Las protestas callejeras que sacudieron a decenas de ciudades de Brasil durante el mes de junio tomaron desprevenida a la clase política y suscitaron diversas interrogantes sobre el rumbo futuro de un país aclamado hasta hace poco por sus logros económicos y por los avances registrados en la reducción de la pobreza extrema bajo los gobiernos de centro izquierda de Luis Inácio da Silva (“Lula”) y Dilma Rousseff. La rapidez con que una simple protesta en contra del aumento de las tarifas del transporte público en la ciudad de Sao Paulo derivó en un movimiento más generalizado de cuestionamiento del actual estado de cosas causó preocupación en los pasillos del poder en Brasilia y sirvió para recordar que no todo es “miel sobre hojuelas” en el país del futbol.
Las protestas urbanas han alterado el clima político a un año de la justa mundialista y de las elecciones presidenciales. Brasil –aseveran sus jóvenes– es algo más que la imagen frívola del país promovida tan asiduamente por políticos autocomplacientes y sus aliados en los medios. “Estadios de primer mundo, escuelas y hospitales de tercer mundo” rezó una pancarta en una de las manifestaciones paulistas, en clara alusión a los preparativos para la Copa del Mundo de 2014, cuyo costo superará los 13 mil millones de dólares, según estimaciones del gobierno de Rousseff. Para poner las cosas en perspectiva, el presupuesto asignado en 2013 a Bolsa Familia, el más visible de los programas sociales de las presidencias de “Lula” y Rousseff, asciende a 12.5 mil millones de dólares.
Las fuentes de indignación de quienes marcharon por las calles de Brasil tienen que ver con una amplia gama de temas: la pésima calidad de los servicios públicos (educación, salud), las fuertes sumas invertidas en la remodelación o construcción de los estadios de futbol, el alarmante aumento en el costo de vida, las elevadas tasas impositivas, la corrupción política, la violencia policial en los barrios pobres, la abierta venta de drogas en las grandes ciudades, la inseguridad, un sistema de justicia ineficaz y la percepción de que los gobernantes no escuchan ni atienden los reclamos de los gobernados. Sin embargo, casi todos esos asuntos han sido motivo de queja durante mucho tiempo. ¿Por qué ahora los ciudadanos han decidido movilizarse a gran escala para exigir soluciones a sus problemas?
La celebración de la Copa Confederaciones (del 15 al 30 de junio) supuestamente iba a servir de escaparate para la futura cita mundialista; empero, la generación de las redes sociales (según un sondeo del diario Folha de Sao Paulo, 53% de los manifestantes paulistas tiene menos de 25 años de edad, 71% reconoció que es la primera vez que participa en una protesta, 81% se informó de las marchas por Facebook, 77% cursó estudios superiores y 84% afirma no pertenecer a ningún partido político) opinó lo contrario. Los ojos del mundo estaban puestos sobre Brasil y los jóvenes no iban a desaprovechar la oportunidad para alzar la voz a favor del cambio y en contra de la injusticia.
No deja de ser una paradoja que las protestas ocurren cuando el país nunca había estado mejor. En la pasada década, 30 millones de brasileños ingresaron a las filas de la clase media y el programa de Bolsa Familia permitió a los padres de escasos recursos mantener a sus hijos en las escuelas para que pudieran aspirar a una vida menos desventajosa. Las nuevas generaciones no han padecido la hiperinflación que hubo hace 20 años, cuando la gente vivía al día y era imposible hacer planes para el futuro. A diferencia de Europa, la tasa de desempleo está en un nivel moderado (5.8%). Ciertamente, hay inquietud por el repunte de la inflación (6.7%) y por la expectativa de bajo crecimiento de la economía (2.7%) tras un periodo de vigorosa expansión.
El gobierno de Rousseff pretende destinar mayores recursos al transporte público, la salud y la educación y propone convocar a un plebiscito para realizar una reforma política. Los manifestantes no tienen líderes, estructura organizativa o agenda concreta. Piden la luna y las estrellas pero ningún gobierno puede resolver los problemas ancestrales del país de la noche a la mañana. En cierta medida, las protestas sintetizan las crecientes expectativas de una clase media que no está conforme con los deficientes servicios públicos y exige una democracia de calidad. Las protestas son un balde de agua fría para la clase política y también para Rousseff. Según la más reciente encuesta de Datafolha, el nivel de aprobación de Rousseff bajó de 57% a principios de junio a 30% la semana pasada, el peor desplome de un mandatario desde el retorno de la democracia en 1985.
(Niteroi, Brasil, 1955), historiador con estudios de posgrado en la Universidad de Cambridge