Nacido en Lituania en 1911, Czeslaw Milosz es nuestro poeta secular no sólo porque es coetáneo del saeculum, sino porque el sintagma "el siglo" aparece una y otra vez en su obra. Década tras década, la historia de su vida y la historia de su tiempo han caminado paralelas. Estudiante en Vilna y París durante los años veinte y miembro de la vanguardia literaria polaca en los treinta. Comprometido con la Resistencia de su país y testigo en los años cuarenta de la destrucción del ghetto de Varsovia y de la derrota que el Levantamiento infligió a los nazis, tras lo cual obtuvo el cargo de agregado de la embajada de la República Popular en Washington. Luego de su ruptura con el régimen en la década de los cincuenta, se convirtió en un intelectual exiliado en Francia: su equivalente a los cuarenta días en el desierto. En los sesenta, coincidiendo con el apogeo estival de sus poderes poéticos, fue profesor de lenguas eslavas en la Universidad de California, en Berkeley, un Salomón entre los muchachos de las flores. En los setenta, todavía en plena vena creativa, su status cambió de escritor émigré a visionario de talla mundial. En los ochenta, laureado con el premio Nobel, fue una fuerza política y moral en la Polonia de Solidaridad. Y en los noventa, un prodigio de incesante vitalidad imaginativa, una voz situada a medio camino entre los extremos de Orfeo y Tiresias.
Cronológicamente, pues, Milosz es casi tan viejo como el siglo, pero culturalmente su vida comprende el milenio que está a punto de concluir. Nacido en el seno de una familia católica en las tierras boscosas de Lituania, creció en una cultura que aún tenía memoria de ciertas creencias populares y oscurantistas y de los fulgentes sistemas de la escolástica medieval y el neoplatonismo renacentista. Su experiencia de las crisis ideológicas y militares provocadas por el marxismo y el fascismo hacia mediados de este siglo podría equipararse a las crisis de la Reforma y las guerras de religión que marcaron el ecuador del milenio, del mismo modo que su abandono del extremismo ideológico en los años cincuenta en beneficio de una mentalidad más volteriana podría corresponder al periodo de la Ilustración. Le siguió una etapa romántica, signada por una adhesión absoluta a la poesía y una confianza plena en su "alma profética", y ha terminado instalándose en lo alto de una colina con vistas a la Bahía de San Francisco, como un sabio en su montaña, manteniendo la gravedad del ser al tiempo que respira el aire cada vez más ingrávido, tardo-capitalista y posmoderno de California.
Sin embargo, nada de esto importaría gran cosa si no hubiera recibido el don de, según lo define W. B. Yeats, "articular dulces sonidos juntos". La poesía de Milosz, incluso en traducción, cumple con la vieja expectativa de que la poesía debe deleitar al tiempo que instruir. Ostenta un equilibrio magnífico. La aguja se mantiene firme entre el principio de realidad y el principio de placer: Próspero y Ariel se afanan en poner su peso a ambos lados del argumento. Milosz habita en el medio, a veces trágica y a veces deliciosamente, pues no reniega jamás de sus vislumbres del cielo en la tierra ni de la certeza de que este mundo es un valle de lágrimas.
Hay algo de Virgilio en esta combinación de suspicacia idealista y comprensión melancólica. De hecho, hay algo de Virgilio en el arco total del destino de Milosz, lo mismo como hombre que como poeta. Al igual que el autor latino, Milosz es un niño del campo, que inicia su andadura a ras de suelo, con el grano que madura y los animales que pastan, y la concluye en el equivalente en nuestro siglo de la corte imperial. Ambos poetas han dejado una obra juvenil que es confiadamente "lírica" y que "canta la gloria de las cosas por lo que son", mientras que, en su madurez, y en obras más extensas y elaboradas, han procedido a expresar de manera vibrante y caudalosa su percepción de las lacrimae rerum. El tema central de estas obras son "las armas y el ser humano", y el tono de su poesía se hace por momentos más doliente.
Por ejemplo, una obra relativamente temprana de Milosz, una secuencia lírica escrita durante la guerra y titulada "El mundo: Un poema ingenuo", es una suerte de equivalente en el siglo XX de las Églogas de Virgilio. Los cabreros de Virgilio tocan sus flautas rústicas y participan en certámenes musicales en un érase-una-vez en el que sin embargo planea el fantasma de la realidad contemporánea. Los desahucios, las confiscaciones de tierra y el estrago de las guerras que siguieron al asesinato de Julio César son el fondo oscuro que sostiene el espejo de sus pastorales. Su famosa Égloga cuarta o milenarista, que los apologistas cristianos leerían más tarde como una profecía del nacimiento de Cristo, fue casi con toda certeza una celebración del Tratado de Brindisi, firmado en el año 40 a. de. C. por Marco Antonio y Octavio, de ahí que su visión de un regreso a la Edad de Oro sea la expresión cifrada de una esperanza de paz venidera para el mundo romano, aunque todo lo que el futuro inmediato les reservara fuera la batalla de Accio.
"El mundo", que ocupa un lugar semejante entre lo idílico y lo político, se imprimió originalmente en condiciones clandestinas, en una imprenta manual de Varsovia. En el mismo instante en que los nazis ocupaban la ciudad y los campos de concentración se abrían como bocas infernales por toda Europa, Milosz alzó los ojos a la luz solar y copernicana de su hogar infantil, un territorio donde los ángeles guardianes flotaban en el aire y la seguridad de la casa familiar era percibida como una garantía universal y eterna de armonía y benignidad. El estilo del poema pretende evocar la caligrafía de un cuaderno escolar, con sus tipos grandes y simplificados, y esta sección, titulada "El porche", es la tercera en una serie de veinte:
El porche, con su puerta que mira hacia el oeste
Y sus grandes ventanas, toma el calor del sol.
Desde aquí, todo en torno, puedes tender la vista
Sobre el agua, los árboles, los prados y un sendero.
Pero cuando los robles se han cubierto de verde
Y la sombra del tilo divide los parterres,
El mundo, en la distancia, se torna una corteza azul, dudosa,
Una sombra que las hojas llenan de motas.
Aquí, junto a una mesa, dos hermanos
Dibujan de rodillas escenas de batalla o cacerías.
Una lengua rosada entre los labios se afana en empujar
Las formas de los buques, y uno de ellos naufraga.
En él ánimo del poeta estaba conjurar una visión de la tierra de Arcadia, desde el convencimiento irónico de que la única línea de defensa entre esa tierra y la tierra de las pesadillas era la frontera de la escritura, la línea que es preciso trazar entre lo imaginado y lo padecido. Como en el caso de Virgilio, la felicidad del arte era en sí misma un recordatorio desgarrador de la desolación de los tiempos.
No tiene sentido forzar el paralelismo con Virgilio. La imagen que define la imaginación de cada poeta al nacer es la de un niño mecido y acunado en un caparazón, y en cada caso la experiencia de este mundo-caparazón veló gradualmente su entendimiento y bloqueó en gran medida la luz del mundo-cuna, aunque la luz misma no dejó de manar. Baste decir que el retrato de Virgilio que el gran poema en prosa de Hermann Broch sobre su muerte llevó a los altares, el retrato de un hombre alucinado en el centro del universo de la real-politik, un hombre sojuzgado por la memoria incluso a medida que se le empleaba como profeta, un hombre atareado en las galerías subterráneas del lenguaje y a quien otros tenían por guía en los pasillos del poder; baste decir que ese retrato es igualmente adecuado a la figura del poeta que Milosz creó para nuestro siglo.
Uno de los desafíos que W. B. Yeats le plantea al artista lo bastante privilegiado como para "articular dulces sonidos juntos" es el de procurar que "la civilización no naufrague" y llevar a cabo "la gran tarea del intelecto espiritual". "No hay tarea grande", declaró Yeats en su poema "El Hombre y el Eco", "que no limpie la tabla sucia del hombre". Milosz no eludió esta labor de vigilancia y corrección, y sus escritos en prosa sobre los dilemas morales y políticos de su tiempo son un respaldo indispensable de su poesía y sus novelas. En un libro como La mente cautiva, Milosz se mostró a la altura de las circunstancias históricas con una obra que dice j'accuse a los miembros de su generación en Polonia, los colegas artísticos e intelectuales que, bien por ardor ideológico, bien por cansancio, se derrumbaron en brazos del marxismo. Pero lo que le da al libro una ventaja sobre otros frutos polémicos de la guerra fría es el hecho de que también afirma: "En mi camino sólo rindo cuentas ante la gracia de Dios y ante mi propia soledad." La claridad y el rigor de sus racionalizaciones le sitúan en el mismo plano que Orwell, pero detrás de los análisis políticos e intelectuales uno percibe que su autor está siendo testigo de un drama mucho más antiguo, la lucha entre Dios y el diablo por hacerse con el alma del hombre común (el Everyman de los autos sacramentales del Medioevo).
En otras palabras, Milosz será recordado como alguien que mantuvo con vida la idea de responsabilidad individual en una edad de relativismo. Su poesía reconoce la inestabilidad del sujeto y nos muestra una y otra vez la conciencia humana como un ámbito de discursos contendientes, mas no permite que esta concesión niegue el mandato inmemorial que nos conmina a la firmeza moral y de espíritu. Algo así, en cualquier caso, deja claro en un poema llamado "Ars Poetica?", donde el signo de interrogación en el título no es un gesto trivial, sino una forma de reconocer sus dudas sobre el valor de la vocación poética, una duda por lo demás tan seria como la que podía albergar un cristiano del XIX sobre la verdad literal del Libro del Génesis:
El fin de la poesía es recordarnos
Cuán difícil es ser una sola persona,
Pues tenemos la casa abierta, no hay llaves en las puertas,
E invisibles huéspedes entran y salen a su gusto.
Hay mucho en juego de principio a fin en la poesía de Milosz. Después de todo, la tradición humanista cristiana la tradición en que nació y que tuvo un efecto tan formativo en su sensibilidad fue objeto de amenazas y asedios desde el mismo momento en que su autor tuvo conciencia de sí. Lo que ha nutrido y enriquecido su imaginación es una visión fundamentalmente religiosa, basada en la doctrina de la Encarnación. Esto supone un asentimiento a la desnuda y asombrosa proposición de que mediante la encarnación del Hijo de Dios en la figura de Cristo lo eterno ha intersecado con el tiempo, y que mediante esa intersección los seres humanos, con todo y ser criaturas temporales, tienen acceso a una realidad fuera del tiempo. Tal, después de todo, es la visión que nos ha dado buena parte de lo que es glorioso en el arte y la arquitectura occidentales la catedral de Chartres y La Divina Comedia, El libro de Kells y Paraíso perdido, el canto gregoriano y la Capilla Sixtina y que todavía transporta a este poeta a ocasionales pronunciamientos sinfónicos.
"Tal vez olvidamos con demasiada facilidad", dijo Milosz en una entrevista, "la mutua hostilidad de siglos entre, por un lado, la razón, la ciencia y la filosofía de inspiración científica y, por otro, la poesía". La figura del poeta como alguien encargado de una misión secreta y que custodia verdades vitales le resulta muy atractiva. La memoria cultural, viene a decir la obra de Milosz, es necesaria para la dignidad y la supervivencia humanas. La pretensión que hay detrás del uso de grandes modelos preconcebidos en sus poemas es que se escuchen como variaciones de temas antiguos; son patrones que reconocen la aparente fragilidad del trabajo llevado a cabo por artistas y visionarios, pero que aun así lo contraponen sin cesar al trabajo realizado por los ejércitos y otras formas de fuerza opresiva. Las líneas que siguen que no son sino un canto en honor a la composición poética constituyen un pasaje de esta índole y conforman el movimiento inaugural de la serie "Desde la salida del sol", escrita en Berkeley a principios de los setenta:
Sea lo que sea lo que lleve en la mano, un punzón, un junco,
una pluma de ave o un bolígrafo,
Dondequiera que esté, sobre las baldosas de un atrio, en la
celda de un claustro, en un salón frente al retrato de
un rey,
Atiendo asuntos que me han encargado en las provincias.
Y comienzo, aunque nadie puede explicar por qué y para qué.
Tal como lo hago ahora, bajo una nube azul oscuro con un
destello de azabache.
Los sirvientes están ocupados, lo sé, en cámaras subterráneas,
Haciendo crujir rollos de pergamino, preparando la tinta de
color y la cera de los sellos…
*
Vastos territorios. Brumosos trenes parpadeantes.
Los niños caminan junto a un descampado, todo es gris más
allá de una aldea estonia.
Royza, capitán de la caballería. Mowczan. Furiosos
ventarrones.
Nunca más me arrodillaré en mi pequeño país, junto a un río,
Para que lo pétreo en mí se pueda disolver,
Para que nada quede sino mis lágrimas, lágrimas.
Todo lo que me resulta digo de admiración y de confianza en la poesía de Milosz, todo aquello a lo que vuelvo una y otra vez, se halla en estas líneas. El aquí y el cualquier sitio, el ahora y el siempre del momento poético. Aquello que es existencialmente urgente y necesario, pero que ha sido pensado y captado en el lúcido orden de la poesía misma. Cada una de las asociaciones que invocan estas líneas es una clarificación de un misterio no enigmático. Hay algo inevitable en su interior, una sensación de que estamos en presencia de una fuente de sentido.
"¿Qué es la poesía se preguntó Milosz en una ocasión si no puede salvar/ a una Nación o una persona?" La naturaleza exorbitante de esta pregunta es connatural a un superviviente de tiempos oscuros, alguien a quien los sucesos del Holocausto pasaron rozando, y muchos de cuyos contemporáneos murieron en los tiroteos callejeros del Levantamiento de Varsovia. Pero, no obstante esta autoacusación, Milosz es un poeta digno de su siglo porque jamás se ha olvidado de la terrible realidad de estos eventos. Al término de una conferencia en su honor a la que asistí en Los Ángeles en 1998, dijo, cosa típica en él, que si bien se habían discutido numerosos asuntos, no se había prestado suficiente atención al sufrimiento humano. No obstante, en el interior de este hombre que nos recordaba el sufrimiento, que había visto a los tanques borrar países y pueblos europeos, y que había visto llegar las bolsas de cadáveres de Vietnam en el momento candente de la cultura alucinógena de Haight Ashbury; en el interior de este hombre, digo, sobrevivía el niño que había hecho la primera comunión en la edad de la Inocencia; y a pesar de que el "fracaso humano" era algo evidente para el adulto, ello jamás supondría una negación de los raptos y momentos de trance de aquel niño.
Milosz es un gran poeta y tiene un lugar en el panteón del siglo XX porque su obra satisface el apetito de gravedad y alegría que el término "poesía" despierta en todos los idiomas. Restaura la eternidad del niño a la orilla de las aguas, pero expresa igualmente el desaliento del adulto al descubrir que su nombre "está escrito en el agua". En lo que a nosotros concierne, nos ayuda a preservar la fe en aquellos momentos en que estamos súbitamente alertas a la dulzura que es vivir en un cuerpo, pero no nos absuelve de las responsabilidades y castigos que supone ser parte de la vida de nuestro tiempo.
A fin de celebrar este logro, pues, y de dar un ejemplo más de cómo las cosas que pueden parecer endebles o inútiles se pueden transfigurar con la poesía, convertidas en vínculos vitales para el espíritu, concluiré citando la totalidad de un breve poema escrito por Milosz hace más de cuarenta años. El título viene de la primera línea, "Lo que una vez fue grande":
Lo que una vez fue grande, ya se volvió pequeño.
Los reinos se desvanecían como bronces cubiertos por la nieve.Lo que antes golpeaba, ahora no golpea.
Las tierras celestiales ruedan, ruedan y brillan.Echado sobre el césped a la orilla de un río,
Como en los viejos tiempos, lanzo mis lanchas de corteza. ~
Traducción de Jordi Doce