras en Cantabria y la Ronda de Rilke, las plazas mayores de Salamanca y Madrid, los puertos de San Sebastián y Fuenterrabía, y los caserones vascos con tal sentido de la independencia que entre dos casas pegadas hay siempre, pese a todo, un callejón en el que cabe un gato… qué ha ocurrido para que el pueblo que construyó la Córdoba de las tres religiones y la tiene delante como un prodigio de arquitectura, urbanismo y civilización se resigne, y se resigne incluso la gente que podría no hacerlo, a los planes perpetrados por constructoras con una complicidad de arquitectos, urbanistas y concejales que debería ser investigable de oficio; por las fiscalías, desde luego, pero también por los colegios profesionales y las universidades que les dieron sus títulos.
     Si alguien considera este pesimismo exagerado, que se pasee antes por los nuevos barrios que, en Badajoz como en Madrid, en Zaragoza como en Lérida, Jaén y Valencia, abarcan zonas más grandes ya que las ciudades conocidas, y donde, aunque asuste pensar en ello, se amasa ya el ciudadano del futuro. Al igual que la de que los niños españoles pasan más tiempo ante el televisor que en la escuela (ambas están estrechamente relacionadas), ¿por qué esa noticia no sale en primera página?
     Tengo para mí que, como en la Edad Media, se ha vuelto a producir una suerte de delegación. Entonces, Juan Español se resignaba a entregarle al obispo y al príncipe la tarea de construir la más bella de las casas de Dios y se iba a morir pronto en la guerra o en la peste.
     El obispo es ahora el concejal de turno.
     …como a Juanito Cuatrodedos no le daba para hacer Caminos, abogado del Estado o Bellas Artes, se especializó en Derecho Laboral, la cantera de los primeros políticos. Aparte de eso, lo normal: fútbol, Maribel, un chico en Jarvar y una niña psiquiatra de vacas en Bruselas. La sorpresa vino cuando el Partido le ofreció una subsecretaría y no quiso.
     ¿Y cómo iba a querer? Ahora se llama Jon, Jon Kuat de Rhodos, maneja más presupuesto que el consejero autónomo, tiene jardín y barco… y se ha comprado su inmortalidad con un parque de esculturas de minorías oprimidas del que hablan en Rolin Stón, y con el proyecto de un Guguen Jaime que será más grande que el de Bilbao: ese pequeño gran detalle le hace feliz. Y lo mejor de todo: Sin estudiar, sin saber nada… Bueno: todo el mundo sabe de arte moderno…
     Tom Wolfe contó en dos brillantes panfletos1 cómo los estadounidenses abdicaron de su mejor tradición para, guiados por altas burguesías esnobs, como todas, y ansiosas de distanciarse de la pegajosa clase media de la que surgían, importaron para siempre dos invenciones opuestas a esa tradición: el arte abstracto, hábitat en el que cuesta desenmascarar al charlatán, y el funcionalismo, una estética y arquitectura que habían nacido en circunstancias muy lejanas en Berlín y Viena empachadas por el vals y los palacios de nata de los Habsburgo, y necesitadas de dar techo barato a la mano de obra de la Revolución Industrial.
     Y la pregunta: cuál es, si existe, la coartada intelectual que se esgrime en España para que corporaciones en última instancia analfabetas en arte y arquitectura aprueben proyectos a veces discutibles (el Guggenheim, brillante caja… cada vez más vacía, como ya se profetizó), en ocasiones depredadores (el auditorio de Sainz de Oiza en Santander, el centro comercial (¡!) que ya tapona la vista de La Coruña); y alguna vez fraudulentos, como la preciosa y astronáutica Ciudad de las Ciencias y de las Artes de Valencia, de Calatrava, cuyo contenido sería una exposición de fin de curso en un instituto, y no demasiado exigente. O aquel proyecto que suena a broma de permitir a Chillida vaciar una montaña de Canarias. En serio.
     Y ello sin entrar en la moda, capítulo en el que arrasa Rafael Moneo que, desde el cubo-sombrero del Prado a los cubos-cajón de fruta que arman la embajada de España en Washington, desde la casa ilegal que en Ávila entierra una calle, tapona una plaza y molesta la vista de las murallas, al Kursaal que en la bahía de San Sebastián impone para siempre una visión megalómana pero bastante pobre del mundo, para qué nos vamos engañar, parece sugerirse en España como un nuevo periodo arquitectónico: Del románico al moneoísmo.
     Pero los cargos sin imaginación impresionados por su éxito mediático —los mismos que compraban los enormes cromos de piedra de Botero— no caen en que, en arquitectura, las modas son para siempre. Se podrían elegir otros ejemplos en el género egipcio-faraónico —la experiencia demuestra que nada hay tan peligroso como unir un cargo analfabeto con alto presupuesto y un arquitecto con hambre mediática (y codicia)—, y de incalculables daños en el terreno social: todos esos nuevos barrios soviéticos donde se almacena a los nuevos propietarios que, agradecidos de tener al fin una hipoteca para toda la vida, no se atreven a criticar ni los azulejos de las cocinas. La cuestión es: estas fechorías, ¿son realmente tan distintas de las del último franquismo, tipo Torres de Valencia en Madrid?2 ~

+ posts

Pedro Sorela es periodista.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: