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Una de las anécdotas del cine que más me gustan es la que afirma que los actores de Casablanca no sabían, mientras la rodaban, cómo iba a ser el final de la película. Howard Koch, uno de los guionistas, entregaba sus textos “en cuotas diarias”, mientras que las escenas del desenlace se escribieron “con el trabajo ya avanzado y sobre nuevos aportes de los hermanos [Julius y Philip] Epstein”, los otros guionistas del filme. Así lo explica el periodista y crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet en su libro póstumo Historias de películas, de 2006.
Rodrigo Fresán cita una carta que, durante la filmación, Ingrid Bergman le escribió a una amiga:
Todas las mañanas nos preguntamos quiénes somos, qué estamos haciendo aquí. Es ridículo. Michael Curtiz [el director] no sabe lo que está haciendo porque tampoco conoce cómo va a seguir la historia. Humphrey Bogart está de mal humor y se la pasa encerrado en su trailer. Nos entregan el guion de a páginas y cuando ayer le pregunté al director de quién debía mostrarme enamorada me contestó que “más o menos de los dos”.
Debido a eso, “la angustia de los protagonistas, que el espectador percibe, es también la de los actores”, tal como asegura Marc Augé en un librito titulado Casablanca, de 2007, que habla de la película y, sobre todo, de sus memorias sobre ella.
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Al parecer, cosas como esa no eran raras en aquella época, comienzos de los años cuarenta. “Había que hacer una película a la semana —cita también Fresán a Julius Epstein—. Así que se empezaba con el rodaje, estuviera terminado o no el guion. En este sentido, Casablanca es un caso clásico. El guion no estaba listo, lo que no era algo raro en esos tiempos. Hoy nadie sería capaz de empezar a filmar sin un guion en perfectas condiciones. Pero aun así siguen existiendo películas horribles. Un misterio.”
Según cuenta Eric Lax en su biografía de Woody Allen, el director neoyorkino tiene sus recursos para tratar de obtener de sus actores algo de aquella “angustia” o, mejor dicho, espontaneidad, naturalidad. Y no se trata de impedirles conocer el final. Uno de sus trucos es no ensayar demasiado antes de rodar. Una o dos pruebas, para él, suelen ser suficientes. Otra técnica consiste en distraer a los actores y actrices a los que, antes de grabar una escena, ve demasiado concentrados. Se les acerca y les pregunta cualquier cosa, les da charla sobre asuntos que no tienen nada que ver con sus personajes, ni con nada de la película.
El resultado es esa fluidez que se aprecia en los personajes de sus obras, esa sensación de que los intérpretes estuvieran siempre al borde de la improvisación. Quizá por eso sus escenas realistas son tan verosímiles: en ellas, los hombres y las mujeres se parecen a nosotros, que no hacemos más que improvisar, cada día, nuestras vidas.
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La cuestión de la verosimilitud, sin embargo, a veces resulta extraña. Hace poco, un amigo escritor me contaba que se veía en la necesidad de introducir un cambio en uno de sus cuentos recientes. El problema era que, en el texto original, un personaje trabajaba en una fábrica que, en la época en que transcurría el relato, aún no se había creado. Así que el autor tendría que buscar el nombre de alguna empresa que sí existiera en aquel momento, para que su personaje pudiera trabajar allí.
Estuvimos de acuerdo, de todos modos, en que aquel era sin duda un detalle menor. El cuento no perdía valor a causa de ese dato. No era un defecto importante.
Y sin embargo, nos desdijimos después, sí lo era.
Porque un lector que conociera la fecha de fundación de esa fábrica, a partir del momento en que se diera cuenta de la inexactitud, comenzaría a dudar del narrador del relato. Salvo las excepciones en las que el propio narrador quiere que el lector dude de él, esto es lo peor que le puede pasar a un texto. Se rompe el pacto de confianza entre ambas partes. Se resquebraja la verosimilitud.
Recordamos, mi amigo y yo, que alguna vez habíamos leído que Adolfo Bioy Casares modificó un cuento para una reedición después de que un lector le señalara que unos datos técnicos —relacionados con unos aviones— eran erróneos. Es decir, Bioy había seguido esta misma lógica.
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Pero ahora, mientras escribo estas líneas, recuerdo una entrevista que le hice a Roberto Fontanarrosa, en la que le pregunté por estos asuntos. Le mencioné el caso de Bioy. Su respuesta fue en otra dirección: “No me importa que sea un dato cierto —dijo— sino que suene cierto. Casi considero una virtud esa capacidad de engaño. ¿Qué gracia tiene poner todos datos que sean reales? Por otra parte, ¿cuántos expertos en aviones hay entre los lectores?”.
Mi amigo podría preguntarse, quizá, del mismo modo: “Entre mis lectores, ¿cuántos habrá que sepan en qué año se fundó tal empresa?”. En cualquier caso, tuvo la suerte o la desgracia de cruzarse con uno de ellos antes incluso de que el cuento se publicara.
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“El éxito de Casablanca es un misterio”, dijo Julius Epstein, uno de sus guionistas, siempre citado por Rodrigo Fresán. “Para empezar, nada de lo que ocurre en la pantalla tiene el menor asidero con la realidad. Nunca hubo alemanes de uniforme en la Casablanca real. Tampoco existió el asunto de las visas. Nada”.
Alsina Thevenet, en su libro, también lo menciona:
Al aceptar la película con su carga de poesía y nostalgia, pocos repararon en absurdas incongruencias de la trama, comenzando por la artificial reunión de enemigos mortales en una misma habitación sin que se peleen demasiado, y continuando por esos permisos de viaje en blanco, que tanto preocupan a algunos personajes y que finalmente nadie exige en el aeropuerto.
De modo que, parece claro, lo que de verdad importa al contar una historia es otra cosa. Mi amigo y yo habíamos acertado con nuestra intuición inicial, la que nos decía que aquel anacronismo era un defecto pequeño, casi irrelevante. Como él tiene tiempo de corregirlo en su cuento, estará bien que lo haga. Pero es claro que lo que hace que una obra sea buena o mala se halla lejos de eso. Tiene que ver, más bien, con el tono del relato, la construcción de los personajes, los ambientes, las intrigas, las tensiones, la estructura de la historia y el cuidado de la coherencia interna, que es, en todo caso, lo que sostiene la verosimilitud. Que suene cierto, como pedía el Negro Fontanarrosa. Y si se puede añadir naturalidad y espontaneidad, tanto mejor. Aunque para ello haga falta distraer a los personajes antes de salir a escena o, cuando quieran saber de quién deben mostrarse enamorados, responderles: “Más o menos de los dos”.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.