En su novela Ulises James Joyce usó vagamente estructuras de la Odisea de Homero para narrar un día en la vida de Leopold Bloom; como si pensara que cada hombre es todos los hombres, su texto es un compendio, o remix, de buena parte de la cultura humana hasta su época. Desde el momento de su publicación, la maraña de juegos del idioma, referencias personales y citas eruditas disparó la voracidad de los académicos: una catarata de obras derivadas que abarca la crítica literaria, las guías para su lectura (sin las cuales –se sugiere– la obra sería intransitable) e incluso una novela que a su vez desarrolla una novela obscena que Leopold Bloom escoge para su mujer Molly y de la cual hay sólo un esbozo en Ulises.
En un reportaje de The New Yorker se relata que Stephen Joyce, nieto de James Joyce, es la pesadilla de esta extendida comunidad mundial de “joyceanos”. Su arma: los derechos de autor. Con bastante éxito ha logrado impedir u obstaculizar desde trabajos académicos con extensas citas, o la publicación online de Ulises y Finnegans Wake (“obras seminales para la teoría del hipertexto”, según el reportaje), hasta el espectáculo unipersonal del actor Adam Harvey –una declamación del capítulo 41 de Finnegans Wake–, a quien Stephen habría dicho que al memorizar sus líneas estaría infringiendo el copyright… porque habría hecho una copia en su cerebro, se entiende.
Cuando Carol Loeb Shloss, profesora de la Universidad de Stanford, quiso publicar un libro sobre la hija de Joyce, Lucia, se encontró con la (agresiva) oposición del nieto. Recurrió entonces a Lawrence Lessig, un jurista constitucional de Stanford, para demandar a Joyce por algo inusual: uso abusivo del copyright. La elección de Lessig como abogado no se debe solamente al hecho de que ambos pertenecen a la misma universidad. Lessig es además cofundador de una organización sin fines de lucro para el uso “razonable” del copyright, inspirada en parte por el movimiento del software libre y de fuente abierta, llamada Creative Commons. Lessig y Shloss ganaron el caso.
Porque cuando James Joyce llenó de enigmas su obra, para mantener –como dijera– “a los profesores ocupados durante siglos”, echando mano de todo el espectro disponible, desde la cultura universal a claves personales, se transformó en cierta forma en lo que se conoce como un common. En Inglaterra un common, o común, es una porción de tierra sobre la cual ciertas personas (los commoners o comuneros), además del dueño, tienen derecho a ciertos usos; por ejemplo, al pastoreo, mientras el propietario conserva la exclusividad sobre los minerales y la madera. Por extensión del concepto, hoy se considera un common cualquier recurso que no tenga dueño, ni privado ni estatal, como el agua o los peces del mar.
Según Lessig, si bien hay comunes que pueden agotarse por sobreexplotación (la llamada tragedia de los comunes), otros –por el contrario– necesitan de la proliferación de su uso (so pena de que se produzca la tragedia de los anticomunes). Internet y la web serían un common de este tipo. La web fue creación del británico Tim Berners-Lee para la Organización Europea de Investigación Nuclear en Ginebra, con el fin de permitir a los investigadores compartir y trabajar conjuntamente documentos online, mediante el uso de protocolos de dirección (los actuales URL y URI) y el hipertexto HTML, que crea links remitiendo a otras páginas. (El HTML perfecciona la metodología académica de sustentar tesis con citas, notas al pie de página y referencias, cuyos fundamentos fueron sentados en el siglo III A.C. por los bibliotecarios de Alejandría, en sus ediciones críticas de la obra de Homero, cuando no tacharon versos que consideraron espurios para permitir la revisión de investigadores posteriores.) Al privilegiar, frente a un diseño centralizado, los estándares universales y abiertos, se optó por tener una web algo caótica; al impedir, de este modo, la creación artificial de ventajas competitivas y permitir el flujo libre de data, el resultado fue una explosión de creatividad, innovación y ganancias comerciales que llevó a la revolución de la web, montada sobre la revolución de la PC.
Originalmente, el copyright era una licencia de impresión para mapas, cartas de navegación y libros. Con los años pasó a cubrir obras derivadas. La intención, junto a otras figuras de la propiedad intelectual, como las patentes y las marcas, era fomentar la innovación y evitar el plagio mediante el otorgamiento de un monopolio temporal. En 1909, en el ámbito angloparlante, el copyright se convirtió literalmente en “derecho de copiado”, lo que según Lessig no habría constituido mayor diferencia, porque las copias se hacían en pesadas prensas. Al aparecer la fotocopiadora, sin embargo, y luego el soporte digital, las dimensiones cambian. Con la web pasan a ser astronómicas, porque cada acción es en esencia una copia, que además puede ser “bajada” y reelaborada. Kevin Kelly, cofundador de la revista Wired, sostiene en su blog que la pregunta de esta nueva economía es: “¿cómo seguir si las reproducciones de nuestros mejores esfuerzos son gratis? ¿Cómo hacer dinero vendiendo copias gratis?”
Una respuesta es Google, cuyo buscador funciona como un common (los usuarios tienen el derecho de usarlo, pero Google se reserva otros, como procesar la data proveniente de las búsquedas, para colocar mejor la publicidad, fuente de sus ingresos) que mejora entre más es “explotado”. La otra respuesta, diametralmente opuesta, es la actual jungla de patentes y copyright, cuyos irrisorios costos de transacción limitan su uso, perjudicando tanto al dueño de la licencia como al usuario, y frenando la innovación. Porque lo que se pensó como incentivo, el régimen de propiedad intelectual, puede transformarse en su contrario: una tragedia de los anticomunes.
Es lógico que Lessig, siendo constitucionalista, haya encontrado en la figura medieval del common un marco conceptual, y que el debate haya partido del ámbito de la computación y el software, cuya esencia son códigos, es decir, leyes, que permiten (o impiden) la reproducción y reelaboración de cualquier contenido. La revolución digital contiene al mismo tiempo una promesa de democratización universal (con su inevitable tendencia a la anarquía) y la posibilidad de nuevos monopolios y privilegios, como lo manifiesta la pretensión de las compañías de cable en Estados Unidos de “administrar” contenidos en la red, facilitando el flujo de unos en desmedro de otros… a cambio de una prima.
En los años ochenta Richard Stallman y la Free Software Foundation (FSF) dieron forma legal al llamado copyleft. Para la FSF un software es libre (y destacan la palabra “libre” frente a “gratis”) cuando el código fuente es abierto, y puede ser usado, reproducido y modificado por cualquier usuario. El copyleft exige que cualquier producto derivado mantenga su condición de libre y abierto y no pase a ser “propietario” y “cerrado”, restricción que es una diferencia esencial con la figura de “dominio público”, que no impone restricciones. El “movimiento de software libre” cuenta con muchas otras organizaciones además de la FSF, como la Open Source Initiative y Creative Commons, cuyas posiciones a veces resultan encontradas. Así, existen licencias fuertes y débiles, con diversos grados de permisividad, reteniendo algunos derechos y liberando otros, y en algunos casos permitiendo incluso el desarrollo comercial de software cerrado sobre otro abierto. En el caso de Creative Commons, sus licencias están diseñadas para obras creativas como páginas web, música, video, fotografía, sonidos y textos. El objetivo es “usar derechos privados para crear bienes públicos”.
Lo que se conoce como Web 2.0 está montado sobre software y estándares abiertos, como el servidor Apache o el sistema operativo GNU/Linux. El término fue acuñado en 2004 por el editor Tim O’Reilly y sus colaboradores para describir un cambio cualitativo en la red. La versión 1.0 servía para poner contenido a disposición del usuario. Con la web 2.0 el software habría pasado a transformarse en un bien genérico, o commodity, y la plataforma no sería ya el sistema operativo del computador (Windows, Mac, Linux) sino la web misma. De hecho, es posible trabajar online sin almacenar nada en el propio PC, con la ventaja de poder compartir archivos y trabajar simultáneamente con otras personas sobre ellos. Lo que implica una extraordinaria nivelación entre individuos en todo el planeta, en teoría, porque cualquiera puede crear, innovar o hacer negocios online donde sea.
Un gigantesco common de arquitectura participativa, que según el periodista Nicholas Carr es con frecuencia descrito en términos religiosos. Carr critica a Kevin Kelly cuando este habla del futuro de la web como un megacomputador (la Máquina) del que los humanos serían una parte más, “una mente nueva para una especie vieja”. Para Carr este entusiasmo es una especie de culto new age, y “así, todo lo que la web 2.0 representa resulta de por sí bueno: participación, colectivismo, comunidades virtuales, amateurismo”. El culto denigra al profesional en pro del amateur, lo que se expresa en las frecuentes loas al open source y la Wikipedia. Lo que más irrita a Carr es la exaltación del blogging, con su preferencia por la opinión frente al reporterismo, su tendencia a reforzar prejuicios y extremismos, su exposición de resentimientos personales, y una considerable divulgación de falsedades, todo por una supuesta rebelión contra la “hegemonía de los medios tradicionales”. Pero estos hacen el trabajo que no pueden hacer los aficionados: investigaciones serias y costosas, buscar balance informativo, sostener costosos departamentos de verificación de información, y la experticia del profesional frente al “periodista ciudadano”. Según Carr, internet estaría cambiando la economía y la economía de la cultura: Wikipedia no tendrá nunca la calidad de la Enciclopedia Británica pero es gratis, y gratis siempre triunfa sobre pago. Según él, las visiones extáticas de la web anuncian la hegemonía del amateur: “Por mi parte”, concluye, “no puedo imaginar nada más terrible”. La conjunción de la Edad Media con el mundo cyber. No en balde, internet es también el universo de la falsificación.
La crítica textual tiene sus fundamentos en los bibliotecarios de Alejandría, que discriminaron lo auténtico de lo espurio en la obra de Homero. Sentaron así las bases de la Cuestión Homérica: la eterna discusión sobre la identidad del poeta griego, la autoría de sus textos y la historicidad de los mismos. Hoy se supone que la Odisea y la Ilíada tuvieron fuertes influencias del epos del rey sumerio Gilgamesh y de la Biblia: la de Homero es una obra llena de referencias, el primer hipertexto. Como la de Joyce.
En 2002 la nueva Bibliotheca Alexandrina intentó retomar el espíritu de su legendaria antecesora, destruida por las guerras hace siglos. Entre otras cosas, en ella se encuentra el backup del Internet Archive de San Francisco, fundado por Brewster Kahle luego de crear Alexa, una página que contabiliza el tráfico de la web en todo el mundo. Mediante una “máquina del tiempo” o “Wayback Machine”, realiza instantáneas de todas las páginas Web existentes. Además, digitaliza otros “artefactos culturales”: libros, tablas sumerias, películas, discos, software y cualquier contenido que alguien desee donar. Incluido el licenciado por Creative Commons, que permite a los usuarios su reelaboración.
El principal problema con el que tiene que lidiar el Archivo es la legislación del copyright. En 2004 presentó querella contra el gobierno norteamericano, en el caso Kahle vs. Ashcroft; el abogado litigante era Larry Lessig. Argumentaba que una enorme cantidad de obras no podía ser digitalizada o archivada debido a un cambio –que juzgaba inconstitucional– en la legislación de copyright en Estados Unidos, que pasó a un régimen de protección automática, eliminando la obligación de registrar las obras. Al desaparecer el registro, localizar a los poseedores de los derechos era una tarea imposible, creándose un universo de “obras huérfanas”. Si a esto se agrega la extensión del término del copyright a setenta años después del fallecimiento del autor, que en una ocasión anterior Lessig impugnó –sin éxito– por inconstitucional, la cantidad de producción cultural e intelectual que se sustrae al público es formidable. Lessig también perdió este caso.
En una entrevista otorgada al sitio www.elektrischer-reporter.de, sostenido por el Handelsblatt de Hamburgo, Kahle sostuvo: “Nuestra misión es ayudar al acceso universal a todo el conocimiento humano. Y, de forma increíble, esta meta, que parece tan lejana, se encuentra tecnológicamente en nuestras manos.” Como si, al igual que Lessig, creyera que cada hombre es todos los hombres. ~