Cuando Chopin llega a la capital francesa resplandece el recién inaugurado reinado del rechoncho, el ojisaltón, el de cabeza de pera, el borbónico soberano Luis Felipe, que, tras reprimir duramente las Tres Gloriosas (las tres jornadas de insurrección popular, ocurridas en abril de 1830), y tras de exprimirse el cerebro para lograr alguna idea política, ha producido su perentorio lema de una sola palabra, su único mot célébre, dirigido a la pequeña burguesía, a la rampante industria y a los aventureros de las finanzas: “¡Enriqueceros!”
Había entonces en París dos templos: la Bolsa con sus ritos de especulación, y el Teatro de la Ópera con sus misas de bel canto, y Frederick nada tenía que hacer en ellos: lo suyo era pasear mirando un París que no lo veía, sufrir hambre y pulgas en una acaso pintoresca buhardilla (él, de tan poca vocación de “bohemio”) y heroicamente intentar extraer maravillas del apolillado y mediocre piano alquilado. En un mundo musical dominado por Meyerbeer, Halévy y Donizetti, el joven pianistautor (neologismo tan legítimo como el de cantautor), muy poco dado a la ópera, al melodrama de gorgorito y de Do de pecho, que era lo que en esos días tenía contentas las taquillas, estaba condenado a ser el perfecto desconocible. Pero había los suntuosos salones abiertos a la racha de moda, el romanticismo… que sería más duradero que una moda; había los salones de cortinas majestuosas y deslumbrantes espejos y hermosas damas tintineantes de joyas; había, tanto en salones como en cafés, nacientes olimpos culturales frecuentados por escritores y artistas ya aureolados o en vías de serlo; había los muy pronto amigables músicos Berlioz, Rossini, Cherubini, Liszt, el tenor Nourrit, el musicólogo Fétis, el pintor Delacroix, y, sobre todo el húngaro Franz Liszt, su coetáneo de sólo un año más de edad, su par en el arte del piano y su temprano gran amigo, que lo tomó bajo su tutela. Y Chopin consigue dar algunos conciertos (o “academias”, como se les decía feamente entonces), sobre todo, desde que se sabe que le han oído en la prestigiosa sala Pleyel el sublime Concierto en Mi menor opus 21, y que, desde Berlín, Schumann, tan grande creador como exigente crítico de música, ha escrito en la Allegemeine Musikalische Zeitung un artículo en el que ordena: “¡A quitarse el sombrero ante el genio, señores!”
Y Chopin, le brillant garçon polonais, o, mejor: le cher petit Frycek (como dicen los habitués a los salones, presumiendo ya de ser sus amigos íntimos), se convierte en una nuevo astro para los escritores y artistas y los aristócratas y los nuevos ricos iniciados en la cultura y la anfitronía, para las señoritas de alto apellido y altos pechos en los que suben y bajan los chispeantes collares y gargantillas en ritmo de altas mareas, para las señoras otoñales que se descubrían románticas desde antes de la invención del romanticismo porque los suspiros casi les hacían estallar las tetas y los corsés, para los pintores que en la ocasión esbozan retratos del genio y para todos los que gustan de las veladas musicales en esos momentos en que se apagan todas las luces y se deja un par de dorados candelabros de pie a orillas del piano para que iluminen los paseos, las carreras, los vuelos, las caricias de las manos casi femeninas que obtienen “perlas líquidas” del teclado.
En una tertulia de escritores y artistas en el café del Hôtel de France, a la que Frederyck fue invitado por la condesa de Agoult y Franz Liszt, éste, siempre entusiasta y generoso promotor del no envidioso rival en las hechicerías del piano, le presenta a un famoso escritor que no es hombre, como parecen pregonar sus pantalones y su afición a los cigarrillos y quizá a los cigarros puros. Es Amandine Lucie Aurore Dupin, una mujer ya famosa como autora de cuentos y novelas y por sus gritonas riñas y ruptura de platos con su compañero de lecho, el también escritor Jules Sandor, de quien acaba de separarse llevándose la primera sílaba del apellido para formar su nom de plume: Georges Sand.
El primer encuentro de los dos personajes que habrían de enlazarse, mejor dicho: atarse, en la historia artística del siglo decimono, en la novelería sentimental, en la leyenda melodramática y en el epítome de todo ello en el fastuoso, el acaramelado, el violento technicolor hollywoodense (recuérdese A song to remember, o “Canción inolvidable”, el ya citado filme con un entonces famoso dúo actoral: Merle Oberon y Cornel Wilde, más el virtuoso en sobreactuación Paul Muni, encargado de decorar con muecas el papel del viejo Hiller, maestro de piano) ha sido luego reseñado de este modo por el cronista salonnier Gustave Lèpinière en los finales del siglo XIX:
“Después de ser presentados, Sand susurró a la oreja a Madame Marliani:
“—Ese señor Chopin, ¿es una niña?
“Y Chopin comentó al salir del café con el maestro Hiller:
“—¡Qué antipática es la tal Sand! ¿Es una mujer? Yo lo dudaría.”
Pero ya se ha iniciado entre los dos la común historia a la vez románticamente tormentosa y vulgarmente doméstica: poco después la pantalonuda vampiresa esnob de esos años, que más tarde sería una tranquila gran dama de las letras respetables —a quien el gran Baudelaire llamaría la Vache (la Vaca) Sand—, invita a Frizek a su castillo de Nohant a comer su especialidad de repostera amateur: el Clafoutis, o panqué relleno de compota de manzana, y… a combatir batallas de amor en campo de sábanas.
(Continuará)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.