Dos antropólogas, la amistad y la Revolución

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Dice la antropóloga Natalia Bolívar Aróstegui que ella no fue solo una discípula de Lydia Cabrera, sino “su perro faldero”. Empezaron a trabajar juntas en 1954, cuando el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana consideró imprescindible contar con varias salas dedicadas a la cultura negra. Más tarde la Revolución puso distancia entre ambas intelectuales, que habían tomado posiciones muy diferentes ante la misma. Sin embargo, el respeto y admiración mutua resistieron al paso de los años.

Rodeada de cuadros y de libros, Natalia Bolívar me recibe en su casa de La Habana con la cordialidad de quien no tiene nada que ocultar. A sus casi noventa años recuerda cómo conoció a su maestra: “yo quería trabajar con Lydia y mis padres, que eran amigos de su familia, me pusieron en contacto con ella. Entré en el museo cuando estaba montando las salas dedicadas a la impronta africana en Cuba. Nunca se puede olvidar a la persona que te enseña”. Las dos se habían interesado por las tradiciones negras en su infancia, cuando las criadas afrodescendientes que trabajaban en sus casas les contaban fábulas que habían llegado con la esclavitud desde el otro lado del Atlántico. Aunque tenían 35 años de diferencia, tanto una como otra eran hijas de la aristocracia habanera, que según los códigos sociales de la época dejaba la educación afectiva en manos del servicio doméstico. Natalia Bolívar me explica que su niñera, Isabel Cantero, o Chicha, como la llamaban, era una conga muy sabia, que en cierto sentido cumplió una función maternal y la adentró en las Reglas de Palo Monte. Gracias a ella asistió una madrugada, sin que lo supieran sus padres, a una misa espiritual. “Entonces era muy diferente a lo que puede verse hoy. Muchos de los buenos babalawos se han muerto o se han ido del país.” Algo parecido le sucedió a Lydia Cabrera, que al comienzo de El monte, un texto que se considera la biblia para estos misterios, da las gracias a Teresa M, conocida como Omí-Tomí, la costurera que trabajaba para su familia. Ella la llevó por primera vez a un asiento y le presentó a Calixta Morales, Oddeddei, tratada como una reina en el cabildo de Santa Bárbara.

Lydia Cabrera, de los dioses de Egipto a los de Cuba

La primera vocación de Lydia Cabrera (La Habana, 1899-Miami, 1991) fue la pintura. En 1922 presentó sus propias obras en el Salón de Bellas Artes y ese mismo año fundó la Asociación Cubana de Arte Retrospectivo, con la intención de preservar objetos tradicionales como abanicos, encajes, bordados, joyas o mobiliario. Cinco años después se instaló en París para asistir a las lecciones de Maurice Utrillo. Al descubrir a los dioses de Egipto y de la India en el Museo del Louvre, recuperó su fascinación por el panteón yoruba. Probablemente influida por la escritora Teresa de la Parra, a la que durante sus largas convalecencias en sanatorios de Suiza le contaba las leyendas que había aprendido de niña, se propuso dejar por escrito la tradición oral de los afrodescendientes. Este fue el germen de un libro que años más tarde la editorial Gallimard publicaría en francés bajo el título de Contes nègres de Cuba. Luego Cabrera y De La Parra se instalaron juntas en Madrid, donde se relacionaron con otras intelectuales latinoamericanas como Gabriela Mistral o Norah Borges. En España la antropóloga también conoció a Federico García Lorca, que, cuando visitó Cuba, se dejó llevar por ella a los toques de santo y los cortejos abakuá. La autora recuerda en El monte “el terror que los iremes, con sus blancos ojos de cíclope”, infundieron al poeta y añade que si un Diáguilev hubiera nacido en la isla “habría hecho desfilar estos diablitos de los ñáñigos por los escenarios de Europa”. Y Lorca le dedica a Lydia Cabrera “y a su negrita” el Romance de la casada infiel.

Para Natalia Bolívar, el antropólogo Fernando Ortiz “arrojó una mirada científica sobre la cultura de la isla” en libros como Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, mientras que Lydia Cabrera –que por cierto era cuñada del anterior– “recogió la voz popular del negro”. La autora de El monte sumerge al lector en un universo desconocido para los no iniciados. Aunque no pueda entenderse todo lo que dice, la autenticidad con la que se expresan las revelaciones de los creyentes conmueve con la fuerza de la gran literatura. Guillermo Cabrera Infante –que pese a la coincidencia del apellido no era familiar suyo– consideraba que era la mejor escritora cubana de todos los tiempos y se refiere a ella como antropoeta. No por casualidad fue Lydia Cabrera quien tradujo por primera vez al castellano el libro del martinicense Aimé Césaire, Cuaderno de un retorno al país natal, obra importantísima para Nicolás Guillén y para todos los escritores que han buscado las raíces de la negritud. Natalia Bolívar añade que la influencia española en la isla representa el 40% y que el 60% restante es africana.

Cuando le pregunto a Natalia Bolívar cómo era Lydia Cabrera, me dice que exigente, culta, educada y cosmopolita. Estaba en contacto con los grandes antropólogos de su tiempo, como Alfred Métraux, Pierre Verger, Roger Bastide y William Bascom, a los que en 1956 había invitado a la laguna sagrada de San Joaquín, en el centro de la isla. Allí mismo, ella se encargó de hacer el primer registro sonoro de la música de los cultos lucumíes, congos y ararás, recogida en una colección de catorce discos, grabados por Benito Bolle y Oduardo Zapullo. Su amor por Cuba la llevó a restaurar la iglesia de Santa María del Rosario, en una de cuyas pechinas Nicolás de la Escalera había pintado junto a santo Domingo el primer retrato de un hombre negro. También salvó de las ruinas el Palacio de Pedroso, en La Habana Vieja, y la Quinta de San José en Marianao, donde vivía con la archivera e historiógrafa María Teresa de Rojas, su pareja y cómplice en las innumerables iniciativas que puso en marcha para rescatar del olvido la memoria del pueblo.

Natalia Bolívar, la Revolución y los orishas

Natalia Bolívar (La Habana, 1934) me cuenta que para ella la pintura también ha sido una de sus grandes pasiones. De joven recibió una beca para formarse en Nueva York, pero su madre no la dejó marcharse. Cuando empezó su actividad en la resistencia contra la dictadura de Batista, tuvo que abandonar los pinceles por falta de tiempo. Años más tarde los recuperaría. En el Museo Nacional de Bellas Artes, además de hacer las visitas guiadas para turistas debía preparar algunas conferencias y resultaba imprescindible el trabajo de campo, así que enseguida empezó a moverse por la isla sin levantar sospechas. Es cierto que había conseguido algunos informantes de primer orden gracias a Pepe Wangüemert, su amor de entonces, miembro como ella del Directorio Revolucionario y amigo de muchos garroteros en Guanabacoa. La propia Lydia Cabrera se quedó impresionada con la calidad de su ponencia sobre la sociedad secreta abakuá.

Añade que a su madre no le gustaba que siempre anduviera “metida en cosas de negros”, ni mucho menos sus simpatías revolucionarias, que la llevaron a la clandestinidad meses antes de que cayera Batista. Natalia Bolívar fue una de las integrantes más comprometidas de Mujeres Oposicionistas Unidas. Le pregunto si alguna vez pudo hablar con Lydia Cabrera sobre su activismo y me dice que eso hubiese sido impensable, porque su maestra era asesora de la Junta del Instituto Nacional de Cultura. “Pero una de las últimas veces que nos vimos –recuerda– la acompañé a la localidad de Cárdenas para visitar a un informante de noventa años que practicaba la adivinación con caracoles y cocos, porque ella quería tomar unas notas sobre los Apere-Ti del Obbi (oráculo del coco). Este le dijo: ‘señorita Lydia, usted está bien, no necesita que le tire los caracoles, pero la que le acompaña trae a la muerte consigo. El problema es que está jugando con armas de fuego’. Luego me dio un achagbá (collar) de Oggún con Ochosi para protegerme de la injusticia y me explicó todo lo que me iba a pasar. Al volver a La Habana, mi maestra se enfadó muchísimo conmigo: ‘¿pero qué andas haciendo?’, me preguntó inquieta. Una semana después me detuvieron.” Mientras la torturaban se le abrió la camisa y cuando su verdugo vio el collar se asustó. Asegura que gracias a lo que le había dicho el anciano sabía incluso la protección que este llevaba en sus bolsillos y se la fue diciendo. Desde entonces la apodaron “La bruja” e inmediatamente la dejaron libre. Todavía hoy, a la entrada de su casa veo un collage en el que distintas herramientas del achagbá de Oggun rodean su foto de presidiaria. El número con el que la identificaron ha sido para ella una cifra de la suerte durante el resto de su vida.

La pregunta que se hacen muchos lectores de El monte es si Lydia Cabrera era practicante de estos cultos. Natalia Bolívar me asegura que se había consagrado a Yemayá, la diosa del mar, que en el sincretismo afrocubano es la Virgen de Regla. Ambas han sido respetuosas con todas las creencias. Natalia Bolívar ha recibido a Oddúa y Obatalá, según Ifá y la Regla de Ocha o santería, y es mayombera, trabaja con unas prendas o nganga –receptáculo que contiene todos los elementos de la naturaleza, una especie de micromundo–, que resguarda con celo en su biblioteca. Sus prendas son muy valiosas porque tienen más de cien años. Les ha pedido que le den fuerzas para superar el dolor, pero según me cuenta le han dicho que debe aceptar lo que viene. Son muchas las personas a las que Natalia ha ayudado. Entre ellos se encontraban sus propios compañeros del Directorio Revolucionario. Ella además sigue siendo asesora de artistas e intelectuales en cuestiones relacionadas con los cultos afrocubanos. Ha trabajado con músicos y bandas, por ejemplo Lázaro Ros, X Alfonso, Síntesis y directores de cine y teatro, entre los que están Titón –nombre con el que es conocido Tomás Gutiérrez Alea–, Manuel Octavio Gómez, Roberto Blanco o Armando Suárez Villar. A ellos les orientaba, en las escenografías y explicándoles cómo viste y se comporta determinada persona que tenga asentado un orisha. Fue así como surgió la idea de escribir un vademécum que pudiera guiar a quienes no conocieran este universo cultural. Lo tituló Los orishas en Cuba y durante cuatro años estuvo retenida su publicación. Supo que se estaba distribuyendo entre los babalawos gracias a su padrino, que en pleno Periodo Especial –uno de los momentos de mayor carestía en la isla– la invitó a tomar un filete con patatas a un restaurante. Cuando ya estaba allí, entusiasmada con la posibilidad de comer carne, le enseñaron su libro, escondido tras la portada de las obras completas de Marx y Lenin. Este fue el motivo que le permitió reclamar que finalmente se publicase: hasta entonces el Comité Central alegaba que había plagiado a Lydia Cabrera, cuando sin embargo incluía las citas necesarias correspondientes. Probablemente el verdadero problema era que se lo había dedicado a su maestra, en un momento en el que la autora de El monte era un tabú y cualquier alusión a las religiones afrocubanas, sospechosa de ser contrarrevolucionaria.

Pese a la distancia, el recuerdo

Con el triunfo de la Revolución Lydia Cabrera se había exiliado. Volvió a pasar por Madrid y finalmente se instaló en Miami. Desde el otro lado del estrecho de la Florida se lamentaba, porque creía que en Cuba se habían olvidado de ella. Le pregunto a Natalia Bolívar si volvió a ver a Lydia Cabrera. “No, ni siquiera nos pudimos despedir. Yo tomé el museo militarmente y ella tuvo que marcharse. Habría sido imposible que se quedara aquí por muchos motivos. Era una mujer muy independiente en un mundo de hombres, lo que no gustaba. Además, había ocupado puestos relevantes en la época anterior.” Tampoco pudieron mantener una correspondencia, porque durante las primeras décadas de la Revolución estuvo prohibido enviar cartas a los Estados Unidos. Su madre, sin embargo, al tener a un hermano en la Florida, sí pudo viajar a Miami y visitarla un par de veces. Cuando en 1990 se publicó Los orishas en Cuba, logró enviarle un ejemplar a través del antiguo jardinero que había trabajado en casa de Lydia Cabrera y que entonces había conseguido un permiso para entrar y salir de la isla. Su maestra le respondió dándole las gracias y dedicándole unas fotos.

Años después Natalia Bolívar viajó a Miami, donde según dice vio colgado en una casa particular un cuadro con el sello del Museo Nacional de Bellas Artes, la institución en la que había trabajado junto a Lydia Cabrera y que ella misma acabó dirigiendo años después. “A mí me han botado de todos los sitios, también del Partido Comunista, pero eso me dio igual, porque la política no me ha interesado nunca. Lo que de verdad me dolió fue que se vendieran los cuadros que son de todos los cubanos, y que además se hiciera en beneficio propio, no del pueblo.” Gracias a su poder de convicción había conseguido que Julio Lobo dejara en la isla la colección que hoy conforma el Museo Napoleónico y también hizo realidad el Museo Numismático. Cuando llegó a la Florida, quiso ver a su maestra, pero Lydia Cabrera estaba muy enferma y no pudo recibirla: según cuentan los que se encontraban junto a ella, sus últimas palabras antes de morir fueron “La Habana, mi Habana”. Natalia Bolívar ha mantenido vivo el legado y el recuerdo de la autora de El monte, que después de ser una obra proscrita en la isla durante más de treinta años, volvió a publicarse en 1993. Por muy distintas que sean las posiciones que se tomen ante los hechos históricos, la amistad y el respeto intelectual unió en el recuerdo a dos antropólogas dedicadas a transmitir a las generaciones futuras la cultura cubana. ~

Breve glosario

ABAKÚA: Sociedad secreta de socorros mutuos y ayuda fraternal de origen carabalí.

ACHAGBÁ: Cadena.

APERE-TI DEL OBBI: Oráculo del coco.

ASIENTO: Ceremonia de consagración de un orisha.

BABALAWO: Sacerdote de Ifá, que adivina según este método y tiene ahijado dentro de la religión.

CABILDO DE NACIÓN: Asociación de esclavos y negros libertos que luego derivaron en casas-templo.

iIFÁ: Sistema de adivinación que utilizan los babalawos y está regido por Orula.

IREMES: Representación simbólica del antepasado.

MAYOMBERO: Sacerdote dentro de Mayombe, una de las vertientes de la Regla de Palo Monte.

NGANGA O PREDNDAS: Receptáculo de barro, hierro o güira, que contiene las cargas mágicas de los creyentes de la Regla de Palo Monte.

ÑÁÑIGOS: Miembros de la sociedad secreta Abakuá.

REGLA DE OCHA: expresión religiosa afrocubana de origen yoruba, también conocida como santería.

REGLAS DE PALO MONTE: Distintas expresiones religiosas afrocubanas de origen congo.

TOQUE DE SANTO: Ritual en el que los practicantes de la Regla de Ochá tocan, cantan y bailan.

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es periodista y poeta. En
2022 ha publicado La revolución exquisita
(La Bella Varsovia)


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