De la antropología (Una polémica)

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LUCES Y SOMBRAS

Independientemente del lugar y de la época, todo ser humano se ha visto en la necesidad de satisfacer sus apetitos, protegerse del medio ambiente, curarse de enfermedades, encarar la muerte, comunicarse con sus semejantes y formular explicaciones para cuanto ocurre a su alrededor. La condición humana plantea problemas radicales a los que todo hombre y toda mujer debe hacer frente para sobrevivir. Pero, a diferencia de las otras especies, nada en nuestra naturaleza nos indica cómo hacerlo. Somos seres incompletos que debemos apelar a la imaginación para compensar las carencias instintivas con las que venimos al mundo. Así hemos podido afrontar problemas que genéticamente no sabemos cómo resolver; hemos inventado explicaciones para lo que ocurre, hemos creado formas de organización social, hemos desarrollado lenguajes y hemos transformado la agreste naturaleza en fuente de alimentos, herramientas y medicinas.

Pero también es cierto que ningún ser humano tiene que inventarlo todo desde cero. Somos herederos, como decía Ortega. El bagaje de conocimientos, estrategias y creencias que se han depurado a lo largo de los siglos y que han demostrado utilidad o valor, se trasmite de generación en generación. Y eso es la cultura. Eso, también, es la materia de estudio de la antropología.

Los antropólogos estudian las formaciones de la imaginación, es decir, los ritos, las creencias, los mitos, las instituciones, las obras de arte: todos los intentos de una comunidad por apropiarse del medio natural y transformarlo en un hábitat humano. El afán con que durante décadas han recorrido miles de kilómetros en busca de culturas diferentes, responde a la curiosidad por entender cómo funciona esta capacidad imaginativa. Viendo la manera en que los otros dotan de sentido al mundo, no sólo los conocemos a ellos, también nos conocemos a nosotros: desenmarañamos la intrincada madeja de lo humano.

Esta labor ha supuesto la gloria y la miseria de la antropología. En un ensayo publicado recientemente en esta revista (“Los antropólogos, dueños de la cultura”, Letras Libres, número 67, abril 2007), Gabriel Zaid hacía una severa crítica a la antropología. Explícitamente, la acusaba de haberse apropiado del concepto de cultura –un concepto, además, que se ha convertido en una nebulosa donde todo cabe, desde los ritos primitivos hasta el cine de Hollywood–, e, implícitamente, la señalaba como causante de los desvaríos intelectuales del momento, en especial del relativismo. Zaid tiene razón, pero sólo en parte. En su ensayo olvida que la antropología también ha sido una fuerza intelectual que ha ayudado a forjar las sociedades abiertas. Antes de explicar por qué, se deben reconocer y criticar los excesos en los que ha incurrido. Una defensa sensata implica examinar las luces y las sombras, los caminos que ha abierto para el desarrollo del pensamiento y de la convivencia, y los vicios en los que ha caído.

Encantados con los ritos, tradiciones y formas de vida primitivos, algunos antropólogos han asumido que las culturas son obras de arte que deben permanecer aisladas y alejadas de cualquier influencia, sobre todo de la occidental, para no ser corrompidas. Asumen que lo mejor para los indígenas es permanecer estancados en el tiempo, conservados en museos artificiales en medio de la selva o de los Andes, donde nada cambia, nada muta, nada evoluciona.

Lo que no ven estos antropólogos es que tratar a un grupo humano como si fuera un cuadro de Velázquez resulta mucho más perjudicial que provechoso. La historia de la humanidad es la historia del contacto, del aprendizaje, de los préstamos entre culturas. Todo aquello que se inventó en los valles del Éufrates y del Tigris hace seis mil años, se fue extendiendo por las inmediaciones del Nilo, por el Mediterráneo, por India, por Oriente. Los inventos útiles son asimilados con facilidad por las demás culturas, sin que por ello el universo étnico se iguale ni se comprometan las almas individuales. Los métodos de irrigación desarrollados por los sumerios se extrapolaron al mundo entero. Lo mismo ocurrió con el uso del metal, con la escritura, con el carruaje de dos ruedas. Y lo mismo ocurre hoy en día con la informática e internet, que se han convertido en herramientas fundamentales para hombres y mujeres de todos los rincones del globo. La labor conservacionista que muchos antropólogos han asumido como cruzada fanática, carece de sentido, y muchas veces está motivada más por la nostalgia, por el anhelo de hallar un lugar auténtico y puro donde refugiarse de los vicios del mundo moderno, que por un verdadero espíritu altruista.

Esta es una de las sombras de la antropología contemporánea. También hay otra. Para algunos antropólogos, las culturas constituyen entidades cerradas que moldean la percepción, la sensibilidad, la moral y la manera de entender el mundo. En la medida en que todos pertenecemos a una cultura, todos estamos limitados. Nuestra mirada y nuestros juicios son parciales. Nadie puede elevarse por encima del horizonte humano para emitir juicios de valor que jerarquicen o sancionen las prácticas, los códigos éticos, las instituciones y los productos culturales de los otros. Esto es cierto sólo en parte: aunque nuestra mente se moldea a partir de lo que nos ofrece el entorno inmediato (categorías y esquemas conceptuales), eso no implica que seamos incapaces de trascender esa limitación inicial. El mismo ejercicio de la antropología y las experiencias de los inmigrantes demuestran que es posible desprenderse de la cultura de origen para asimilar otras maneras de ver y entender la vida. Todo inmigrante puede decir qué prefiere y qué detesta de su nuevo hogar; puede juzgar, jerarquizar, emitir juicios de valor.

En pocas palabras, el ser humano puede comparar y elegir. Y siempre que lo hace, a menos de que la violencia sea su medio para asentarse en el poder, prefiere instituciones que lo protejan de la crueldad. No todo vale para quienes tienen que sufrir en carne propia mutilaciones, privaciones y vejaciones. Y tampoco hace falta acceder a lo que Hilary Putnam llama el punto de vista del ojo de Dios para saber cuándo una práctica o una tradición exceden los límites de lo tolerable. Si de algo sirve la larga lista de errores y de barbaridades cometidas por el género humano, es para procurar que no sigan ocurriendo, para establecer unos límites morales que hagan intolerables las manifestaciones más conspicuas de fanatismo y brutalidad.

El ser humano aprende de sus errores; aprende de la historia y de las demás culturas; aprende que no todo da igual, que hay cosas que le gustan y que hay otras que le resultan aborrecibles. La teoría foucaultiana que iguala la verdad con el poder pasa por alto que muchas veces es el poder el que entorpece la búsqueda de la verdad. Para quienes tienen que escapar de sistemas opresivos, esto es evidente. Carecen del charm posmoderno, pero tienen mucha más autoridad para hablar de tolerancia y de respeto a la diferencia. El relativismo es un pasatiempo intelectual de quienes no tienen que sufrir las consecuencias de lo que defienden. Ajenos a los riesgos y a las atrocidades, puede firmar panfletos justificando prácticas oprobiosas en nombre de la diversidad cultural. En lo que a ellos concierne, la particularidad de su cultura no supone ritos ni prácticas que amenacen su integridad física. Si fueran una mujer somalí que observa cómo un curandero prepara unas tenazas para mutilarle el clítoris, tal vez se lo pensarían dos veces.

Zaid acierta al denunciar los excesos en los que incurre el antropólogo que se cree insuflado de autoridad moral para hablar en nombre de los otros. Pero olvida que esta disciplina ha sido, antes que nada, un espacio en el que se revisa constantemente la forma en que el ser humano se piensa a sí mismo. Al inventariar las diferentes culturas, el antropólogo ha puesto de manifiesto la plasticidad de la naturaleza humana; ha visto la variedad de explicaciones que pueden darse al origen del universo; ha estado en contacto con los muchos modos de vida que pueden darle sentido a la existencia; ha visto los múltiples proyectos y valores a la luz de los cuales se puede proyectar la vida. En pocas palabras, ha palpado de cerca la variedad, la diferencia, el otro. Esa enseñanza ha contribuido –al igual que las aportaciones de la historia, de la filosofía, del arte– a erigir uno de los pilares de las sociedades abiertas y democráticas. Entender que hay una pluralidad de valores y de finalidades últimas por las cuales vivir, y que nadie, ni un gobierno, ni un dios, ni un líder puede determinar arbitrariamente cómo debe vivirse la vida humana, ha sido fundamental para dar a la cultura occidental su cariz específico. Al constatar que la naturaleza humana es plural, que puede metamorfosearse, que siempre es un proceso inacabado, se está afirmando que nadie puede asumir el lugar de gran guía, de gran organizador del mundo y de la sociedad. Quien se erige como tal, pretendiéndose portador de un conocimiento definitivo sobre el hombre, sobre los fines por los cuales hay que vivir y sobre el verdadero significado del bien, genera desconfianza, precisamente porque el trabajo de campo ha demostrado que la esencia de lo humano es la multiplicidad, la variedad, el cambio. Sólo esto –sin mencionar sus contribuciones para entender el funcionamiento de la mente, las emociones, la herencia, el mestizaje, los conflictos sociales, etcétera– justifica el estudio y la enseñanza de la antropología.

Por sus particularidades, sus aulas siempre atraerán misioneros, redentores, nostálgicos imperialistas y promotores de revoluciones, reivindicaciones y causas nobles. Pero también seguirán atrayendo disciplinados estudiosos que, con paciencia, dedicación y modestia, ayudarán a entender un poco más el misterio de la condición humana. ~

– Carlos Granés 

ETNOCENTRISMO GREMIAL

En la práctica de toda profesión, hay cosas admirables y cosas bochornosas. Una defensa de la antropología que las ponga en la balanza puede ser juiciosa, pero no viene al caso, porque “Los antropólogos, dueños de la cultura” no es una crítica de su práctica, sino de sus pretensiones teóricas. Si todo es cultura, y la cultura es el campo de los antropólogos, ¿qué les queda a las artes, las letras, la filosofía y el resto de las ciencias? ¿Son disciplinas auxiliares de la Suprema Disciplina? Una antropología que se vuelve todóloga, ¿es ciencia? La “respuesta” de Carlos Granés no responde a esta crítica: la confirma. Dice que “la cultura […] es la materia de estudio de la antropología. Los antropólogos estudian las formaciones de la imaginación”…

Entonces, ¿qué hacía Aristóteles cuando estudiaba la poesía dramática o las constituciones de las ciudades griegas? La cultura fue descubierta por los antropólogos cuando ya tenía milenios de ser estudiada. Dilthey, Weber, Jung, Braudel, ¿no estudiaron formaciones de la imaginación? La institución imaginaria de la sociedad de Castoriadis, ¿invade el campo de los antropólogos? Ésta es la cuestión. Si la antropología “ha sido, antes que nada, un espacio en el que se revisa constantemente la forma en que el ser humano se piensa a sí mismo”, los filósofos, historiadores, sociólogos, psicólogos, novelistas, directores de cine, resultan antropólogos, pero primitivos. Todavía no llegaban los que “desenmarañamos la intrincada madeja de lo humano”.

Las tribus universitarias siempre han tenido una fe admirable en su propia importancia. Ahora resulta que debemos a los antropólogos, y al “afán con que durante décadas han recorrido miles de kilómetros en busca de culturas diferentes”, “una fuerza intelectual que ha ayudado a forjar las sociedades abiertas”. O sea que la antropología no es consecuencia de la apertura occidental, sino al revés: la apertura occidental se forjó en estas décadas de numerosos viajes.

En el siglo xx, la antropología y la administración de negocios se volvieron enseñanza universitaria. Cuando la segunda empezaba en México, escuché a unos jóvenes graduados, orgullosísimos de su licenciatura, hablar como si nunca antes se hubieran hecho negocios. Les hice notar que eran hijos de empresarios, y que sus padres habían tenido éxito. La respuesta fue maravillosa: Sí, se hicieron ricos, pero sin método.

Leí algo parecido, no menos elocuente. Un matemático y su mujer van a un casino, él armado de fórmulas y calculadora. Cada uno apuesta a su manera, y ambos pierden. Pero: “No puedes comparar. Tú perdiste impulsivamente. Yo, científicamente.”

Los especialistas tienden a verlo todo desde su perspectiva teórica, una estrechez que necesitan superar. Los antropólogos se metieron en el problema contrario: la ilimitación no puede ser una especialidad. Puede ser simpático asumir toda la aventura humana desde un plural mayestático: “Hemos inventado explicaciones para lo que ocurre, hemos creado formas de organización social, hemos desarrollado lenguajes y hemos transformado la agreste naturaleza en fuente de alimentos, herramientas y medicinas”. Pero el plural esconde un protagonismo: el supuesto majestuoso de que la aventura humana (impulsiva, sin método) no tuvo espacio para revisar “la forma en que el ser humano se piensa a sí mismo” hasta que se graduaron los primeros doctores en antropología.

Los buenos especialistas están por encima de su especialidad. Ven con humor a los patrioteros del gremio, y se ríen de su propio etnocentrismo. Ojalá que Carlos Granés, todavía arrastrado por declaraciones melodramáticas (“la gloria y la miseria de la antropología”, los “disciplinados estudiosos que, con paciencia, dedicación y modestia ayudarán a entender un poco más el misterio de la condición humana”), llegue a reírse del etnocentrismo de su tribu, especialmente inaceptable en un antropólogo. ~

– Gabriel Zaid 

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(Bogotá, 1975) es antropólogo y ensayista. Su libro más reciente es El puño invisible (Taurus).


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