Conceptos de productividad

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La productividad primaria es ecológica. Milagrosamente, la vida se produce en dirección contraria a la energía que se degrada, rescatando y subiendo de nivel una pequeña parte. Con sol y agua, crece y se multiplica. Hay testimonios milenarios que celebran su abundancia, pero no hablan de forzar a la naturaleza. Todavía no aparece la voluntad de producir, menos aún de superar marcas de rendimiento. La productividad es un don del cielo, que se agradece como una bendición. El mar, las playas, los montes, la vegetación, los pájaros, las nubes, no son un recurso para esto o aquello: son interlocutores que nos hablan y escuchan. La tierra no es un capital: es una teofanía.

Extrañamente (desde nuestra perspectiva), esta visión convive con la caza y la pesca, con las realidades de la lucha por la vida entre las especies y con la llamada cadena alimenticia: la energía solar es alimento del plancton, que alimenta al pez chico, que alimenta al pez grande.

Los griegos extendieron el concepto de fertilidad al rendimiento del dinero. La palabra tokos (de donde viene tocólogo) se refería al parto, pero también al interés ganado por un préstamo. Aristóteles criticó esta analogía. Distinguió el valor de uso (de los productos para el consumo propio) y el valor de cambio (de lo que se produce para el trueque o comercio). Y contrapuso el rendimiento financiero a la productividad natural. Cuando los campesinos siembran para comer, o tejen su ropa, hacen como las abejas que producen cera y miel. Pero sembrar o producir para vender no es natural. Y lo más antinatural de todo es que el dinero produzca intereses y se reproduzca, porque no es un ser vivo (Política, I, 3). Este rechazo pasó a los filósofos musulmanes y medievales. Reaparece en Marx y en el famoso poema de Ezra Pound contra la usura.

Los romanos extendieron el concepto de fertilidad al lenguaje, porque genera unas palabras a partir de otras (por ejemplo: los adverbios producidos por el sufijo -mente añadido a un adjetivo: alegre, alegremente). En latín se llamó nomina productiva al conjunto de palabras producidas por derivación. Todavía hoy, los lingüistas hablan de la productividad de los sufijos y otras formas gramaticales.

El concepto de fertilidad pasó también a la creación literaria, y así se habla de la productividad de Balzac.

La palabra misma aparece tardíamente, con la Revolución Industrial.Le Grand Robert de la langue française documenta productivité en 1766, The Oxford English dictionary registra la primera aparición de productivity en 1809 (aunque existía productiveness desde 1727). Pero productiveness, productivité y productivity nacieron para referirse a la fertilidad de la tierra y la fecundidad de los autores, no a la productividad industrial. Adam Smith no usó la palabra productivity, aunque el primer capítulo de An inquiry into the nature and causes of the wealth of the nations (1776) habla de la división del trabajo como causa principal del aumento de la capacidad productiva. Los economistas no usaron la palabra productivity sino hasta 1899, según el OED.

La palabra pasó al mundo de los negocios en Europa con el Plan Marshall; y tuvo una difusión más amplia cuando la Organización Internacional del Trabajo promovió la creación de centros y programas nacionales de productividad, así como “misiones de productividad” (viajes a los Estados Unidos para observar los métodos más avanzados). Tuve la suerte de participar en la primera misión de observadores mexicanos en 1955.

La palabra productividad se puso de moda. ¿A qué se refería? Al desarrollo de métodos de trabajo más productivos. Pero esa voluntad de producir más (en la reconstrucción de Europa y el desarrollo de los países poco industrializados) ya existía en la Revolución Industrial. Adam Smith documenta los métodos industriales para producir alfileres: Un artesano puede producir cuando mucho 20 alfileres al día. Pero, si el trabajo se divide en 18 operaciones especializadas y mecanizadas, diez obreros pueden producir 48 mil, o sea 240 veces más por persona.

La voluntad de producir más ya existía en la Edad Media. El arado pesado, la rotación de los cultivos, las herraduras y el collar para los animales de tiro aumentaron notablemente la productividad agrícola feudal. Y la preocupación por la eficiencia puede verse en uno de los Ejemplos del Conde Lucanor (XXIV, “De lo que aconteció a un rey que quería probar a sus tres hijos”, 1335). El rey es moro, y la prueba consiste en citar al hijo para cabalgar. Los dos primeros llegan tarde, consultan al rey y transmiten sus órdenes. Cuando el ayudante les trae una cosa, le encargan otra (después de preguntarle al rey); y así sucesivamente. El menor llega muy temprano, le pregunta al rey por todo lo que va a necesitar: cuál caballo, cuál silla, cuál freno, cuál espada. Va personalmente por todo y se lo trae en un solo viaje. Su padre le entrega el reino.

Este concepto de productividad es la aplicación de lógica al trabajo (como dijo certeramente Peter Drucker). Su desarrollo sistemático se debe al ingeniero Frederick W. Taylor (1856-1915), que lo propuso como una nueva ciencia llamada scientific management. Taylor se puso a cronometrar y comparar los tiempos, movimientos y resultados de la simple operación manual de usar una pala en los patios de una fundición. Los obreros se presentaban a trabajar con su propia herramienta (como era normal), por lo cual había palas de todas las formas y tamaños, que cada quien usaba a su manera, por ejemplo: con muchas paleadas fáciles de cinco libras o pocas difíciles de cuarenta. Analizó todos los aspectos de la operación para establecer “the one best way”, y llegó a la conclusión de que la paleada óptima era de aproximadamente 21 libras; que la forma óptima de la pala variaba según el tipo de material que se fuera a traspalear; que las palas debían ser estandarizadas y provistas por la empresa; que el método de trabajo también debía ser estandarizado y provisto por la empresa; que eso permitía establecer cuotas diarias de producción muy superiores, pero alcanzables; y que debía pagarse un incentivo a quienes las cumplieran; todo lo cual requería un departamento de planeación, medición y control de la producción. Así logró aumentar la productividad de 16 a 59 toneladas diarias por hombre, y sus salarios en 63%. Así redujo el personal a la tercera parte y el costo de traspaleo por tonelada a la mitad. Lo cuenta en Principles of scientific management (1911).

Louis D. Brandeis (el famoso juez, entonces litigante) lo lanzó a la fama. Había leído su libro Shop management (1903); y, cuando el lobby ferrocarrilero gestionaba la autorización de aumentos a los fletes, alegando mayores costos, creyó que no se justificaba premiar la ineficiencia. Habló con Taylor y sus seguidores, estudió las reducciones de costos que habían logrado y llegó a la conclusión de que las empresas ferrocarrileras podían ahorrarse un millón de dólares diarios mejorando su eficiencia, lo cual hacía innecesario el aumento que solicitaban. The New York Times (10 de noviembre de 1910) publicó la cifra, y se armó un escándalo. Brandeis ganó el caso y Taylor se volvió una celebridad. El resto de su vida se dedicó a dar conferencias, predicando la buena nueva. Y sus seguidores inventaron la próspera profesión de management consultants.

Para este tipo de estudios, no se usó la palabra productividad, que apareció después, y más bien fuera de los Estados Unidos. En los Estados Unidos se habló de scientific management, Taylor system, efficiency experts, efficiency engineers, motion and time studies, work studies, Taylorism y Fordism (porque Henry Ford aplicó los métodos de Taylor y volvió famosa la producción en serie de automóviles, aunque las bicicletas ya se producían en serie y, antes aún, los alfileres). Después, sobre todo en las universidades, se habló de industrial engineering y de operations research. En Alemania, Francia y otros países, se usó racionalización del trabajo, siguiendo a Max Weber, que habló de racionalización en la burocracia moderna (contabilidad, medición, reglas por escrito).

En la Unión Soviética se habló de estajanovismo. Tanto Lenin como Stalin se interesaron en el taylorismo para sus planes de industrialización. (La afinidad se entiende recordando lo que Marx había visto: que los empresarios quieren libertad en el mercado, pero planificación en su empresa.) Cuando el presidente Masaryk organizó en Praga el primer congreso internacional de scientific management (1924), hubo numerosos delegados de los Estados Unidos y de la Unión Soviética. (Quienes hayan leído Más barato por docena, o visto la película, recordarán que Frank B. Gilbreth, el ingeniero que desarrolló el taylorismo en la industria de la construcción, se emocionó tanto porque iba al congreso, que murió antes de partir. Dicho sea de paso, su viuda y colaboradora Lillian M. Gilbreth, desarrolló el estudio de la simplificación del trabajo en el hogar y nos habló de esto en 1955.) Curiosamente, por los mismos años en que el taylorismo / fordismo era criticado por John Dos Passos en The big money (1936), satirizado por Chaplin en Modern times (1936) y combatido por los sindicatos en los Estados Unidos, el minero Alekséi Stajanov se cubría de gloria como héroe del trabajo socialista. Había logrado extraer de la mina 102 toneladas en seis horas, cuando la cuota era de siete. La revista Time le dedicó su portada del 16 de diciembre de 1935, y la ciudad minera de Ucrania (donde realizó la proeza) cambió de nombre a Stajanov.

Taylor no tuvo la capacidad teórica de Marx, pero su influencia mundial en el análisis del trabajo resultó más amplia y duradera. Según Pedro Henríquez Ureña (Historia de la cultura en la América hispánica), el médico argentino Pedro Chutro, “en la guerra europea de 1914-1918, inventó, aplicó y difundió la ‘racionalización’ de la técnica operatoria, para ganar tiempo en la operación de los heridos”. Operaba como voluntario en un hospital militar de París, sabía (seguramente) de los métodos de Taylor y los aplicó en el quirófano.

Por lo que hace al origen, la productividad puede ser vista como algo que se produce solo (gracias a la providencia divina, el azar favorable o la inspiración) o por intervención humana (la voluntad de imponerse a la naturaleza, de explotarla, de producir, de progresar). Por lo que hace al resultado, puede ser vista como algo que se aprecia y se agradece, pero no se mide; o como algo que se mide con distintos criterios.

La medición tiene la ventaja de reducirlo todo a un elemento común, que permite calcular; pero tiene el peligro de omitir aspectos fundamentales, no fácilmente calculables. Esto se ha visto en la evaluación de proyectos, y no sólo cuando se omiten los aspectos humanos, ecológicos o estratégicos. Hay problemas de análisis hasta en lo puramente financiero. Las trasnacionales que evalúan proyectos de inversión saben que no es fácil jerarquizarlos por el simple cálculo de utilidades. ¿Estamos comparando la productividad intrínseca del proyecto, la disponibilidad de créditos atractivos, la coyuntura fiscal, la paridad de las monedas? Un mal negocio financiado con créditos baratísimos puede parecer un buen negocio.

Así también hay empresas artesanales sumamente productivas que parecen ineficientes, aunque son capaces de pagar créditos agiotistas que ninguna trasnacional podría pagar. Y un proyecto ecológicamente destructivo puede parecer un buen negocio si la destrucción no le cuesta a nadie (aparentemente). Conviene distinguir conceptos de productividad.

La productividad es finalmente creatividad: de la vida en el planeta y de la vida personal. La medida última de la productividad es la vida misma: su calidad, la clase de personas que produce, el nivel de la conversación social. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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