Breve historia de la ineficacia suicida

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En el año 98 le pregunté a María Kodama si era verdad que Borges había intentado suicidarse en la bañera de un hotel en Ginebra. La pregunta fue una impertinencia, lo sé, y la Kodama se enojó mucho. Me dijo que ésas eran mentiras de María Esther Vázquez, cuyo único proyecto en la vida era satanizarla. Efectivamente la anécdota puede leerse en la biografía de Vázquez, Borges. Esplendor y derrota. Según el relato de Vázquez, Borges llenó la bañera con agua hirviendo, con la intención de sumergirse y morir quemado. Ante la imposibilidad de zambullirse, primero metió un pie, para luego continuar con el resto del cuerpo. Pero al sentir la intensa quemadura en el talón, instintivamente abandonó la empresa y abrió el desagüe. Su proyecto de suicidio había terminado. Nunca me creí este episodio extravagante y ridículo, pero eso es lo de menos. Cierto o falso, encabeza por derecho propio esta breve historia de suicidios ineficaces. Y es que existen tantos métodos inoperantes como suicidas incompetentes hay. Veamos.

El hecho lo refiere Philippe Suopault. Se trata de aquel personaje de la tradición surrealista que intentó quitarse la vida con un ventilador de techo. El tipo puso en marcha el ventilador de un ruinoso hotel de Besançon y se subió a la cama para decapitarse con las aspas en movimiento. Como se trataba de un viejo hotel con techos de doble altura, el suicida apenas alcanzaba y las aspas sólo llegaron a despeinarlo. En un último intento desesperado, dio un salto y el aparato produjo un rasguño en su cuero cabelludo que devino en un intenso sangrado. Las sábanas salpicadas con su propia sangre le causaron violentas náuseas y lo obligaron a ir al baño a toda prisa. Allí, viéndose al espejo, se largó a llorar. Soupault concluye –irónicamente, sospecho– que esta acción le sirvió al suicida para sentirse más vivo que nunca.

Los baños contienen grandes historias suicidas, pero los garajes no se quedan atrás. El cine americano es pródigo en garajes y motores encendidos y dramáticos sofocos. En Sabrina, de Billy Wilder, Audrey Hepburn (Sabrina), triste y desconsolada por el desamor de un millonario mujeriego, se mete en el garaje de la mansión donde trabaja e intenta matarse aspirando el monóxido de carbono de un Cadillac encendido. Humphrey Bogart (David), hermano del millonario mujeriego, se da cuenta del proyecto suicida de Sabrina y la salva de una muerte que sólo los inventores de las autopistas y del motor a combustión pudieron imaginar. ¿Existe recurso más sucio y poco glamoroso que inhalar el humo de un tubo de escape? Sólo gente como John Kennedy Toole muere de forma tan necia.

En la presentación de su novela Abril rojo acá en Buenos Aires, le escuché decir a Santiago Roncagliolo que los seres humanos éramos o cobardes o psicópatas, y que todos oscilábamos entre uno y otro extremo de acuerdo a las circunstancias y al estado de ánimo. Me gustó la arbitrariedad de su teoría, y entonces pensé. Primero, los suicidas de verdad oscilan hacia el lado de los psicópatas, aunque en realidad siempre terminan hacia el lado de los imprudentes, pues si de algo carece el suicida es de prudencia. Segundo, los tiernos suicidas que no logran su objetivo, si bien se acercan a la cobardía, huyen de ella de manera desesperada y, como sabemos, todo acto desesperado tiende al equívoco. Al haber tantas y diversas formas de abandonar este mundo, el suicida ineficaz se confunde, se vuelve un lío. La disyuntiva entre el disparo, la estricnina o la defenestración lo trastorna.

Enrique Vila Matas, experto en suicidios ajenos y ejemplares, pone en boca de Paul Morand esta reflexión: “Si uno desea quitarse la vida debe hacerlo con prontitud, es decir, cuando es todavía niño; hacerlo más tarde es ligeramente ridículo, pues no se puede seguir siendo tímido cuando ya se tiene más de siete años”. Y es que la timidez tiene que ver con todo esto. Es cierto que el suicido es el acto de mayor extraversión del tímido, pero también es cierto que los tímidos de verdad son consecuentes consigo mismos, y si no sabemos nada de ellos mientras viven, mucho menos sabremos cuando mueren. Algo tan teatral como quitarse la vida no es para tímidos. Un personaje de una novela, no sé si de Himes o de Chandler, quería suicidarse en el interior de un ascensor averiado. El tipo sufría una timidez patológica y recorría viejos edificios del este de Nueva York en busca de un ascensor donde morir en la más completa soledad. Se subía a los ascensores con la esperanza de que alguno se detuviera a medio camino, o se precipitara al vacío. Por supuesto, los ascensores que encontraba estaban completamente averiados, y el hombre apenas lograba abrir la puerta y quedarse en el interior de una cabina inmóvil. Esto cuando no aparecía alguien y le decía: “señor, el ascensor no funciona”, cosa que le producía una vergüenza aterradora.

El mismo Vila Matas cuenta cómo el músico norteamericano Robert Johnson se mató con el asa de una tetera de plata barroca. La historia real dice que Johnson se mató después de beber whisky envenenado, pero eso no importa. Según el relato de Vila Matas, Johnson pulió el asa de la tetera y le sacó intenso brillo antes de propinarse el fatal golpe. Si nos vamos a matar con un objeto, que sea bello y brillante. Esto me recuerda aquel escritor venezolano (la anécdota es de Alfredo Silva Estrada) que en un momento de arrepentimiento o amargura o sensatez, o una mezcla de las tres cosas juntas, quiso matarse con su estilográfica, utilizándola como puñal. Una estilográfica hermosa pero inútil. Al no tener éxito con este procedimiento, fue a un aserradero y se cercenó la mano, la mano con la que escribía, bajo el pretexto de que en el Imperio Romano les cortaban la mano a los suicidas, y con esto pensó que, si bien no había logrado suicidarse, por lo menos iba a parecerlo.

Uno que quiso suicidarse pero le dio miedo de que lo mataran, fue aquel personaje de la novela Los suicidas de Antonio Di Benedetto. El individuo se había subido a lo alto de un letrero monumental y amenazaba con arrojarse al vacío. En medio de su desesperación, se tambaleaba, perdía equilibrio. Los peatones, el quiosquero, los taxistas seguían desde la acera el fatal desenlace. Más tarde llegó la policía. No los bomberos, sino la policía. Entonces un agente trepó al letrero hasta tener al suicida a su alcance, y le apuntó con su arma reglamentaria. Lo intimó a deponer su actitud, o de lo contrario –así dijo– se vería obligado a dispararle. El suicida, ante la posibilidad de ser liquidado por el policía, prefirió bajarse del letrero e intentar el salto mortal en otro momento.

Postergar el instante de la voluntad decisiva es tan humano como hacer el ridículo. Y burlarse de uno mismo es un antídoto contra esto. Chesterton se burló –como solía hacer con todo o casi todo– de la posibilidad de su propio suicidio. Su famoso poema “Balada del suicidio” es una de las mejores piezas de la humorística católica. Acá va su primera estrofa:

El patíbulo en mi jardín, dice la gente

Nuevo, pulcro y con la altura

adecuada

Ato la cuerda con el nudo

consabido

Como quien ata una corbata a una pelota

Pero justo cuando todos los vecinos –desde la pared–

Esbozan un largo suspiro y gritan ¡hurra!

Soy presa de un extraño capricho… Después de todo

Pienso que hoy no me ahorcaré.

Uno de los grupos suicidas más famosos del siglo XX tiene algo que decirnos en esta historia. Hablo de Hitler y los mandos del Tercer Reich metidos en el búnker de la Cancillería, en abril de 1945. En su libro Nazis en el sur, el investigador Carlos De Nápoli arroja información valiosa sobre esto. Por ejemplo, la carta de Magda Goebbels dirigida a su hijo mayor Harald. Allí Magda le comunica a su hijo la decisión de morir en el búnker al lado de su marido y del Führer, y también en compañía de sus pequeñas hijas. Magda escribe: “la vida que se avecina no es digna de que ellas [sus hijitas] la vivan y un Dios bondadoso ha de comprender que yo misma las libere”. Es decir, las obliga a suicidarse. Pero la historia no es tan sencilla. O por lo menos no lo es para De Nápoli. Antes de casarse con Joseph Goebbels, Magda había estado casada con el industrial Gunther Quant, quien hizo negocios multimillonarios con el gobierno de Hitler. BMW, baterías Varta, y el grupo farmacéutico Altana, son ejemplo de esto. Hoy en día este holding de más de treinta mil millones de euros lo preside un misterioso grupo de mujeres que no se dejan ver en público ni fotografiar. De Nápoli sospecha que estas mujeres son las hijas de Magda: “Los niños habían salido de la Cancillería, sacados por su niñera, el 1 de mayo de 1945”, declaró Erich Kempa, el famoso chofer de Hitler. Así las cosas, las misteriosas y multimillonarias mujeres serían las sobrevivientes de un suicidio jamás cometido. De ser cierto todo esto, estaríamos en presencia del caso de suicido ineficaz y fingido más lucrativo de la historia.

Pero pocas veces los suicidas suelen ser tan originales y mucho menos tan lucrativos. Volvamos a Borges, quien soñó su propio suicidio bajo circunstancias –como deben ser– convencionales. Ni bañera, ni agua caliente: la habitación de un hotel y un frasco de pastillas vacío. Se trata del cuento “25 de agosto, 1983”, donde Borges sueña que entra a un hotel al que momentos antes ha entrado un hombre idéntico a él. Por supuesto se dirige a la misma habitación donde el otro Borges está alojado, y ambos tienen una charla muy amena. Borges, el primero, está sobre la cama esperando que las pastillas surtan efecto. El otro, el que sueña, observa su propio cuerpo en la recta final. Un hombre que sueña consigo mismo, un sueño que se sueña, cosas de Borges. Lo cierto es que esta duplicidad, este hombre que se ve a sí mismo, es una manera de entender a los desesperados fingidos, o los suicidas ineficaces, como he querido llamarlos acá. Siempre hay dos: un psicópata y un cobarde. Uno que hace saltar todo en mil pedazos y otro que se arroja al vacío… pero con paracaídas. En ambos casos sobra la desdicha, y nunca debe faltar la vocación. ~

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