Bob Dylan acaba de lanzar, después de algunos años en silencio, su más reciente disco, titulado Love and Theft. Dylan, el viejo tahúr del rock y autor de más de un himno generacional, demuestra con este nuevo material, con influencias de blues y jazz y aire del sur, que aún le quedan muchas historias que contar.
La respuesta a cualquier duda o incertidumbre que suscitara la música de Bob Dylan la dio él mismo en 1965: "Mis canciones no son más que un diálogo conmigo mismo. Lo más que puedo esperar es cantar lo que pienso y quizá evocar algo en los demás." Resulta curioso comprobar que para el autor de varios de los himnos más recordados por generaciones, la posibilidad de comunicarse con el público a través de sus canciones era tal vez escasa. Se puede pensar, y es probable que más de una persona lo haya hecho, que después de una carrera con 42 discos a sus espaldas publicar un nuevo álbum es más una forma de prorrogar su leyenda que de aportar algo al domesticado mundo del rock o de la música contemporánea. Si bien es cierto que Love and Theft (Columbia, 2001) no añadirá ningún himno a la sagrada lista de la Historia, sí se puede afirmar que nos encontramos ante una docena de canciones sureñas y perfectas, un repertorio que bebe de los sonidos más elementales e imprescindibles: blues, jazz, ragtime, country. Dylan se nos presenta como un viejo tahúr de Nueva Orleans al que aún le queda un buen puñado de historias por contar. Sorprenden algunas frases dichas por la crítica, por ejemplo: "Se trata de un disco con canciones compuestas a la antigua: cuentan historias." Mejor no preguntarnos qué cuentan las canciones que no están compuestas de tal manera. Pero volvamos a la leyenda. Todo mito, y Dylan, mal que le pese, pasa por serlo, tiene detrás a su cofradía de seguidores, de devotos que sostienen al ídolo, que le piden no caer en el olvido. Debo confesar que no soy uno de ellos. Empujado únicamente por los comentarios favorables de la crítica y por dos temas del álbum que había escuchado en la radio, me hice con Love and Theft. Quizá sean razones pobres, pero a veces me bastan. Hacía bastante tiempo que no compraba algo de Dylan (me disculpo, antes tengo en mi lista a Miles Davis o a B. B. King), así que albergaba una ilusión añadida, especial, semejante a la de un reencuentro con alguien a quien hace tiempo que no ves. La primera audición de un disco es como la primera impresión de una persona a la que acabas de conocer: quieras o no te marca el curso posterior de la relación. Hay que decir que mi primera impresión de Love and Theft fue estupenda: la de un viejo bluesman o la de un trillado jazzman que arrastra sus canciones, que te las toca y canta cargadas de humo y escepticismo, de memoria y desengaños. Nuevas audiciones acentuaron esta primera impresión: no había himnos, pero, como ocurre con los buenos vinos, Dylan ha perdido peso y ha ganado aroma.
Supongo que mi entusiasmo por el disco podría parecerle ingenuo a un insigne miembro de la cofradía dylaniana. Con el ceño fruncido y la modesta condescendencia del que es fiel, me respondería que bueno, que no está mal, que Dylan es Dylan, pero que tampoco es para tanto. ¿Nostalgia? ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? ¿Exigencia del que sabe? Poco importa. O los conversos somos más fundamentalistas que los feligreses viejos, o yo no tengo remedio, o mi oído me traiciona. Love and Theft reconforta lo mismo que una taza de café caliente o la primera copa de la noche. El corte que abre el disco, "Tweedle and Tweedle Dum", pariente de los ritmos y modulaciones de J. J. Cale, es perfecto para conducir o para pedir un poco de paciencia. "Bye and Bye" (contrabajo, escobillas y órgano Hammond) es una despedida en clave de jazz, un "hasta luego" o un "nos vemos al doblar la esquina". El tema que hace el número seis, "Floater (Too Much To Ask)", con un arreglo de cuerdas que nos devuelve a las bandas sonoras del cine mudo, recuerda por momentos que el compositor y guitarrista Django Reinhardt también forma parte de la extensa cultura musical de Dylan. Y por último, "Mississippi" (corte dos) es el emblema y resumen del álbum, un tema que contiene lo más característico de Mr. Zimmerman, también disfrazado como Jack Frost en los créditos de producción. Valgan estos cuatro ejemplos como muestra de que Love and Theft, aunque lejos de los himnos y de los "buenos tiempos", justifica más que de sobra el regreso de Dylan. ¿Qué quedará de este álbum dentro de diez años en un mundo como el de la industria discográfica, saturado de títulos a menudo intrascendentes pero superventas, infestado de grupos e ídolos de laboratorio? Es difícil de saber. ¿Cómo envejecerá el disco número 43 de Bob Dylan? La respuesta, me digo, está sin duda en el tiempo, en su viento secreto. –