Descubrí, el otro día, que habían reeditado la mítica edición de Austral de La vida del doctor Samuel Johnson. Llevaba un prólogo de Fernando Savater, donde éste explicaba no se me había ocurrido pensarlo nunca que Boswell fue “algo así como el padre del periodismo cultural y desde luego el inventor de ese género literario tan apasionante, superfluo o inexacto: la entrevista”. Boswell se pasó 22 años pegado a Samuel Johnson, convertido en su sombra y en el cronista del círculo de amigos de éste. Cuando se aburría o pensaba que no tenía nada que anotar sobre la vida de su perseguido, cuando le faltaba material, le hacía preguntas, a cual más rara a veces, y se iba inventando el género de la entrevista. Le preguntaba cosas desde luego muy raras, ese tipo de cosas que precisamente los entrevistadores de hoy también preguntan. Como, por ejemplo, “Si le encerraran a usted en un castillo con un niño recién nacido ¿qué haría?”. Como dice Savater, el resultado es tal apoteosis de la indiscreción irrelevante que el lector “se sume en una especie de éxtasis, como cuando lees de cabo a rabo cinco periódicos seguidos y se te va toda la mañana sin notarlo”.
Un libro siempre lleva a otro. La misma mañana en que releí de cabo a rabo La vida del doctor Samuel Johnson, encontré poco después casualmente una alusión a Johnson en un suplemento cultural. Ahí decían que Harold Bloom consideraba a Johnson el mejor crítico literario de todos los tiempos en lengua inglesa. ¿Había que creerle? No necesariamente. Debido a la gran cantidad de tonterías que decía en el libro escrito por Boswell, yo más bien tenía a Johnson por un patán elevado a leyenda por su biógrafo, que debía ser más burro que él, lo que, según algunos, explicaría su absoluta falta de pudor y su manera directa de enfocar las cosas, a fin de cuentas la clave de que el libro hubiera sido tan bueno, tan innovador y redondo. En el suplemento cultural explicaban, con pelos y señales, el origen humilde de Johnson, su formación universitaria, y su vida llena de dificultades económicas. Después de leer esto, creí que me esperaba una jornada normal. Pero no fue así. Buscando poco después un libro de Borges fui a parar a una colección de ensayistas ingleses, un libro prologado por Bioy Casares. Y ahí estaba de nuevo Johnson. Aquella, por lo visto, era la mañana de Johnson. Uno de los ensayos se titulaba “La queja del erudito por su propia timidez”. Buen título, pensé. Y consideré llegada la hora de averiguar por fin el verdadero nivel de inteligencia del “mejor crítico inglés de todos los tiempos”.
En su conmovedor ensayo, explica Johnson cómo, después de haberse dedicado durante años a estudiar y prepararse para la actividad intelectual, es invitado en Londres a una reunión muy mundana en la que espera tener una oportunidad para desplegar sus conocimientos ante tan numerosa e importante concurrencia. Sin embargo, pronto nota en la reunión que su timidez le juega una mala pasada, a lo que hay que añadir que la gente de aquella reunión habla de cosas que no están en los libros. Lo más grave del caso no es que hablen de estupideces y banalidades (hoy, para entendernos, sería gente petarda que estaría hablando de la última chorrada de un famoso del Hotel Glamour), sino que se ríen de él, y encima le lanzan indirectas sobre la inutilidad de las universidades, la tontería del saber aprendido en los libros y la torpeza de los eruditos. Medita entonces Johnson sobre su conflicto de timidez y se pregunta si no será que se ha pasado la vida estudiando sólo para convertirse en el hazmerreír del ignorante. Y se pregunta si no será que se ha privado de todos los goces corrientes de la llamada “gente normal” para recoger ideas que deben dormir en el silencio y para formarse opiniones que no debe divulgar. Es el mismo conflicto de timidez al que se ven arrastrados hoy en día muchos amantes de la lectura, eruditos o simples personas que piensan y que ven cómo se ríen de ellos o bien ven que son acusados extravagante acusación de leer o pensar demasiado. Sin embargo, no deberían dejarse intimidar y atreverse a divulgar su locura individual, esa “pequeña locura de bolsillo” de la que habla Tabucchi, esa locura con la que todos podemos luchar contra la ignorancia generalizada de muchos señores de la guerra, que han hallado en la fórmula de reírse de quien piensa distinto (o simplemente estudia o piensa) una manera de aplastar aquella “furia de la inteligencia contra las piezas gastadas” de la que hablaba Mallarmé. Pero angustia pensar que hayan pasado Mallarmé, Celan, Kafka y Benjamin, por ejemplo, que hayan pasado todos estos pensadores o poetas y tantos otros y que esta inteligencia no haya podido sembrar una labor eficaz en el terreno de la Historia. Y es que tal vez la Historia se ha hecho siempre sobre la base de la negación de una cierta intensidad de inteligencia. Estoy pensando ahora, por ejemplo, en el inefable señor Bush comentando, hace unos meses, que iría a Francia porque su amigo Chirac le había dicho que en ese país se comía muy bien. ¿Tantos años de universidad para no llegar a conocer ni este aspecto de Francia? No es extraño que Bush haya acabado invitando a sus súbditos a que las “patatas francesas” (french fries) pasen a llamarse freedom fries, “patatas de la libertad”. Qué horror. Hay que hacer algo. No podemos estar en manos de tan malos estudiantes, debemos suspenderles cuanto antes, que dejen de gobernarnos esos matones de la última fila de los pupitres de la clase, esos que revientan cualquier idea de estudio. Debemos tratar cada uno de nosotros de ir más allá de ese conflicto de timidez y sacar a relucir nuestra locura de bolsillo, frenar a los tiranos, volver a dar vida al estudio y la inteligencia. ~
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