Asomos a la injuria

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Los orígenes y fundamentos del derecho internacional se dan en exactamente un siglo, que va del inicio de la cátedra de Francisco de Vitoria en 1526 hasta la publicación del De iure belli ac pacis de Hugo Grocio, en 1625. La afirmación más común asegura que el derecho internacional comienza con Hugo Grocio. Los españoles dirán que,en realidad, Francisco de Vitoria es el primero; los ingleses, que Alberico Gentili. Sea: tienen razón. En todo caso, más allá del chovinismo, lo que de veras vale la pena es que, a partir de estos tres, y de un tema de reciente importancia, se puede trazar un brevísimo esbozo de algunas posiciones bélicas de las civilizaciones modernas.
     El derecho internacional comienza frente a la cuestión de la guerra y, en particular, de lo que, desde San Agustín, se llama “guerra justa”. Más específicamente, el problema de la guerra entre naciones no reside en quién ha sido víctima de un ataque. Ninguna forma del derecho ha dicho que se deba sufrir una agresión sin responder a ella. La dificultad está en hallar razones jurídicas para iniciar un ataque, o una intervención por la fuerza, y determinar cuándo y cómo es justo hacerlo. Ése es el conflicto.
     El punto de inflexión es el momento en que Vitoria introduce una variante en su glosa de Justiniano. Donde Justiniano dice “inter homnes“, cosa del derecho civil, Vitoria pone “inter gentes” — y gens es una denominación latina que nombra algo más que una familia y algo menos que un Estado. Probablemente lo hizo porque se refería a los derechos de los indios americanos y no sabía, bien a bien, si se trataba de naciones o de pueblos, porque no era lo mismo el imperio Inca que los indios caribes. La idea del “derecho de gentes” (ius gentium) encajó maravillosamente en el esquema tradicional del organicismo, es decir, aquella idea medieval del Estado como un sujeto orgánico y antropomorfo. Por ejemplo: en su Gramática, Nebrija se refiere a los hablantes de la lengua española como un solo “cuerpo de gente”. Pero si Vitoria inventa esta fórmula para referirse a cualquier sociedad posible, es porque tenía bien claro su principio jurídico básico: se trata de personas con señorío y dueños de sus tierras, de modo que no es lícito hacerles la guerra en tanto no emprendieran ellos las hostilidades. Y no hay variación alguna; en todas las Relecciones, la guerra solamente se justifica como respuesta y represalia a las agresiones de terceros.
     Impecable principio jurídico, pero para entonces ya había caído Tenochtitlan y ni las fatigas de Las Casas habían podido contener el poderío imperial. España, enorme desde antes, había adquirido un tamaño y un poder sin comparación en el mundo entero, y el derecho de gentes de Vitoria, aun cuando ejercía una fuerte influencia moral e intelectual, quedaba solamente en un deseable orden de pensamiento, una idea sin ejercicio. Vitoria es en realidad un teólogo, no un abogado, y su orden mental, como toda la escolástica tomista, se ciñe y remite a una estructura lógica deductiva que no depende de los accidentes peculiares de ningún caso específico, sino de su universalidad.
     Mientras tanto, la política entre España e Inglaterra se deterioraba a pasos agigantados. Isabel I y su gente cercana temían, con toda la razón, que Felipe II intentara vengar la deposición de María Estuardo e invadir la isla. Ambos temores se confirmaron. Sin entrar en detalles, basta decir que, de no haberse dado los ataques de Francis Drake al puerto de Cádiz (donde estaba el astillero mayor de la Armada Invencible), es muy probable que Felipe II hubiera arrasado a la flota inglesa y tomado el control de Inglaterra. En medio de tanta mala cuenta, Alberico Gentili, por intermediación de Francis Bacon, se vuelve consejero de Isabel I. Gentili era, en primer lugar, un abogado litigante, no un teólogo, y había abrevado en la filosofía baconiana. De ahí sale una diferencia fundamental: la universalidad puramente deductiva de Vitoria vale por su pura forma, por encima de los accidentes y vicisitudes; por el contrario, el empirismo en ciernes de Bacon sigue un método casuístico y muchas veces inductivo, y el pensamiento jurídico de Gentili no queda por encima de los hechos, sino que va a la zaga de los acontecimientos. Como abogado, su ámbito no es tan formal cuanto casuístico. Y, tanto para él como para Grocio, dice Gómez Robledo, no resulta “necesario que todos los Estados concurran en la formación de la costumbre internacional; basta con que lo hagan la mayor parte para que la costumbre así constituida sea obligatoria para todos“. Aquí hay un modo de normar acciones y de actuar que sería absolutamente improcedente desde la teología de Vitoria. Introducir una mayoría para validar un postulado es un recurso imposible para un tomista, que no podría entender por validez sino la formalidad lógica. Aparecía, pues, una forma empírica de conectar el mundo de iure con el de facto.
     El caso es que el derecho escolástico, sin fisuras ni accidentes, es inmejorable, pero pierde ante dos elementos: el tiempo y la acción, el acto. Es una forma óptima del derecho para un mundo que no fuera susceptible al cambio profundo en las costumbres y frente a la libido dominandi —ahí pierde. Es como el caso del reloj y la exactitud: ¿qué es más preciso, un reloj que retrasa un par de minutos o un reloj parado que, al menos, dos veces al día es exacto? El derecho que ha solido imaginar el mundo de lengua española —tanto el antiguo como el positivo— odia el interregno del juicio moral y humano, y quisiera acceder a una exactitud por encima de cualquier acto posible. Es un reloj parado. El derecho inglés, iusnaturalista y consuetudinario prefiere, por otro lado, suponerse como imperfecto, pero susceptible de reparación. Es un reloj que atrasa un poco.
     El problema del derecho internacional, que para España —entonces invulnerable— se presenta en términos de referencia moral y teológica, o hasta como ejercicio de contrición digno de emperadores culpígenos, para Inglaterra se convierte en una acuciosa pregunta: ¿qué se puede hacer para conservar la nación, la soberanía y hasta el pellejo? La respuesta práctica estaba a la mano: el ataque preventivo. Lo difícil era darle una adecuada forma jurídica. Y, si bien el De iure belli de Gentili es coherente, adecuado y con ingeniosas salidas prácticas para el ejercicio de la diplomacia y la representación jurídica en tribunales extranjeros, de pronto abunda en algunas excursiones incluso temerarias: “Es mejor precaverse antes de que algún hombre adquiera demasiado poder, que verse después obligado a poner un remedio cuando ya ha sucedido… ¿Y qué, no es nuestro actual problema evitar que un hombre llegue a tener un poder supremo y que toda Europa acabe sometida bajo el dominio de un solo hombre? A menos que exista un poder capaz de oponer resistencia a España, Europa habrá de sucumbir.”
     Abogado, decíamos, y hasta prudente por mor de su oficio, a diferencia de aquel, su amigo Francis Bacon, que le escribe en una carta: “De cualquier manera, algunos escolásticos —por otro lado, muy reverendos hombres—, más duchos con el cortaplumas que con la espada, parecen sostenerse en este punto: que toda acción de guerra debe ser, en último término, una venganza y presupone un ataque o agresión previos. Y nunca condescienden al asunto que nos ocupa, el del miedo justo, ni tienen autoridad alguna para juzgar de esta cuestión frente a todos los antecedentes temporales. Porque, ciertamente, en tanto los hombres son hombres, hijos —según dicen los poetas— de Prometeo, y no de Epimeteo, y en tanto la razón sea razón, un miedo justo será una causa justa de guerra preventiva.”
     El mundo del derecho internacional parecía un debate entre la contemplación contrita y el vuelco fáustico a la pura acción. Alguna sensatez debía haber en medio. Y, de entre ambas naciones, y del país de los negociantes, aparece un humanista cuya principal preocupación en la vida era la reconciliación de los cristianismos en pleito. Otro abogado, ducho pero contristado con su oficio. En realidad, Grocio habría querido ser poeta o historiador, pero le tocó en suerte aportar la sensatez que se requería para mediar entre la perplejidad hispana y el vértigo inglés: “Algunos autores han aventurado una doctrina que no debiera ser admitida nunca: sostienen que la ley de las naciones autoriza a una potencia a iniciar hostilidades en contra de otra, por motivo de su creciente poder. Como medida eficaz, puede adoptarse dicha medida, pero los principios de la justicia no podrán nunca ser argüidos en su favor” (De iure belli ac pacis, II, I, XVII).
     Grocio dice explícitamente, citando a Vitoria, que la única causa de guerra es la injuria recibida. Pero aquí cabe un detalle: injuria (inius, iniuria) significa algo más que el puro ataque. Al inglés pasa como injury, daño o herida, pero en otras lenguas, y en latín mismo, el rango semántico es más amplio y puede ir desde el insulto hasta el ataque. El sentido primordial que le dio Vitoria y recoge Grocio es el de la violación de un derecho, es decir, la comisión de una injusticia. Y este matiz pequeño resulta crucial. Vitoria es tajante: sólo el ataque recibido; Grocio lleva las cosas a un límite todavía aceptable: la inminencia del ataque basta para justificar una respuesta, pero insiste en que “el peligro ha de ser inminente, por necesidad” y añade, en respuesta directa a Gentili: “se equivocan, y llevan a otros al error, quienes sostienen que cualquier grado de temor o miedo es justificación suficiente para matar a alguien, queriendo prevenir sus supuestas intenciones…” (II, I, V)
     Y éste es aún el límite jurídico de la acción guerrera. Suficiente para la razón, suficiente para la acción. La civilización de lengua española es culpígena, e históricamente tiene un conflicto entre la norma y el acto; por el contrario, un inglés podría decir que los ataques preventivos de Drake o de Raleigh pudieron ser parte de una guerra injusta, pero que gracias a ellos se mantuvo el reinado de Isabel I y, en última instancia, la existencia de Inglaterra. No se trata de sostener que el fin justifica los medios, sino de la defensa, de facto, del primero de todos los derechos postulados por Grocio: la defensa propia. Ya después, si se requiere, las querellas se dirimen en Holanda. ~

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(ciudad de México, 1962) es poeta y ensayista.


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