Mientras diluvia, 5

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No nos pueden dejar morir de sed

—¿A dónde vas a emigrar? —me preguntó Javier a quemarropa.

—¿Emigrar? —estaba ocupado y sus llamadas a deshoras, siempre sobre temas raros, me descontrolaban.

—¿No has oído? Dicen que sólo queda agua de aquí a febrero. Después, nada. ¿A dónde te vas a ir?

Volteé a ver nervioso la foto de mi hija de nueve meses.

—Dudo que sea cierto, eso es un rumor infundado. Como lo de que Calderón es alcohólico. O lo de la renuncia de Carstens. No hagas caso.

Charlamos unos minutos más, después colgamos y me fui a dormir. Nunca volví a saber de él.

A la semana renunció Carstens.

Pocas semanas después me bañaba cuando se fue el agua. Le grité furioso a mi mujer que prendieran la bomba.

—Está prendida —dijo.

El agua no salió.

Era febrero.

Primero hubo que aguantar los cortes programados. “Es una situación pasajera, el suministro se normalizará en cuanto llueva”, decían los funcionarios. No llovió.

Tuvimos que comprar una pipa de agua para el edificio. Teníamos cinco tinacos grandes que duraban llenos varios días. Si la cuidábamos. Es decir, si nos bañábamos la mitad de la semana, si no regábamos las plantas y tomábamos poca agua.

Nuestro edificio empezó a decaer. Los pasillos se volvieron sucios. Se sentía un aroma a sudor en los pasillos.

Un día vi a mi vecino del 10 lavar su coche con la manguera.

—¿Qué haces? ¡Cierra eso!

—El agua no se va a acabar, hombre. ¿A poco crees que nos van a dejar morir de sed?

No le contesté. Subí a mi departamento y me di una ducha de media hora. Si él no la cuidaba, ¿porqué yo sí?

La siguiente vez que pedimos una pipa, nos dijeron que el precio se había duplicado. La administradora del edificio repartió una circular en la que solicitaba que dobláramos nuestras cuotas. Pagué a regañadientes. La pipa llegó dos días después.

Para entonces los baños rebosaban de excrecencias. El olor era insoportable. Las plantas de mi mujer se habían convertido en estropajos amarillentos. Remojábamos la ropa en tinajas llenas de detergente que luego secábamos al sol. La tela producía picazón al contacto con la piel.

La siguiente vez ya no hubo manera de comprar una pipa.

“Habrá que esperar la pipa del gobierno en la esquina” anunció la administradora del edificio en un papel pegado en el vestíbulo del edificio.

Por la madrugada nos formábamos en la banqueta, en plena esquina de Gutenberg y Circuito Interior, esperando el agua.

—No es justo, esto no es Iztapalapa —me quejaba en voz alta en medio del frío.

—Sí, hombre —asentía mi vecino, que no dejaba de lavar su coche, aunque fuera con cubeta.

El servicio pasó puntual varias veces. Nos llenaban todos los tambos y cubetas que pudiéramos cargar. La viejita del departamento 18, que vivía sola, no podía llevar mucha agua. La veía subir trabajosamente una cubeta en cada mano. Nadie se ofrecía nunca a ayudarla. Mi mujer y yo llevábamos un par de tambos grandes y varias cubetas. El vecino del 6, que tenía dos hijos adolescentes, podía llevar mucha más.

Una vez vi cómo a la viejita se le cayó una cubeta por la escalera. Me hice pendejo. No he escuchado un llanto tan desgarrado en años.

Un día las pipas dejaron de pasar.

—Dicen que las interceptan ahí por la glorieta de la Raza —dijo mi vecino del 10 que ya había dejado de lavar su auto.

—Vete con la niña a casa de tus papás —le djie a mi esposa.

—Saltillo está en medio del desierto. Están igual que acá.

—Cualquier lugar será mejor que éste.

Se fueron al día siguiente. No las volví a ver. Yo me quedé a cuidar nuestro departamento. Nunca supe si llegaron. Para entonces las comunicaciones estaban interrumpidas.

Podías conseguir algunas botellas de Bonafont en cien pesos. Y galones de agua tratada para el aseo en cuatrocientos pesos el galón.

Un día comenzó a llover. Los sonidos de un trueno me sacaron del sopor. Corrí a la azotea con mis cubetas. Ahí estaban todos mis vecinos menos la viejita. Llovió durante escasos minutos, dejando nuestras cubetas medio llenas de un agua nauseabunda. A pesar de ello, dos señoras empezaron a pelear por una cubeta. Se hicieron de palabras y la discusión subió de tono. Una le dio una cachetada a otra. Comenzó la pelea. Todo acabó cuando una de ellas, la más grandota, lanzó a la otra por un costado del edificio. Escuchamos reventar su cuerpo seis pisos abajo.

—¿Alguien más? —desafió la triunfadora.

La muerta era la esposa del vecino del 10.

Sabíamos que algo de agua quedaba en los tinacos. Se resolvió guardarla para una verdadera emergencia. Una noche subí a la azotea. Sólo quería abrir la tapa del tinaco. Hundir las puntas de mis dedos en el agua y lamerlos. Humedecer mi paliacate y limpiarme la cara.

La vecina de al lado, la que había ganado la pelea, montaba guardia.

—¿Qué quiere? —esgrimía furiosa un bat.

—Sólo… sólo vine a dar una vuelta.

—Aquí no hay nada que ver. Ámonos, a chingar a su madre.

Me fui.

Esa mañana bajé al vestíbulo. Sabía que en algún lado había una tubería suelta que me serviría para lidiar con mi vecina. Efectivamente, en la portería, que estaba abandonada, había un tubo oxidado. Lo palpé feliz mientras pensaba distraídamente que hacía mucho que no me cruzaba con nadie en los pasillos. Entonces escuché una voz en el estacionamiento.

Me costó trabajo reconocer a mi vecino del 10. Al que le habían lanzado a la esposa desde la azotea. Se había dejado crecer la barba y las uñas. Tenía costras de mugre pegadas a la piel y vestía con andrajos colgantes. Pensé que yo estaría igual.

—Vamos a estar bien tú y yo, mamita, vas a ver, vas a ver que bien va a estar todo —balbuceaba ansioso mientras deslizaba su mano por el cofre del auto. Fue cuando reparé en que el coche estaba perfectamente limpio, no lleno de lodo como los demás.

Lo observé en silencio mientras abría la cajuela y sacaba una cubeta llena de agua y una jerga. Sin dejar de balbucear cariñosamente comenzó a lavar el vehículo.

No resistí. Lo agarré a tubazos por la espalda. El primero cayó en la base del cuello con un crujido de huesos. Los demás ya no los sentí. Seguí golpeando mucho tiempo después de que dejó de moverse. Cuando di el último tubazo su cabeza era una pulpa sin forma. Lamí la sangre de la punta del tubo. Pensé en la vecina de la azotea.

Subí los escalones de dos en dos, aullando. Tiré la puerta de la azotea y corrí hasta ella, que aún montaba guardia frente a los tinacos. Mis gritos debieron sorprenderla porque se quedó paralizada. Le crucé la cara de un tubazo que la mandó al suelo, el bat rodando lejos.

En el suelo la golpeé varias veces antes de arrancarle la ropa, lo que quedaba de ella. Al hacerlo su cuerpo despidió un hedor rancio que me hinchó de deseo. Arremetí rítmico contra su pelvis, lastimándonos. Ella parecía gozarlo. Rodeé su cuello y apreté hasta sentir la laringe quebrarse como un carrizo seco. Luego lancé el cuerpo a la calle.

El tinaco era mío. Salivaba mientras levantaba la tapa. Hundí mis manos en el fondo para llevarme un sorbo de agua a la boca. Al estirarme sólo pude palpar su fondo terroso.

Estaba vacío.

– Bernardo Fernández, Bef

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es novelista y narrador gráfico.


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