Camino del fuego

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La educación, como la democracia, es algo que parece no tener arreglo, como sucede con todo lo que de verdad es humano. A veces tengo dudas sobre qué es el liberalismo, y reconozco que nunca me ha interesado mucho la ciencia de la pedagogía, lo que no quita para que, en términos generales, me considere alguien liberal, y, en términos prácticos, me dedique a la enseñanza. La educación, como sucede con la democracia, exige un perpetuo reajuste, según unos términos sobre los que me propongo aquí pensar un poco en voz alta. Este reajuste sería un ir de “error en error”, según una expresión que utilizó Saint-Exupéry en su Carta a un rehén, y que encaja muy bien con el liberalismo de Karl Popper y su modelo de sociedad abierta: las utopías son proyectos de sociedades cerradas, mientras que las democracias son antiutópicas… Saint-Exupéry, que unas páginas antes ha contado cómo el hecho de vestir corbata a punto estuvo de costarle la vida cuando fue descubierto por unos anarquistas españoles, escribe: “¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre!… Si el respeto por el hombre se funda en el corazón de los hombres, los hombres acabarán por fundar, a cambio, el sistema social, político o económico que consagrará ese respeto. Una civilización se funda primero en la sustancia. Empieza siendo en el hombre deseo ciego de cierto calor. Después el hombre, de error en error, encuentra el camino que conduce al fuego.”

Podríamos partir de la idea, por tanto, de que hay que confiar en las personas, a diferencia de lo que sucede en los planteamientos totalitarios. El deseo de justicia emerge de cada hombre, y tendrá reflejo en sus instituciones. Las personas, por sí mismas, pueden ser capaces de crear obras bellas, respetar mutuamente sus ideas y poner freno a los abusos. El pensamiento totalitario parte, por el contrario, del principio de que la población, dejada a su libre arbitrio y comercio, inevitablemente da lugar a injusticias que cada vez se han de volver más insostenibles, hasta que sea precisa la intervención de un elemento impuesto y exterior, un proyecto ideológico que ha de llevar a cabo en exclusiva el Estado. Según esto, el hombre, por sí solo, tendría a reproducir el mal y a apartarse de la verdad. El Estado, y su sistema educativo, serían la fuente del bien. Y para ello, por tanto, los profesores deberían estar sometidos a una vigilancia por la que los ideólogos del Estado se asegurasen de que están siendo fieles al proyecto que se pretende alcanzar. El profesor, según esto, dejaría de ser un mediador del saber para convertirse en un supuesto instrumento corrector del mal, y en mediador, consciente o no, de ideología. El profesor que pretenda transmitir saber, o amor al saber, un saber por saber, pasa a ser visto como alguien reaccionario, porque su tarea primera, bajo esta nueva perspectiva, es corregir la injusticia social. Y puesto que nada suele ser más desigual que el saber, y que las capacidades y disposiciones para aprender, la enseñanza, entendida como un sistema de compensación, se vuelve en sí ya algo conflictivo. La pedagogía y los recursos tienden a centrarse en los alumnos más problemáticos, lo cual es comprensible, siempre y cuando se atienda correctamente a los alumnos que muestran una buena disposición hacia el saber, permitiéndoles que lleguen hasta allí donde sean capaces. Y aquí me viene a la cabeza una anécdota que el poeta Ángel Guinda le contó al escritor Félix Romeo. A Guinda, que estaba haciendo una campaña política en Aragón por un partido de izquierdas, le reprocharon en un pueblo que acudiese en un coche deportivo, a lo que respondió: “Quiero la riqueza para todos, no la pobreza para todos.”

El Estado, de entrada, se ha de asegurar de que se cumplan los derechos básicos, como es el de educación, lo cual no significa que sea él quien haya de impartirlo en términos de exclusividad. Es deber del Estado, como ha explicado bien el liberalismo matizado de John Rawls, velar por que tienda a haber una igualdad de oportunidades entre los ciudadanos, porque lo contrario sería injusto. Ha de haber ayudas y compensaciones, porque no existe, ni ha existido en un pasado, un punto de partida de justicia completa. O, dicho de otro modo, el capitalismo estricto, basado en el derecho natural de propiedad y libre intercambio, no deja de ser también un modo de utopía, aunque sea una utopía que se proyecta hacia el pasado: la idea de que las desigualdades estarían justificadas porque partimos de un punto primigenio de condiciones de igualdad, cuando lo cierto es que no hace falta rastrear mucho para descubrir que no siempre las riquezas proceden de unas condiciones de legitimidad óptima, por así decirlo. De modo que, si realmente somos antiutópicos, parecemos condenados a dar lugar a formas mixtas de gobierno. Y, en lo que toca a la educación, habría que pensar que la labor del Estado no tiene por qué ser, insisto, la de impartirla, sino el velar por que los derechos se cumplan, según el principio de que el Estado ha de llegar ahí donde no llega la sociedad civil. Ha de vigilar, por ejemplo, para que no se formen barrios de marginación y pobreza, o para que nadie quede excluido por nacimiento de las esferas más altas de la sociedad. Tiene, ciertamente, un elemento “corrector” que llevar a cabo, pero esta corrección no va contra la sociedad, sino que se suma a ella. Por eso la enseñanza privada, o en régimen de concierto económico, no debería verse en principio como una “deslealtad”, o fruto del egoísmo y de la insolidaridad de los padres –como es percibida en muchos ámbitos de la sociedad española, y supongo que en otros países– sino como algo normal y deseable. El problema, y vuelvo aquí a nuestro país, es que el debate sobre la educación concertada se mezcla con el de la educación religiosa, al ser esta clase de centros mayoritario. Y sí, ciertamente, no parece algo conveniente que colegios vinculados a una confesión religiosa reciban dinero público, siendo el Estado laico. Pero, aunque esta es una cuestión que puede encender los ánimos religiosos o antirreligiosos en una discusión, no debería enturbiar la idea central de que el Estado no tiene por qué tener el monopolio de la educación.

En mi opinión, es preferible que la religión no esté en los colegios a que esté. Me parece que la educación religiosa impide hablar sobre las cosas de verdad, con respeto, y acaba haciendo que los asuntos serios sean tratados con una media sonrisa, con inmadurez. Esto da lugar o bien a cierto cinismo social, o bien al reclamo de un “respeto” específico de la conciencia religiosa que, en términos de convivencia civil, debería considerarse improcedente. Lo que a muchos nos gustaría realmente es que hubiese una buena educación laica en nuestro país, sea pública, privada o de régimen mixto, y que diese suficientes garantías a los padres. Tony Judt explicó con detalle en su libro El refugio de la memoria cómo, en una época en que las universidades estaban cerradas a personas de su procedencia social, pudo acceder a los mejores campus del mundo gracias al sistema de educación pública y selectiva de la Gran Bretaña de los años cincuenta. Y ha denunciado cómo el fin de ese criterio meritocrático en la educación pública, por un nuevo criterio igualitarista, dio lugar a un insólito renacer de la educación privada en su país. Supongo que la cuestión está en alcanzar en este punto un equilibrio.

Fernando Savater ha hecho una valiosa pedagogía sobre el falso dilema ante el que los alumnos españoles han tenido que optar durante nuestra democracia: o la asignatura de religión o la de ética. Esta falacia perversa se proyecta también entre nosotros cuando, desde un falso liberalismo, que no es más que conservadurismo con rasgos integristas, se pretende hacer de la filosofía una materia optativa. Es la otra cara del totalitarismo descrito al inicio, la desconfianza compartida hacia el “saber primero”, un saber por saber, exigente y desinteresado, que es el que nos hace humanos. ~

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(Huesca, 1968) es escritor. Su libro más reciente es La flecha en el aire. Diario de la clase de filosofía (Debate, 2011).


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