Cuando era un niño el verano comenzaba a mediados de junio y finalizaba el 2 de septiembre, casi siempre una mañana lluviosa que inauguraba el inicio de un nuevo ciclo escolar tras el último día de vacaciones y de un soporífero informe de gobierno del presidente de turno, sin excepción, del mismo partido que mi infancia relacionó a perpetuidad con la corrupción; los soleados julio y agosto, en un involuntario homenaje a la piedra de sol, el calendario azteca, eran los meses sagrados para rascarse la panza y soñar con alguno de los tantos folletos de Acapulco que mi padre llevaba a casa, esperanzado con pasar cuatro días en el mar acunado por las olas y su dulce agua salada. Eran las vacaciones; o así las entendía entonces.
Alcanzada la mayoría de edad, me incorporé a ese extraño mundo laboral mexicano en el que las vacaciones son un lujo y no un derecho de primera necesidad –recuerdo mi primer año en una estación de radio precisamente por eso, por no haber tenido un solo día de descanso, y sí varias jornadas de guardia de fin de semana–, en donde los patrones no conocen otra ley que la de sus caprichos, un mundo que no concibe al reposo como parte de la cadena productiva sino como un obstáculo, absurdo e innecesario, un invento para los haraganes que se asemeja al delito y debe, la mayoría de las veces, ser penado con hora / silla extras; desde entonces, la palabra verano desapareció de mi propio imaginario, y con ella, el concepto lúdico que la acompañaba de la mano: las vacaciones.
De vuelta en Europa, en esta pequeña ciudad ocupada por los prusianos en 1870, devastada por los bombardeos de la primera guerra mundial, lugar de la rendición nazi en 1945, y elegida por el general Charles de Gaulle para sellar con su homólogo alemán, Konrad Adenauer, la reconciliación franco-alemana de la que acaba de celebrase su cincuenta aniversario –reconciliación que fue el inicio de esa fusión que hoy conocemos como Unión Europea–, comienzan a aparecer paulatinamente los pequeños carteles en los negocios particulares: “cerrado por vacaciones”; los anuncios contra el abandono de perros y gatos de las asociaciones protectoras de animales: “él no llora, sufre en silencio”; los últimos retoques a los inmuebles sagrados e importantes que apuran los trabajadores antes de partir a su retiro veraniego, el desfile de mujeres y de hombres que al menor rayo de sol celebran con una copa de champagne en una terraza del centro esta mágica época que para mí había desaparecido.
Parece una cosa menor y hasta superficial, pero es justo lo contrario; los europeos han luchado unidos durante más de veinte años para conseguir el respeto a sus derechos comunes. La configuración de la Unión Europea, puesta en entredicha en los últimos años por algunos gobiernos irresponsables que han dilapidado los fondos, es parte de un estado de bienestar que atiende a las necesidades de sus habitantes.
Con Austria a la cabeza, y Holanda a la cola, los ciudadanos europeos cuentan con un promedio de 33 días de descanso al año entre vacaciones y días feriados, sin incluir los fines de semana. Es quizá así como puede medirse la productividad y el progreso en cualquier región del mundo, y no bajo esa idea retrógrada que le hace un monumento al sacrifico, como si por el sólo hecho de serlo, el trabajo tuviera mérito, como se aplaude cuando de alguien se dice: “es muy trabajador”, esa idea tan arraigada en una cultura sumisa como la mexicana.
Pero el verano europeo no sólo es eso: es, sobre todo, la oportunidad que el calor y el sol brinda a cada ciudad para mostrarse al mundo y a sus visitantes: la celebración masiva de festivales de teatro, música, cine, danza, espectáculos de iluminación e historia, eventos todos ellos quepor paradójico que parezca, muestran que son justo los descansos, el tiempo de una pausa y de reposo, lo que permite que una cultura florezca; que enseñe su riqueza, que evidencie los avances que ha tenido desde la revolución industrial, hasta la fecha.
Después, ineludiblemente el verano desaparecerá, y de su rostro no quedará nada, o casi nada; días nublados y la lluvia. Con su despedida, vendrá en su relevo la famosa rentrée escolar y laboral, una suerte de trauma y de excitación al mismo tiempo, que en Francia se vive como un nuevo comienzo, una especie de renacer, la oportunidad de volver a empezar justo en la época en la que las librerías se llenan de las novedades literarias que permiten aligerar, sino es que homenajear, la vuelta al trabajo.
Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".