En uno de sus peores momentos periodísticos en 37 años, el semanario Proceso presume haber puesto fin a un mito y haber cambiado la historia. Durante dos semanas, su reportaje central ha insistido en la versión de que el ex agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, muerto en 1985, no fue asesinado por el narcotraficante Rafael Caro Quintero —quien fue sentenciado por ese crimen—, sino por agentes de la CIA.
La principal fuente de Proceso es Héctor Berrellez, uno de tres ex funcionarios que el pasado 10 de octubre aparecieron frente las cámaras de la cadena de televisión Fox News para representar un súbito arrepentimiento y decir que la verdad los hiere como una espina clavada, por lo que 28 años después han decidido desahogarse. Según el texto, los tres personajes “aseguran tener las pruebas de que el propio gobierno estadounidense ordenó la ejecución de Kiki Camarena”. Sin embargo, hasta ahora no se ha presentado ni publicado una sola evidencia de sus dichos.
Enrique Camarena fue secuestrado el 7 de febrero de 1985 por órdenes de Ernesto Fonseca Carrillo y Rafael Caro Quintero, quienes con Miguel Ángel Félix Gallardo encabezaban el cártel de Guadalajara. Su cuerpo fue encontrado aproximadamente un mes después en el poblado de La Angostura, Michoacán. Se informó que Camarena, que había realizado operaciones como infiltrado dentro de la organización, había sido torturado antes de morir.
Las investigaciones ministeriales vincularon estrechamente el crimen con la entrada del Ejército al rancho El Búfalo, en el municipio de Jiménez, Chihuahua, un terreno de 544 hectáreas cuyo valor total no se ha determinado, pero donde se dio el mayor decomiso de marihuana en la historia, mercancía que en el mercado habría alcanzado los 8 mil millones de dólares. Los jefes del cártel querían al informante que los había traicionado y lo encontraron.
Proceso presenta a Berrellez como líder de la Operación Leyenda, organizada para investigar el secuestro, tortura y homicidio de Enrique Camarena, pero convenientemente omite mencionar que su honestidad y credibilidad han sido repetidamente puestas en duda, por haber manipulado la investigación del caso mediante el pago de testigos (a algunos de los cuales se les ofreció residencia legal en Estados Unidos) y el secuestro de ciudadanos mexicanos para trasladarlos de manera ilegal a territorio estadounidense, en abierta violación a los principios generales del derecho internacional.
Berrellez reclutó a jefes policiacos del estado de Jalisco que protegían a narcotraficantes y les puso sobre la mesa 50 mil dólares y un paquete de recompensas para que se realizaran el secuestro de Humberto Álvarez Machain, médico acusado de prolongar la vida de Camarena para que pudieran continuar torturándolo e interrogándolo (página 22 de este documento) y a quien un tribunal terminó liberando al concluir que el caso estaba basado en sospechas y corazonadas, pero ninguna prueba.
El nombre del Berrellez, quien hoy ocupa la portada de Proceso, aparece también una docena de veces en el libro México, un paso difícil a la modernidad, de Carlos Salinas de Gortari, donde se retoman declaraciones de testigos aleccionados por Berrellez, a los que ofreció 500 mil dólares, 6 mil dólares, residencia legal y un permiso de trabajo. Varios eran policías mexicanos a quienes instruían para atestiguar sobre reuniones que no se habían llevado a cabo, o bien, los hacían ensayar testimonios contra personajes a los cuales no habían visto nunca, pero cuyo rostro les pedían memorizar en fotografías.
Decía el reportero gráfico Stephen Ferry que fotografiar a un muerto sin permitir leer el contexto social, convierte la escena en “un objeto de la curiosidad o del asco”, así que el periodista debe convertir la escena en algo que hable mucho más allá del crudo hecho de que alguien ha sido asesinado.
En ese sentido, la revelación que Proceso entrega a sus lectores es una pieza de museo que parecería no tener raíces ni historia propia; el semanario reescribe todo un episodio sin contextualizar ni contrastar afirmaciones y pretende cerrar la explicación de un caso complejo a partir de la declaración de un solo hombre que, como advierte el periodista Julián Andrade, traicionó a su agencia y al propio Camarena con su manipulación de testigos y su silencio.
Con todo, Berrellez es incapaz, a décadas de distancia, de responder quiénes son las personas que le informaron que había agentes de la CIA en el interrogatorio de Camarena, exhibiendo al mismo tiempo lo endeble de la pieza periodística:
—¿Puede darnos el nombre de los dos testigos?
—No. Pobrecitos, tienen miedo.
En una entrevista, hace varios años, Ryszard Kapuscinski lamentaba que los medios apostaran cada vez más por las noticias pequeñas, relatos escuetos y aislados de hechos. “Siempre creí que los reporteros éramos los buscadores de contextos, de las causas que explican lo que sucede”, decía. Si no aporta ese contexto —parafraseo otra idea— el periodista está dejando pasar un contrabando enorme, sin cuestionar y sin entender él mismo la información, sirviendo a campañas ajenas al ejercicio del periodismo.
La fuente, su historia y su credibilidad. El thriller Camarena le niega al lector, hasta ahora, información importante sobre esos tres aspectos.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).