Somos iguales. Mi hermano y yo nacimos el mismo día. Mi rostro es el suyo; nuestros cuerpos son idénticos.
Nos debemos a Dios. Hemos curado a enfermos en su nombre.
Damián extiende los brazos al cielo en cuanto el moribundo que atendemos abre de nueva cuenta los ojos y nos enseña la saliva fresca en su lengua.
En las últimas jornadas he sentido, sin embargo, cierto temor. Dios, a través de nuestras manos, da cuenta de su poder y no sé si pagaremos por ello.
Tuve un sueño terrible. Damián y yo estábamos atados de pies y manos, en una habitación oscura. Un hombre entraba por la puerta estrecha y nos desataba para obligarnos a salir. Mi hermano y yo estábamos débiles.
La siguiente imagen del sueño me hizo despertar: Me habían cubierto la cabeza con una tela; escuché gritos y el murmullo caliente de una multitud frente a mí. Luego, el sonido de un metal contra otro y el filo de la espada en la nuca.
Mi hermano estaba al lado mío cuando desperté. Las telas de la cama se habían mojado con mi sangre pero yo no tenía herida ninguna en el cuerpo. Temí por nosotros.
A veces, cuando mi hermano se lleva la mano al rostro tras un día de convivencia con enfermos, pienso que somos desgraciados. ¿Por qué hemos sido designados para traer la fuerza de Dios a los que padecen?
Aquella mañana, tras el aviso, fuimos a la habitación del presbítero. La piel del hombre tenía el color de un fruto malogrado, su rostro brillaba en medio de la penumbra. Levanté las telas de su cama para descubrir el horror: Su pierna derecha había sido comida por la infección, se veía tumefacta, podrida ya.
Mi hermano me condujo a un extremo de la habitación y me preguntó si estaba de acuerdo en amputarle aquella extremidad inútil. De no hacerlo, la descomposición alcanzaría el resto de su cuerpo. Asentí. El hombre se salvaría por la Gracia de Dios.
La tarde siguiente, encontramos el cuerpo del sirviente en la calle, cerca de la casa del presbítero, entonces ideamos lo que es de todos conocido.
Daríamos al cuerpo del presbítero la extremidad potente de aquel sirviente. Otorgaríamos así un nuevo sentido a la muerte: el significado divino más puro: la salvación en un trasplante magnífico.
La piel del presbítero era más blanca que la del sirviente.
Desde la noche en que concluimos la hazaña, mi hermano fue distinto. No eran variaciones malsanas de carácter pues aún mostraba en cada uno de sus actos la generosidad de antaño. Se trataba de otra cosa. Los ojos de mi hermano fueron cambiando poco a poco de color. Habían pasado, para mi asombro, del marrón al verde más cristalino. Cuando la transformación se consumó, fui a buscar mi reflejo en el arroyo con la intención de constatar si a mí me había sucedido lo mismo. Descubrí que no era así.
Ignoraba el mensaje de Dios en estos hechos. ¿Qué nos decía nuestro Padre?
Le hablé a mi hermano acerca de sus ojos. Él comprobó que mis palabras contenían verdad.
El presbítero había muerto para entonces. Su supervivencia alcanzó seis días con sus noches tras el trasplante.
El infortunio de nuestra hazaña ocupó las bocas de los ciudadanos. Fuimos, con el paso del tiempo, otros para los hombres.
Los enfermos conservaban sus padecimientos a pesar de los talentos que, hasta entonces, Dios enviaba a nuestras manos.
La desgracia se multiplicaba en nuestros cuerpos. Tuve heridas en los brazos sin saber qué las provocó. Damián se desnudó el pecho para mostrarme pústulas que no sabía a qué atribuir.
Dios enviaba de esta manera sus palabras a nuestro cuerpo. En poco tiempo, seríamos polvo, quería decirnos.
La vela de nuestra habitación se consumía cuando mi hermano dejó de existir.
Estaba a mi lado y desapareció en cuanto volví la mirada para encender una nueva vela con el pabilo mínimo de la anterior.
Lo busqué por la casa, sentí en las sienes un dolor intenso que se convirtió en llanto. Damián se había ido del mundo.
Salí a la calle. Frente a nuestra casa, en el terreno de cultivo, un grupo de hombres subía a dos cruces de madera a mi hermano y a mí. No podía comprenderlo.
Vi cómo nos quemaron vivos, ardimos así atados a las cruces, sin sufrir ningún daño y vi, —desde la puerta de la casa, sentado en el suelo, con el cuerpo y el pensamiento vencidos por la ruina— cómo nos llevaron al patíbulo para dejar caer una espada sobre nuestros cuellos.
Y nuestras cabezas cayeron al suelo.
Cerré los ojos y acepté el destino. Puse las manos sobre mis piernas y percibí la potencia de mis músculos renovada de manera insólita. El cuerpo del sirviente estaba sobre mí. O quizá era mi propio cuerpo: quiero decir que, cuando alcé la cabeza para mirar sobre mi pecho, reconocí el cuerpo mismo del sirviente. Mis piernas eran las suyas, mis manos sus manos.
Damián yacía al lado mío, mirándome, y sus ojos eran otra vez de color marrón. Tenía la vista sobre mí, pero su gesto mostraba que no era a mí a quien observaba. Su expresión era serena o resignada.
Observé su cuerpo para reconocerme en él, o encontrar el recuerdo del cuerpo mío, de mi cuerpo perdido en él. Era imposible.
Fuimos hombres perfectos y libres de toda culpa. Fuimos iguales. La divinidad florecía en nuestras manos idénticas. Ahora ya no éramos poderosos ni semejantes.
Quise volver a nacer, lo acepto. Tras desearlo, comprendí que regresar al Mundo de los Hombres sólo era posible para algunos elegidos de Dios. Damián y yo habíamos procurado perpetuar el bien y la salud. Nuestra labor había terminado. Lo asumí en silencio, mientras un sopor incontrolable me hizo cerrar los ojos por última vez.
Escuché la voz de Damián, me dijo, con palabras sujetas en la certeza, que me despidiera de mi carne: aquel nuevo cuerpo que no reconocía como propio y que, a mi pesar, me pertenecía.
Dios estaba satisfecho.
(Ciudad de México, 1975) es autora, entre otros, de El animal sobre la piedra (Almadía, 2000) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012). En 2022 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela más reciente, Isla partida (Almadía, 2021).