La astrología ha desempeñado un papel importante en la historia de la Birmania clásica, la anterior a la conquista inglesa, y su presencia sigue viva en la triste era de la independencia. El fundador de la dictadura, el general Ne Win, budista de ritual y adepto a la magia, veía en el número 9 el signo de su buena suerte y llegó a cambiar la numeración decimal de los billetes por la basada en el nueve y en sus múltiplos. Ningún síntoma más claro de su persistencia en el poder desde la sombra, tras dimitir en 1988, que la mutación adoptada por la Junta Militar (de SLORC en SPDC, las palabras no cuentan), en 1999 y con el propósito de cumplir “los nueve deseos de las masas”. Y como deseaba logró morir una vez superados los 90 años. Su sucesor Than Shwe, otro constructor de pagodas y martillo de opositores, tiene por número mágico el 11, y por eso ordenó el traslado a la nueva capital, “la Ciudad de los Reyes”, el 11 de noviembre de 2006, a las 11 de la mañana, con 11 ministerios y 1,100 camiones. Desde la sublevación popular aplastada de 1988, iniciada el 8 de agosto a las 8 de la mañana, no ha de extrañar que el número maldito sea el 8. Como sucede en otros países del sudeste asiático, la oficialidad del budismo es una cortina tras la cual se esconden el culto a los espíritus (nats) y una concepción mágica de la existencia.
Tener en cuenta esto resulta necesario para entender el tipo de campaña de desprestigio llevada a cabo desde muy pronto contra la líder democrática Suu Kyi, presentada como la causante de todos los males del país. Los opositores (“destruccionistas”) siguen a sus brujos extranjeros –alusión a la prolongada residencia de Suu Kyi fuera del país– como fantasmas que escuchan las parittas (fórmulas mágicas). De modo más explícito, el diario oficial La Nueva Luz de Myanmar, el 9 de enero de 1999, daba cuenta de “los deseos de las masas”: “Deportar a Suu Kyi, la ogresa que conserva la forma humana, después del caos de los cuatro ochos, para que no pueda devorar la sangre y la carne del pueblo.”
La invocación de la religiosidad tradicional tiene, sin embargo, otra cara. Su protagonista son los nats, espíritus protectores que reciben precisamente su condición benévola de haber experimentado el sufrimiento y la muerte violenta. Tal condición encaja perfectamente con la figura de Suu Kyi, sometida por más de dos décadas a una persecución incesante e hija del artífice de la independencia del país, Aung San, asesinado por la mafia política en 1947. Con razón Suu Kyi asume de entrada la condición de depositaria del legado de su padre, hasta el punto de anteponer el nombre de este al suyo: Aung San Suu Kyi.
La vocación de resistencia del padre, primero ante los colonizadores británicos, luego ante las fuerzas de ocupación japonesas (no sin colaborar antes con ellas), en nombre de la independencia birmana, tendría su continuidad en el pulso mantenido de la hija, por encima de todos los golpes recibidos, ante el nuevo ocupante del país, el ejército golpista. Su figura adquirió una nueva dimensión cuando en el curso de una gira de propaganda por el Irrawaddy en 1989 siguió caminando al frente de sus seguidores, con las tropas a punto de hacer fuego sobre ellos. “Lo que corrompe –advirtió– no es el poder sino el miedo.”
Los orígenes contradictorios del ejército birmano, el de Ne Win, pero también de Aung San, explican en buena parte su forma de actuación una vez alcanzado el poder gracias al golpe de Estado de 1962. Terminó la guerra mundial junto a los Aliados, pero antes había aceptado la colaboración con Japón, e incluso su organización había tenido lugar bajo la cobertura del militarismo nipón. Las profesiones de fe iniciales de Aung San, profascistas, fueron rectificadas. No así la concepción de la disciplina, la implacabilidad y la legitimación de la violencia a ultranza contra el enemigo, en una palabra la disociación de todo elemento democrático, que la cúpula birmana formada por Tokio en torno a Ne Win conservará hasta hoy. A fines de los cincuenta, la crisis del sistema político abrió la puerta para que ese militarismo se apropiara del Estado con el tatmadaw (Ejército) como casta dominante dispuesta a aplastar las demandas de la sociedad civil.
Pero estas no se han apagado a pesar de una prolongada represión. Las grandes movilizaciones de 1988, la victoria concluyente de la Liga Nacional para la Democracia (NLD) en las elecciones de 1990 y las nuevas movilizaciones de 2007 muestran la persistencia de esa dualidad democracia vs. pretorianismo, asentada en la conciencia generalizada de que los privilegios y la mala gestión de los militares esquilman al país.
Este cuadro general explica por qué una universitaria que había vivido toda su vida fuera de Birmania y que disfrutaba de una envidiable posición profesional y afectiva en Oxford dio el paso de comprometerse a fondo en la política birmana. El azar la llevó a desplazarse a Rangún en el verano de 1988 para atender a su madre enferma, si bien la idea de entregarse a la causa de la libertad birmana era anterior. El 23 de julio de ese año dimite Ne Win. El 29 de agosto pronuncia Suu Kyi su primer gran discurso ante miles de personas reunidas en el centro religioso del país, la Pagoda Shwedagon en Rangún, y el tema central fue la exigencia del respeto a los derechos humanos. Se iniciaba “la segunda lucha por la independencia”. En septiembre la constitución de la Junta Militar (SLORC) tuvo como respuesta la fundación por Suu Kyi del partido de oposición democrática (NLD), donde a su lado figuraban antiguos jefes militares, incluso antiguos golpistas. Los términos de la confrontación política quedaban fijados para tres décadas. El 27 de mayo de 1990 la NLD obtuvo el 80% de los escaños en las elecciones, ignoradas por el SLORC. El 20 de julio de 1989 Suu Kyi fue sometida a arresto domiciliario, sólo suspendido en 1995, siguiendo una oscilación entre pasajeras liberaciones temporales y nuevas reclusiones hasta la actualidad (quince años sobre veinte). Con el objeto de que no pueda participar en las elecciones anunciadas por la Junta para este año, cumple ahora una detención de 18 meses en su villa junto al lago en Rangún, acordonada y sin posibilidad de acceso, como pude en su día comprobar personalmente, incluso durante los periodos de libertad. Ni siquiera pudo ver por última vez a su marido cuando este en 1999 padecía un cáncer terminal en Oxford.
El concepto clave de Suu Kyi es el de compasión activa o metta, según la cual los seres humanos “intentamos alcanzar la iluminación y utilizar la sabiduría adquirida para servir a los demás, con el fin de que también ellos puedan ser liberados del sufrimiento; no todos podemos ser budas, pero siento la capacidad de hacer todo lo que puedo para alcanzar un cierto grado de iluminación y emplearlo en aliviar el sufrimiento de los demás”. Dicho de otro modo, se trata de una aproximación a la figura del bodisatva, que en el camino hacia la iluminación se detiene para entregarse por entero al ejercicio de la compasión hacia sus semejantes. Una vez asumida esa responsabilidad, sostenerla se coloca por encima de todo dolor y de todo sentimiento privado. Cuando en julio de 1989 es detenida, se declara en huelga de hambre, pero no como protesta por su situación personal, sino para conseguir la liberación de sus jóvenes correligionarios detenidos y tal vez torturados. Desde ese supuesto, la prisión es asumida como algo normal, que debe dejar intactas las convicciones, incluso el buen humor, del perseguido.
El campo de aplicación de metta no se limita a sus seguidores o al conjunto del pueblo de Birmania, sino que comprende a los miembros de la Junta Militar, a quienes ofrece una reconciliación basada en el pleno restablecimiento de la democracia. “Nunca he aprendido a odiar a mis carceleros”, explica.
Suu Kyi opta sin reservas por la no violencia para ella y su partido. No condena, sin embargo, a quienes sigan “la justa vía” si se cierra toda posibilidad. En el estado presente la Birmania dual se caracteriza, a su juicio, por la separación total entre los privilegiados y los no privilegiados, entre el pueblo y el ejército. La solución es una democracia donde los derechos del individuo sean respetados y se cumplan las condiciones que en el pensamiento budista hacen del gobernante, el mahasammata, el ejecutor del contrato social que salva a la sociedad del caos, dentro del respeto de la ley. Pero la clave del proceso para llegar a ese fin es “la fuerza interior, la firmeza espiritual que procede de la convicción de que tu acción es justa, aun cuando no obtengas un beneficio concreto inmediato”. Y de aquí debe surgir el karma entendido como acción creativa, en este caso como presión sostenida frente al régimen militar, para lo cual Suu Kyi espera contar con el apoyo del pueblo que “no seguirá indefinidamente aceptando la injusticia”. Partida desigual de una mujer contra un poder militar dispuesto a todo para mantenerse. ~
Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).