Debatir el petróleo

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Los conservadores del siglo XIX, discípulos de Lucas Alamán, eran partidarios del proteccionismo industrial y el intervencionismo del Estado, detestaban a los Estados Unidos, se oponían a la inversión extranjera y la inmigración. Sus adversarios liberales -la generación de Juárez- creían en la libertad de comercio, criticaban el paternalismo estatal, admiraban el modelo económico y político de los vecinos del norte, alentaban la inversión foránea y la inmigración. Ambas posturas tenían puntos razonables y en ambas había todo tipo de matices. El acuerdo o el compromiso no era imposible, pero en vez de debatir civilizadamente sus diferencias (no sólo las económicas, por supuesto, sino las teológico-políticas) decidieron matarse por ellas.

Al triunfo de la República en 1867, los liberales desterraron a los conservadores del discurso público e impusieron su proyecto económico. Pensaban que el ferrocarril sería el detonador que sacaría al país de su atraso de siglos. “Donde hay ferrocarriles… -escribió Francisco Zarco- …la paz está asegurada… el orden no necesita apoyo… todos están interesados en conservarlo”. “Los ferrocarriles -creía Guillermo Prieto- …podrán cambiar en opulencia la actual pobreza del país” (Lecciones elementales de Economía Política, 1876). El diagnóstico era claro, pero México carecía de los capitales necesarios y la capacidad de ejecución para llevarlo a cabo. Había que atraer la inversión extranjera.

Comenzó a llegar hacia 1880, detonó la inversión nacional, pública y privada, y atrajo inmigrantes europeos, activos e industriosos. Se tendieron 19 mil kilómetros de ferrocarriles, se cubrió el territorio con redes telegráficas y correos, se multiplicó la actividad minera y el desarrollo urbano, dio comienzo la explotación del petróleo, se construyeron instalaciones portuarias como Salina Cruz, prosperó la ganadería y la agricultura de exportación, se diversificó la industria, se amplió el comercio internacional, etc… Al margen de sus inadmisibles fundamentos políticos e inequidades sociales, el beneficio económico del programa liberal fue mayor que el costo, sobre todo que el costo de no haber hecho nada. Y, como demostró Daniel Cosío Villegas, frente a los inversionistas del extranjero el gobierno porfirista se manejó con astucia, sentido de equilibrio y responsabilidad. La huella de aquellos proyectos y realizaciones es perceptible hasta nuestros días.

El siglo XX deparó una sorpresa mayúscula: el Estado nacional-revolucionario adoptó los puntos centrales del programa conservador, entre ellos el estatismo y el proteccionismo. Al margen de su carácter antidemocrático y sus indudables aciertos sociales, su gestión económica fue improductiva. Tuvo, es verdad, un periodo de éxito moderado (1934-1970) pero no deja de ser significativo, por ejemplo, que la red ferroviaria haya permanecido estancada. La exacerbación populista del modelo (1970-1982), pródiga en despilfarros petroleros y gigantismos burocráticos, condujo a una primera crisis, que se agravó en la siguiente etapa debido a los errores de los tecnócratas que actuaban en nombre de un liberalismo impuesto desde arriba y, por eso mismo, contradictorio con su propia esencia.

Ahora la historia nos ha colocado en un predicamento similar al del siglo antepasado. El país necesita crecer, pero no hay consenso para definir el rumbo. Entonces el catalizador del crecimiento eran los ferrocarriles, hoy no debería hablarse de uno sino de muchos catalizadores (tanto en el nivel de la macro como de la microeconomía) pero tirios y troyanos coinciden en atribuir ese papel al petróleo. De ser así, la pregunta decisiva es: ¿tenemos los capitales y la capacidad de ejecución para crecer, con la celeridad requerida, en ciertas áreas cruciales de la producción petrolera?

Como en aquel siglo, en el nuestro hay dos posiciones extremas y un espectro muy amplio entre ellas. No conozco ningún liberal que abogue por una vuelta a la condición anterior a 1938. La postura liberal sostiene, más bien, que cerrar el paso a la iniciativa privada nacional no es un acto de nacionalismo sino de algo muy distinto: el estatismo. Una cosa es la Nación y otra el Estado. Si bien nadie, en su sano juicio, puede o debe proponer la “privatización” de Pemex, a estas alturas no es fácil demostrar que el control monopólico absoluto de Pemex por parte de su propia burocracia, del sindicato (que no da cuentas a nadie) y del gobierno en turno, sea la fórmula que beneficie mejor a la nación.

Por lo que hace a la inversión foránea, quienes sostienen una postura liberal sensata desaconsejan la apertura indiscriminada no sólo por la significación del petróleo en México sino porque, en igualdad de condiciones, siempre debe ser preferible la inversión nacional. Pero esa misma postura admite la posibilidad de que en algunas áreas (por ejemplo, la exploración de aguas profundas) esa igualdad sea ilusoria y que, en la práctica, el problema no sólo sea de capital (que tampoco es infinito ni puede distraerse del gasto social y de infraestructura) sino de tecnología y de capacidad de ejecución. Más aún si se considera la complejidad, la dimensión y el riesgo de la operación, así como la urgencia de ampliar las reservas probadas.

Contra esta posición liberal y sus diversas variantes hay argumentos razonables de izquierda. Pero también hay quienes no argumentan sino descalifican y amenazan. Son los nuevos conservadores: partidarios encendidos del estatismo nacionalista y “revolucionario” pretenden expulsar del discurso (como “traidores a la patria”) a quienes proponen la más mínima y focalizada apertura en el sector energético. No deja de ser paradójico que quienes representan esta actitud dogmática designen como “de derecha” a los liberales, cuando son ellos quienes reencarnan las posiciones más reaccionarias.

Por fortuna hoy vivimos en una democracia. Gracias a ella no necesitamos matarnos por las ideas: podemos discutir sobre ellas. La mejor manera de celebrar el 18 de marzo es dar comienzo a un gran debate nacional sobre el petróleo en los medios, usando quizá los tiempos oficiales. Participarían políticos, especialistas, periodistas, comunicadores e intelectuales. De llevarse a cabo con el debido profesionalismo, se verá que existen puntos de posible acuerdo entre las partes y que la reforma puede darse de manera ordenada y escalonada para beneficio de quien es el dueño de ese recurso: la nación mexicana, entendida como la suma de cien millones de voluntades, no como una abstracción custodiada por los exaltados que dicen hablar en su nombre.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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