Siguen preguntándome por el travestismo, y yo qué hago. Pues sonrío, atenúo mi gestualidad de impostor, travestizo en silencio mis ideas antiguas y modernas, me hago de rogar sin esquivar nada. Les digo que sobre tan escurridizo asunto no sé mucho. Callo, pero me gustaría que supieran algo de Severo Sarduy, en su tiempo un gran explorador de las relaciones entre travestismo y literatura. En su momento, el escritor cubano teorizó sobre el exceso de realismo que encontraba en el travesti, “ese exagerado, genial suplemento de feminidad” que hacía que las mujeres acabaran imitándoles. Recuerdo, me gustaría decirles, que en aquellos días el simulacro cosmético de los travestis brillaba en todo su esplendor en los ojos del pobre príncipe Koloutó, aquel personaje de Las viejas travestis de Copi que, al verlos en la Rue des Abesses de París, les chillaba con entusiasmo: “¡Vosotras, mujeres más bellas del universo!” Y se inclinaba hasta casi tocar el suelo con la frente ante unas gemelas rubias. “Yo amor sincero”, decía el bruto del príncipe.
Y también recuerdo, quisiera decirles, que el amor sincero por el suplemento genial de feminidad del travesti lo engarzaba Sarduy con un futuro programa estético en el que tendrían cabida las metamorfosis continuas de los personajes, las referencias constantes a otras culturas, las mezcla de idiomas, la división de cualquier libro en registros o voces. Todas éstas tenían que ser las características de una travestizada escritura nueva. “El futuro ya está aquí”, cantaba mi grupo favorito. Y yo, cuando escuchaba a Sarduy, sentía que estábamos en las postrimerías del horrible hombre de una sola pieza y que eran tiempos revolucionarios.
“La última trasgresión que le queda al hombre es la trasgresión de su propio cuerpo. Los travestís ejercen una cierta fuerza contra su cuerpo para transformarlo en algo bello”, escribía Sarduy. El travestismo, a través del cambio total de apariencia, se presentaba como una genial subversión metafísica. Parecía que íbamos hacia algo nuevo, y así ha sido, pero ese algo nuevo ha resultado ser terrorífico. Las ideas de Sarduy sobre la última trasgresión fueron pronto violentadas por una capa general de superficialidad conservadora. El ejercicio físico de transformar nuestros cuerpos se banalizó, se generalizó de forma penosa, y el mundo se convirtió en una cueva de horribles y vulgares seres tatuados, todos uniformados.
Ay, cómo detesto la uniformidad que traen consigo esos dibujos sobre la piel. Dibujos que me parecen todos iguales y, además, me recuerdan el espanto sin excepción que me llegaba cuando los veía en los cuerpos de los piratas de las películas que veía de niño, o grabados en la pálida nuca de mi padre, el futbolista. Sin poder evitarlo, el tatuaje lo he ligado siempre al futbol y al pillaje. Eso me lleva a moverme por estos parajes como un hombre convencido de que al mundo lo han tatuado para siempre. Tengo, además, el problema de ser un desgraciado al que le inyectaron la memoria del padre de un deportista y vivo muy mal en el presente, ya que éste se encuentra contenido en un pasado tan falso como metrosexual y rancio. Tal vez por eso dicen mis subordinados que mi despacho es travesti (en este 2021 la palabra comienza ya a tener un significado distinto) y rancio. Yo trabajo en la agencia de seguros Beckham. Soy su dueño, soy míster Beckham. Trabajo junto al edificio de la Motor Ford Company, y desde la ventana del piso treinta y cuatro observo los cansinos pasos de los obedientes ciudadanos de Denver, mis paisanos.
Pertenezco a un mundo que traicionó las revoluciones que Sarduy anunciara en el siglo pasado y que conozco gracias a esa memoria artificial que me fue no sé si vilmente inyectada. Compruebo cada día con dolor que las más pésimas predicciones de la ciencia-ficción se han cumplido. Tal vez lo peor de todo fue que las mujeres terminaran por sobrepasarse en su imitación del travesti y, tras su paso por la cirugía estética, destrozaran la naturalidad. Lo peor que podía suceder acabó pasando. Para ser bellas, ellas terminaron con la subversión. De modo que paradójicamente, lejos del subversivo cambio de apariencias con el que soñaba Sarduy, lo que hoy en día queda es sólo la voz propia; astillada, eso sí, en mil monsergas tristes y distintas. Como esta monserga mía de pobre dueño de los seguros Beckham. No hay esperanza para nadie en esta oficina de edificio alto. Todo comenzó en Faluya. Y hoy nuestra vida se reduce a monsergas y colonias penitenciarias de esclavos uniformados, tatuados. Me queda para el ejercicio de la libertad sólo mi falsa memoria, que al menos es silenciosa y secreta y que, al igual que papiros como éste, no están al alcance de los que reprimen. Sólo puedo escribir en secreto o reírme en silencio, pero ya es mucho. Reírme con cariño del desconocido Sarduy que, hablando de sí mismo, le dijo a un amigo en el París de 1988: “Eres gordo, eres calvo, bebes cerveza a las doce del día, eres etílico, pero eres Severo Sarduy”. Yo podría decir ahora lo mismo si no fuera porque me llamo Beckham y no soy feliz, aunque como consuelo me dejan en la rancia oficina cambiar de quejido y de monserga unos minutos cada día. Así somos de libres en esta miserablemente fea ciudad de Denver, Colorado. –
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