La última vez que vi a Nathan Zuckerman fue en julio de 2006, cuando vino a Bard College a la fiesta de cumpleaños que celebraba el fin de mi pubertad.
Esa noche me descubrí reflexionando sobre nuestros casi veinte años de amistad, durante los cuales Nathan ha sido un guía inusual e invaluable en la vida, la psique y el arte de Estados Unidos. Y de nuevo caí en la cuenta del privilegio que ha representado tener, como extranjero en este país, a alguien como Nathan ayudándome a decodificar un territorio ignoto.
Hoy vivimos una época en la que no se ve, escucha o lee nada si no es escandaloso y en la que nada parece lo suficientemente escandaloso para ser memorable. Sin embargo, en su triple papel de escritor, personaje y narrador –un desempeño literario bastante singular– y a través de una carrera larga y extraordinaria, Nathan ha demostrado ser y seguir siendo inolvidable.
¿Cómo puede un autor que se declara preocupado por la introspección y la subjetividad volverse un cronista ejemplar del siglo XX estadounidense? Pues utilizando al individuo –el verdadero tema de la literatura– como foco de la introspección en un país que no tiene tiempo para introspecciones ni le gustan demasiado. Receloso de juicios o hábitos provincianos, Nathan se ha convertido no obstante en un observador sabio y profundo de las actitudes locales y comunitarias, sean judías, negras, feministas o hasta políticamente correctas. Para él, “huir” de nuestras rutinas pequeñas y miserables implica un escape necesario de la intolerancia, los feudos, la hipocresía social y otras restricciones para poder adquirir referencias que rebasen, tal como dice, “la mesa de cocina en Newark”. Sin embargo reconoce, y terriblemente bien, no sólo el filón liberador sino la exigencia del poder que entraña una iniciativa tan indispensable y peligrosa.
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Alguna vez un reseñista describió la obra de Nathan como “la comedia del engaño”. Como alguien proveniente de un lugar y una biografía donde la tragicomedia del engaño se representaba a diario, puedo entender lo que mi interlocutor estadounidense quiere decir cuando señala: “La tarea del artista es el matiz, y la condición intrínseca de lo particular es no ceder al conformismo.” O cuando confiesa: “El desencanto es un modo de cuidar de nuestro país.” O cuando advierte: “Todo lo relativo a un hombre es creíble.” El combustible esencial que alimenta sus batallas y triunfos es la firmeza en el valor, el humor, la inteligencia y el talento que transmite su escritura. Su credo no ha variado un ápice: “Mi mente es mi iglesia; mi risa es el núcleo de mi fe.” Esta podría ser una muy buena razón por la que sus lectores no lo han abandonado.
Nathan siempre ha sido un pensador independiente y solitario, y se ha prestado como conejillo de indias para audaces experimentos artísticos. Es un artista que trabaja con una modelo constante, la realidad, a la que accede por medio de una curiosidad, una ironía, una suspicacia y una naturalidad siempre ávidas. No vacila en colocarse en una posición a veces inquietante: ser blanco de su propio sarcasmo, ese sarcasmo con que apunta a la sociedad en general. Aun cuando se centra en el más íntimo y elemental de los deseos humanos –el erótico–, busca distintos matices: el individuo que se enfrenta a sí mismo a la vez que confronta a los otros. Quizás el principio rector de este temible afán de buscarse problemas se halle en Kierkegaard: “Lo contrario del pecado no es la virtud sino la fe.” La fe que permite pensar y sentir y hablar claro para poder afrontar el verdadero yo ha sido la obsesión primordial de la comedia de costumbres de Nathan. Su registro lingüístico, la inmediatez y el encanto de su estilo, han servido siempre para fusionar lo personal y lo político, el mundo interno y el orbe externo, en un escrutinio feroz de las trampas dispuestas para todos nosotros por una modernidad centrífuga, desafiante, perturbadora y en rápida transformación.
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No he vuelto a ver a Nathan desde nuestro encuentro en 2006, pero al año siguiente recibí un ejemplar de Sale el espectro acompañado por unas cálidas palabras de amistad. Lo llamé por teléfono; nunca contestó. No obstante, desde hace un par de años he recibido algunas noticias suyas. En un viaje a Berlín leí, en un importante diario alemán, un artículo titulado “¿Dónde está Nathan Zuckerman?” En nombre de sus lectores, el periodista condenaba que Nathan hubiera desaparecido de la prensa literaria. Este reclamo se contradijo recientemente, aunque no del todo, en un blog llamado Nathan Zuckerman as Presidential Adviser [Nathan Zuckerman como asesor presidencial], en el que nos enteramos que la formación intelectual de Barack Obama se debe a académicos y escritores judíos entre los que está nada menos que el propio Nathan. En el número de abril pasado de The New Republic, el artículo titulado “English Anti-Semitism on the March” [“El antisemitismo inglés en marcha”] comienza con una cita de Nathan de alrededor de 1987: “Inglaterra me ha vuelto judío en tan sólo ocho semanas.” (Obviamente, gracias a ese antisemitismo abierto y encubierto a la vez.) El artículo continúa: “Veinte años después, resulta difícil imaginar a Nathan Zuckerman soportando ya no ocho semanas sino ocho días en Inglaterra.”
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En Sale el espectro (2007) Nathan reafirma una preocupación que vemos primero en Ghost Writer (1979): una inquietud por E.I. Lonoff, su antiguo mentor, a quien quiere proteger del nuevo canibalismo de los medios masivos de comunicación, de la explotación vulgar y cínica de la vida privada de los escritores.
Muchos años atrás, en la casa de Lonoff ubicada en Berkshire, Nathan había conocido a la encantadora Amy Bellette, la joven amante del maestro. Treinta años después, en esta nueva y al parecer última novela, Amy dirige una carta al editor de un diario prestigioso: “Durante las décadas de la Guerra Fría, en la Unión Soviética y sus satélites europeos orientales, se expulsaba a los escritores serios de la literatura; ahora, en Estados Unidos, es a la literatura a la que se expulsa como una seria influencia sobre la manera de percibir la vida […] En cuanto se entra en las simplificaciones ideológicas y el reduccionismo biográfico del periodismo cultural, se pierde la esencia del artefacto. Su periodismo cultural es chismorreo de publicación sensacionalista disfrazado de interés por ‘las artes’, y todo cuanto toca se contrae y reduce a aquello que no es. ¿Quién es la celebridad, cuál es el precio, cuál es el escándalo? ¿Qué transgresión ha cometido el escritor, y no contra las exigencias de la estética literaria sino contra su hija, hijo, madre, padre, cónyuge, amante, amigo, editor o mascota?”
La carta de Amy es en realidad la carta de Lonoff, que es la de Nathan y, en última instancia, la de Philip Roth. Al leerla pensé inevitablemente en las múltiples apariciones de Nathan como personaje y narrador en los magníficos libros de Philip. Pensé también, por supuesto, en el encuentro al cabo de tantos años entre Nathan y Amy Bellette, fuente de inspiración de fantasías amorosas en el pasado, antigua encarnación del misterio y la atracción y la pasión, convertida ahora en una anciana moribunda. Nathan se reúne con ella, esta vez en Nueva York, y al mismo tiempo conoce a Jamie Logan, la nueva joven hechicera, la nueva personificación del enigma y la sensualidad y la literatura para un Zuckerman ya viejo y enfermo aunque no totalmente domado.
La salida abrupta de esta última amante virtual, y del amor en sí, es un extraordinario momento de perplejidad en el que la clásica y obsoleta confrontación literaria entre pasión y responsabilidad es remplazada por el enfrentamiento más auténtico entre emoción y extinción, deseo y cansancio, juventud y vejez, vida y muerte. ¿Debería Nathan sucumbir a las urgencias y ensoñaciones juveniles que no se olvidan y siguen presentes en la senectud? ¿Qué es lo que busca? Sexo, claro está. El hombre impotente anhela rendirse al frenesí del abandono y la satisfacción, el viejo libidinoso ansía una cópula tierna y salvaje –sus impulsos, su hipnosis–, el escritor solitario quiere vida y luz y vigor y tener el pasado en el presente. Melancolía y vitalidad, flaqueza y resistencia, amargura y desesperación, orgullo y congoja, son cómplices en uno de los pasajes más conmovedores de la narrativa contemporánea.
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Después de tantos libros y combates, uno se podría preguntar qué hace de Nathan Zuckerman un héroe de nuestro tiempo en sitios tan disímiles como Newark y Chicago y Nueva York y la Alaska de Sarah Palin, en la Alemania posnazi y la Rumania poscomunista y la Francia posmoderna y tantos otros lugares.
Nathan es un mago cerebral asombroso y muy contemporáneo, un explorador atractivo e infatigable de su y nuestro hábitat, de su energía y su vacío, su velocidad y su pavor. Es también un estudioso incisivo y mordaz del erotismo, un experimento que ahonda en la conciencia social. Logra un avance único y paradójico dentro de la literatura moderna al registrar, en su calidad de sismógrafo confiable, el movimiento de las placas tectónicas de la vida política de Estados Unidos en la era Roosevelt, la guerra de Vietnam, la época de Nixon, Martin Luther King, Bobby Kennedy, Bill Clinton y George Bush, así como en el periodo post-11-S, hasta llegar al día de hoy.
A través de este examen fresco, divertido e implacable de la intimidad y la subjetividad se nos ofrece un retrato revelador de Estados Unidos durante el pasado medio siglo: sus escándalos y sus prejuicios, su superficialidad y su potencia, sus clichés y su candidez y sus rebeliones. Las turbulencias del individuo se ven siempre en relación con los tabúes, las intrigas y la tragicomedia de la cultura común. No conozco otro testigo de los cambios drásticos y las sólidas aberraciones de este país que haya podido captar sus contrastes con tanto ingenio, ironía e imaginación, con ambigüedades y contradicciones tan ricas y significativas. Nathan entra por la puerta secreta que él mismo ha diseñado en la historia de la literatura norteamericana, pero quizá también en la historia de Norteamérica, del modo en que Don Quijote puede ser visto como parte de la historia española o Las almas muertas de Gógol como parte de la historia rusa.
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Sorprendentemente, hace unos días recibí un telefonazo de Nathan. Supe por qué me llamaba.
–¿Vas a ir al festejo? –pregunté.
–¿Cuál festejo?
–Cinco décadas de labor narrativa, tres décadas de Nathan Zuckerman. Debes ir, eres parte de la celebración.
Se mantuvo en silencio.
–Estarán todos: Sabath, el titiritero; Coleman Silk, el negro que se hace pasar por blanco; Seymour Levov, el Sueco, y su hermano Jerry. También irán las mujeres, Miss Nueva Jersey y Faunia Farley y Consuela Castillo.
Nathan permaneció callado. Comprendí que prefería quedarse en su refugio de las montañas Berkshire. Pero al fin habló. Susurró, de hecho, como un anciano:
–El señor Fulano de Tal publicó otro libro. No aparezco. Uno más viene en camino. No aparezco. Y un tercero ya está en su escritorio y tampoco figuro en él. Dile que sé todo. Incluso aquí, en el bosque, me entero de todo.
Luego el silencio, y después otro susurro:
–Sí, ya sé que vas a hablar. Sobre mí, según me dijeron. Sobre mí… OK, no me importa. Está bien porque ya no me interesa. De acuerdo. Sé breve y cuida tu acento y tu ironía rumano-dadaísta. Eso es todo. Adiós, muchachos.
Fin. Schluss. Konetz filma.
Nathan me ha engañado en el pasado. Y estoy seguro de que me engañará nuevamente en un futuro no muy lejano. Sé que regresará. Volvió al cabo de su despedida en La orgía de Praga (1985), y luego del paréntesis de los años noventa. Así que estoy seguro que se esconde en algún lugar, espiándonos y tomando notas.
Cuando hablamos por última vez, repitió las palabras finales de su antiguo mentor Lonoff con deleite exagerado: “Personas que leen y escriben, estamos acabados, somos fantasmas que presenciamos el fin de la era literaria.”
Dijo esto, no me cabe duda, porque sabe que nuestro festejo contradice tan dramática declaración. O a lo mejor no. Siempre le han gustado las contradicciones y los interrogatorios: lo estimulan. Así que estoy seguro de que se encuentra aquí, tomando notas como le corresponde. ~
Traducción de Mauricio Montiel Figueiras
* Este texto fue leído el martes 28 de abril de 2009 en Queens College, Nueva York, durante la celebración por el quincuagésimo aniversario del debut literario de Philip Roth con Goodbye, Columbus (1959). También participaron el profesor Joe Cuomo y los escritores Greil Marcus, Joyce Carol Oates, Norman Rush y el propio Roth.
(Bucovina, Rumania, 1936) es escritor. En 2005, Tusquets publicรณ la traducciรณn de una de sus obras mรกs cรฉlebres, 'El regreso del hรบligan'.