En 1941, en la pantalla y a la vez en California, EU, y en su ilimitada mansión de Xanadú (nombre tomado de un poema de Coleridge), el multimillonario Charles Foster Kane moría para prontamente renacer gracias al cine. El milagro se debía a un cineasta debutante en Hollywood: el joven de veinticuatro años Orson Welles, quien con esa película, Citizen Kane, daba un giro maestro a la historia del cine y, a la vez, veía comprometida su prometedora carrera. El problema estaba en que el protagonista de su película, el enorme y temible ciudadano Kane interpretado en sus diferentes edades por el mismo Welles, era como el retrato, no muy encubierto por la ficción, del aún viviente y muy poderoso magnate de la prensa amarilla: William Randolph Hearst, el cual, entre otras sucias hazañas, había comenzado su incalculable fortuna provocando la guerra de los Estados Unidos contra la Cuba española para —según se jactaba— vender más periódicos. Al saber Hearst de aquella sarcástica biografía fílmica que el nuevo prodigio hollywoodense le había perpetrado, empleó su vasto imperio periodístico en presionar y amenazar a los productores y los exhibidores para impedir el paso de la película por las pantallas del país y del mundo. Como consecuencia, Hollywood iría cerrando las puertas que acababa de abrir al creador de una obra maestra que revolucionaba las técnicas narrativas y visuales del cine. Aunque Welles aún haría en Hollywood cosas excelentes: The magnificent Ambersons, La dama de Shanghai, Otelo, y, mucho más tarde y de transitorio retorno de su exilio, la magnífica Touch of Evil, nunca recuperaría el que consideró “el mejor tren de juguete que un niño puede desear”, es decir, el formidable aparato técnico que le habían puesto en las manos para su opera prima. Sería en adelante el cineasta desterrado y errante, preso de la historia de su breve reinado y de su magnífica ruina, de su gran ego creador e inconformista que, entre proyectos fallidos y filmes truncos aún lograría hacer, en Europa, una tan poética película como The inmortal story, que es como su canto del cisne en el cine. Pero aquella de sus obras que habría de encabezar muchas listas de las “mejores películas de todos los tiempos”, la que desde sus pininos lo afamó como un autor total y es, según diría François Truffaut, la mayor motivadora de vocaciones de cineasta, fue y sigue siendo Citizen Kane.
Ciudadano Kanecomienza sobre la imagen de una fastuosa y casi ilimitada mansión entrevista tras una alta reja en la cual rige el letrero: “Prohibida la entrada”. En alguna de las vastas recámaras se rompe en el piso una esfera de cristal, con paisaje nevado dentro, soltada por la mano de un moribundo que dice su última palabra: Rosebud(“Ramillete de Rosas”). Intrigados por el significado de esa palabra para el magnate recién fallecido, los realizadores de un noticiario fílmico emprenden una encuesta sobre la vida y el destino de su alucinante fortuna. Diversos personajes: esposas, parientes, amigos, empleados, fedatarios, rivales en la profesión, y otros, atestiguan del inicio y el ascenso de un hiperjerarca del american way of living, y así el film se despliega como un rompecabezas desordenado que un espectador ideal debe ir recomponiendo. Gracias a ese bien llevado dizque desorden, a esa rapsodia narrativa y dramática, Kane surge como un personaje que, pese a (o gracias a) ser desmedidamente famoso, es tan desconocido como el más humilde de los hombres. La película es no sólo el espectáculo de un poderío basado en la gran prensa corrupta, sino también una amarga crónica a lo largo de una trama de caprichos, amoríos, traiciones y diversas magnificencias y canalladas de un poder fáctico germinado junto al poder estatal norteamericano. Hombre descomunalmente rico, socio de otros poderosos del mundo, amigo de dictadores (Hitler, Mussolini, Franco), Kane es más complejo que su imagen pública, es también el hombre que no olvida haber visto a una muchacha durante un efímero viaje en ferry-boat, el que, enamorado de una ínfima cantante a la que hace su aburrida esposa, quiere convertirla en una gran diva de la ópera, y el que, soñador de su infancia, intenta recuperarla reencontrando un juguete: el trineo con el nombre de Rosebud, que se halla extraviado en el sótano de la mansión atiborrado de polvorientos objetos sin desempaquetar y piezas de arte compradas por el mero prestigio. Y todo el filme es finalmente, además de un poderoso drama con matiz de gran tragedia, un estudio crítico del poderío del dinero y de la prensa corrupta y corruptora.
Para hacer esta gran mural animado, adrede quebrado en relatos testimoniales y en flashbacks(vueltas atrás en la cronología de la acción fílmica), Welles, el “niño prodigio” llamado a Hollywood después de haber sacudido al país con un drama radiofónico presentado como un noticiario acerca de una supuesta invasión de extraterrestres, se encerró en una sala de proyección de la RKO pictures a ver, rever, estudiar el gran cine habido hasta entonces, de modo que Citizen Kaneresultó una antología y un epítome del lenguaje y el arte cinematográficos, desde las obras de Griffith a las de Von Stroheim, Fritz Lang, Von Sternberg, John Ford, Jean Renoir y otros grandes, todo ello concertado en una obra de latente unidad, en una gran tragedia/sátira visual que, vista hoy, setenta años después, y aun en la pantalla poco “apantallante” del televisor, sigue vigente, contemporánea. Tras la última imagen, la del trineo Rosebud ardiendo entre los objetos olvidados y desechables, empezó un nuevo modo de hacer y entender el arte del cine. Y si los “ciudadanos Kane”, los magnates regidores del mundo, aún existen reproducidos en enésimas generaciones, la película Citizen Kane, aunque en blanco y negro y setentona, también continúa viva.
(Publicado anteriormente en Milenio Diario)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.