Hasta ahora, se han construido más de dos mil puentes y túneles en todo Nueva York. El puente de Brooklyn, el primero a la izquierda, se inauguró en 1883 y es todavía el más representativo del estado. El puente Manhattan es el que está en medio, fue abierto en 1909 y seis años antes, el puente de Williamsburg rompió el récord del puente colgante más largo del mundo, en su momento. Es el puente que transporta a todos los habitantes del norte y noreste de Brooklyn hacia la ciudad.
Las pendientes de cada lado del puente de Williamsburg están a su vez divididas en dos partes, son imperceptibles en el mapa número uno, pero de Manhattan a Brooklyn, la primera es la más larga. Al subir en bicicleta, va desapareciendo de vista el Lower East Side. Algunos pedalean levantados pero yo prefiero hacerlo sentada para asegurarme de que mantendré el mismo ritmo una vez que la inclinación se acentúe; conozco los límites de mi cuerpo. Hay días buenos en los que llego al primer descanso sin jadeos y a buena velocidad; días de clima decente, de buenos encuentros, de buenas jornadas. Hay días malos, quizás de viento, en los que antes de sobrepasar los multifamiliares de Alphabet City, ya estoy gastando el arranque que tenía guardado y la canción que voy escuchando no solo no armoniza con la cadencia del movimiento de mis piernas sino que estorba. Es la misma distancia todos los días: dos canciones de ida, dos canciones de regreso. Después de un plano de unos quince metros para convencerme de que este innecesario masoquismo vale la pena, por la segunda parte de la pendiente se avanza encima el río. Una vez que veo el agua debajo sé que he llegado al otro lado. Queda un tramo menos inclinado, pero largo, que supone el último gran esfuerzo. Los músculos ya están ardiendo e incluso a un grado centígrado –que es lo menos que resisto– ya estoy sudando.
Puesto que la pista de los ciclistas está del lado izquierdo y la de los peatones del lado derecho, nos toca ver a lo lejos el puente que une Midtown con Queens.
Todavía hay en el pavimento de la pista varios esténciles que dicen Save Domino, “salven a Domino”, la vieja refinería que está en la orilla del East River, lo primero que se ve al mirar hacia adelante. Es el borde de un mapa en el que las calles y los parques se redibujan de acuerdo a las últimas ideas de urbanización.
Domino estaba hecha de ladrillo con múltiples ventanas enrejadas, que por su gran logo de letras cursivas amarillas, sus tanques de agua, sus dos edificios conectados y su chimenea, son parte de la composición clásica del horizonte del norte de Brooklyn, en el que el cielo ocupa mucho más espacio por la ausencia de rascacielos, a diferencia del horizonte de Manhattan. En lugar de Domino van a construir dos torres de 55 pisos, con más o menos 1,600 departamentos, más oficinas, miradores y un parque futurista.
Cruzo, entonces, de la ciudad a una suerte de provincia por un puente de dos pendientes. Es arriba, donde al atender a un paisaje delineado por una desequilibrada combinación de altos edificios residenciales y antiguos cubos rojizos; es a ese ritmo y con ese cansancio desesperante cuando he olvidado cuánto más queda por pedalear, que las piernas pueden descansar, por fin. Y bajo con un delirio de triunfo. Con la mirada le decimos a los que suben que están por lograrlo, en invierno somos tan pocos que nos saludamos.
Mirar desde el puente es la posibilidad de alejarse del espacio que regularmente habitamos, de comprender el tamaño de sus elementos. Cuando más adelante volvemos a esos espacios, los entramos de otra forma, a consciencia de lo pequeños que se ven desde arriba.
Y llego a Williamsburg, que hasta hace unas décadas era una de las muchas zonas peligrosas de todo Nueva York, el lugar donde más crack y heroína se comerciaba de todo el estado, en los ochenta.
En el segundo mapa pueden observarse calles trazadas con el mismo modelo que las de Manhattan, no podemos encontrar en el mapa la diferencia entre las construcciones de uno y otro lado, ni la transformación mobiliaria de Brooklyn de los últimos años, pero este barrio, al que se puede llegar a través del puente es un proyecto urbano, siempre está reconfigurándose. Cada mes aparecen edificios nuevos que desentonan cada vez menos con el resto de las fachadas. El plano que percibimos cruzando hacia Williamsburg es una reconstrucción constante. Una narrativa visual al servicio de la economía.
La creación del mapa es también un proceso mental, una representación imaginaria determinada por el punto de partida personal, desde el cual uno va trazando con la percepción propia. La experiencia del mapa es, me parece, la asimilación posible de la “discontinuidad entre la estética y la política”, en términos de Rancière. La exploración de la ruptura con lo suburbano como idea geográfica y no clasista.
El espacio es un ejercicio descriptivo para quien incursiona en él; un reconocimiento variable de tanto transitarlo; hace posible el registro de las ausencias y presencias al transitar largas distancias cotidianamente. Distancias que de menor a mayor escala se tornan en un cúmulo de sensaciones, así los trayectos personales comprenden una historia más larga.
La experiencia del ciclista es diferente a la del usuario de otros medios de transporte. Pedalear la ciudad todos los días es una forma de apropiarse de ella. No solo por la libertad de llegar por uno mismo al destino, en lugar esperar el metro y adaptarse a la ubicación de las estaciones; la relación con el espacio, a través del recorrido personal, se desarrolla en el descubrimiento que solo permite el paseo diario, que es otra práctica de la contemplación. El ruido, los olores, los personajes en acción, que van dejando impresiones, mientras uno conoce los alcances de su propia respiración, aprende a esquivar peatones y puertas que se abren; una renuncia, además, a la vanidad: se llegará vergonzosamente enrojecido y sudando. En mi experiencia, la conquista espiritual de un mapa icónico de Nueva York requiere un par de ruedas.
El ciclismo como método de composición elabora, pues, mapas más complejos que involucran emociones gatilladas por el paisaje en el día a día, un aprendizaje del cuerpo, atravesado por el esfuerzo y el goce; si acaso se trata de un territorio en constante transformación, el mapa es una representación más interesante.
Ciudad de México