Clásicos de adolescencia: Tres placeres que arruinaron mi vida

La segunda entrega de la serie que exhibe aquellos libros, discos y películas que definieron nuestros años juveniles y orientaron nuestra vehemencia, solo para terminar, bajo el juicio de la mirada adulta, un poco menos geniales y algo bochornosos.
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I.

Si es verdad aquello de que infancia es destino, todo el problema comienza con las caricaturas. La mala mezcla de Belle y Sebastián y Heidi generó una resaca atroz, que luego funcionó como prólogo macabro a uno de los primeros libros que recuerdo haber leído de adolescente: Corazón: diario de un niño de Edmundo de Amicis. Leí el libro imaginando a los personajes con la misma estética que la de los dibujos animados, y así fue como Enrico, el protagonista, se convirtió en un niño igual de insensatamente feliz que los personajes de las caricaturas, con esa agridulce, melancólica, cursi y sentimental visión del mundo. De la novela me queda siempre esa sensación de soledad e introspección que termina inevitablemente en moraleja en cada una de las entradas del diario de Enrico y de los cuentos que se intercalan en él. Ahora, desde lejos, considero honestamente que la lectura de este libro debería manejarse con precaución, pues corre el riesgo de generar adolescentes que entienden, o creen entender, que detrás de cada estudiante abusador de la secundaria hay un muchacho con sentimientos, y todas las personas que hayan sufrido en los recreos estarán de acuerdo en que eso es muy peligroso.

 

II.

El adolescente que un día fui encontró una conexión evidente entre Corazón: diario de un niño y El lado oscuro del corazón. Uno tenía que ser alternativo y fingirse interesante; uno tenía que leer o, más importante, hacer que los demás supieran que leías; era necesario ser diferente, aunque también había que ser igual a todos los que ya eran diferentes. Fuera de las moralejas –porque ¿qué va a aprender uno de un poeta?–, Oliverio es la versión adulta de Enrico, aunque ya con una edad en que la ternura del niño se ha convertido en amargura y cinismo. El asunto sigue siendo el mismo, se trata de ser feliz en medio de un ambiente difícil, de ver la realidad de una manera diferente, y de vivirla de acuerdo a una serie de reglas no establecidas pero que el lugar común llamaría poesía. El tiempo me ha enseñado que mi principal problema con la película es ése: el estereotipo de poeta y de vida poética que propicia, y me refiero sobre todo al hecho de que si uno va a un bar y le recita el poema de Girondo a la primera chica linda que encuentre, lo más probable es que no pase nada; en cambio, si uno va a un burdel, y le dice lo que sea –da igual un poema que la lista del supermercado– a una prostituta, lo más probable, si uno tiene con que pagar, es que pase de todo. Al final, creo, la película falla al representar la poesía como si fuera un fajo de billetes, cuando es justo ese mundo mercantilista el que el protagonista trata de rechazar una y otra vez.

 

III.

Y entonces llegó la trova, o mejor dicho llegué yo a ella, y mi arrepentimiento no se restringe a un disco, sino a todo un género que toma de Enrico la conciencia social y política y de Oliverio ese afán de libertad, poesía y reto. La última vez que escuché la canción más famosa de Silvio Rodríguez, todo el asunto me sonó avejentado; de Milanés, el disco que todavía conservo es uno con versiones de boleros; de todos mis favoritos mexicanos he extraviado discos, y en todo caso preferiría no arriesgarme a buscarlos en internet para comprobar que, en vivo, siguen haciendo los mismos chistes. Convendría encender la televisión y mejor buscar nuevos y deliciosos futuros arrepentimientos en cualquiera que sea la caricatura de moda.

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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