Como diría el viejo Perogrullo: la juventud es muy joven. Surgió hace menos de 200 años, cuando el incipiente movimiento obrero arrancó a sus hijos de las garras de los patrones y les apuntaló unas horas al día para su educación y una pizca de tiempo libre. Desde entonces, la juventud ha estado en constante expansión a lo largo de varios ejes, entre los que destacan el género, la clase social y el número de años que constituyen esta etapa de la vida. Recordemos que hasta las primeras décadas del siglo pasado tan solo los varones eran jóvenes; las mujeres pasaban directamente de la infancia a la madurez una vez completados los vertiginosos cambios físicos de la pubertad. Así, por ejemplo, el romanticismo decimonónico nos legó las entrañables imágenes de varios pulcros y embigotados jovenazos cortejando a sus primas de 13 años, como Edgar Allan Poe, o rompiendo corazones quinceañeros, como José Martí y su Niña de Guatemala.
La juventud no es otra cosa que una forma de des-biologización de los seres humanos a través de la desvinculación entre la madurez fisiológica y la autosuficiencia. Ningún animal es joven: los grandes carnívoros mamíferos transitan abruptamente entre los juegos infantiles que los entrenan para la caza a la necesidad de cazar por sí mismos para no morirse de hambre. De igual forma, las hijas de los campesinos y de los primeros obreros jugaban un día a las muñecas y al siguiente era un bebé de carne y hueso lo que tenían entre los brazos. En la actualidad, sociedades enteras se organizan todavía bajo el principio del tránsito casi instantáneo entre niñez y edad adulta, debido a la extrema pobreza que obliga a los menores a hacerse cargo de sí mismos y de sus familias. La juventud, por definición, es la protección de una parte de la población de la urgente necesidad de la autosuficiencia. Allí donde los púberes, hombres y mujeres, no están exentos de ganarse la vida por sí mismos, no hay juventud.
Aunque el germen de la juventud estuvo latente desde los tiempos antiguos, con la Academia y otros centros de formación para los varones que alcanzaban la pubertad, fue la clase trabajadora, a punta de huelgas y movilizaciones para limitar la jornada de trabajo y el empleo infantil, la que empezó a democratizar la juventud haciéndola accesible para los niños desprovistos de los privilegios conferidos por la fortuna o la noble cuna. La reacción de la burguesía y el Estado a esta proliferación de plusvalía juvenil fue brutal; consistió en inmolar a los recientemente creados “jóvenes” en las guerras imperialistas. Los despachos de John Reed desde el frente oriental en la I Guerra Mundial, por ejemplo, ofrecen una devastadora descripción de este holocausto juvenil que no dejó de ser política de Estado en el mundo occidental hasta la Guerra de Vietnam.
Una vez que la juventud cobró consciencia de sí misma se movilizó primero para detener el genocidio en su contra, a través del rechazo a la conscripción, y luego para consolidar su espacio en la sociedad con demandas como la cobertura educativa universal. Fueron jóvenes los que pugnaron por una política educativa nacional en México, y jóvenes fueron también los que mantuvieron la gratuidad de la educación superior. En ambos casos, lo que estaba en juego era la creación y permanencia de un entramado institucional que permite la existencia de la juventud en nuestro país.
Al institucionalizar a la juventud las sociedades se dieron a sí mismas el motor de cambio más eficaz. La juventud, en tanto liberada de las necesidades económicas más inmediatas (no tiene dependientes económicos ni tiene la urgencia de reproducirse como fuerza de trabajo –literalmente: sobrevivir y trabajar al día siguiente-), funciona como una aristocracia en el sentido aristotélico, los cuadros partidistas de Lenin o la intelectualidad contra-hegemónica de Gramsci: educada y con una visión del bien común, está en una inmejorable posición para desatar la crítica del status quo. He aquí una de las confusiones más comunes en la izquierda: no son los jóvenes más pauperizados y marginados (una contradicción en términos bajo esta línea argumentativa, pero útil para ilustrar la crítica que aquí se presenta) los más proclives, estructuralmente hablando, a la revuelta contra el régimen de acumulación y su representación política; son precisamente los jóvenes, aquellas personas suspendidas por encima de las vicisitudes cotidianas de las relaciones de producción (aunque no exentas de sus efectos a largo plazo), los que detonan los grandes momentos de cambio social.
Es en este sentido que se entiende la relación dialéctica entre la sociedad y su juventud. El éxito de la sociedad en crear, mantener y expandir las condiciones para el florecimiento de la juventud solo se manifiesta a cabalidad cuando esa juventud se torna a criticar despiadadamente a la sociedad que la produjo. Fue así con la generación de los años 60 en los Estados Unidos, Francia, México, entre otros países, y así parece ser ahora con las grandes manifestaciones juveniles en países como Brasil, donde según el sentido común izquierdista no debían haber ocurrido, dados los grandes avances del gobierno en el combate a la pobreza y la desigualdad social.
Ahora bien, esa misma exención económica de la juventud que la impulsa a combatir el status quo, también le opaca la visión de los excesos de su pasión transformadora. No es casual que el movimiento obrero organizado, por lo general, se haya mantenido a la expectativa frente a las grandes oleadas de movilización juvenil. Muchas veces, algunos arreglos institucionales que están en el blanco de la indignación, como la Bolsa Família para los jóvenes brasileños, las ordenanzas sobre salario mínimo en Nueva York para los Occupy Wall Street, y la tímida apertura de los medios para los jóvenes del #YoSoy132 en México, son producto de procesos de cambio que no por ser discretos son menos arduos para los que los han impulsado pacientemente durante años.
Echarse acríticamente en brazos de los jóvenes movilizados para ganar el aplauso fácil es una tentación demagógica que pocos comentaristas de izquierda resisten. Asimismo, la condena a la “ingratitud juvenil”, por criticar y no reconocer las políticas en su beneficio, tiene un tufo reaccionario, provenga de la derecha o de la izquierda. En medio puede plantearse una especie de interpelación creativa frente a los jóvenes en armas, figurativamente hablando, como parece haberlo descubierto Dilma Rousseff en Brasil. Un constante estira y afloja que les dé espacio a los jóvenes para hacerse cargo tanto de varios de los cambios que exigen como de la prevención y mitigación de sus posibles consecuencias negativas.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.