Del verbo “linchar”

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Vivo en un país en el que los linchamientos se producen con pasmosa regularidad. Sin embargo, aquí casi nadie intenta explicarlos. Se los condena en su hora y luego se da vuelta a la hoja. ¿Por qué ocurren? Nadie ha dado hasta ahora una respuesta convincente. Los antropólogos hablan de una deformación de las prácticas ancestrales de castigo a los criminales, aunque sabemos que en el mundo precolombino las ejecuciones eran frecuentes y arbitrarias. Sin embargo, el linchamiento no es propiamente una ejecución, no obedece al mando de nadie, ni lo realiza un comité armado. Se trata de un estallido incontrolable de ira y odio, siempre espontáneo, de un grupo amorfo de personas que se enfervorizan ante una percibida amenaza. Suele ocurrir en el campo, pero también se produce en las ciudades.

No viene de arriba abajo, sino de abajo arriba; es idéntico a los pogromos antisemitas que se producían en Europa hasta la Segunda Guerra Mundial; se asemeja a los linchamientos de negros que orquestaba el Ku Klux Klan en Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta, aunque carece de la premeditación de éstos. Las víctimas casi siempre son forasteros a los que se cree delincuentes: uno de sus detonantes, entonces, es el miedo a los extraños. En muchas ocasiones, los linchados sólo son culpables de no pertenecer al grupo; luego de que se los asesina, la Policía descubre su inocencia. No, no fueron ellos los que robaron la garrafa de gas de la vecina, ni los que se llevaron la oveja, ni los violadores de la niñita aquella. Eran viajeros que tuvieron la mala suerte de quedarse en un pueblo que no conocían; o son los primos de la tendera que habían venido a visitarla por el feriado.

No hablamos de una lucha étnica o de clases. Por lo común, los que mueren son más pobres y tan indígenas como los que matan.

El linchamiento jamás es breve y expedito. Se detiene en una rebuscada ritualidad del terror. Primero viene la captura, frenética, como de animales que intentan escabullirse en la pampa. Luego la golpiza de puños, patadas y palazos, en la que participan los que llegaron al lugar, que por lo general son todos los adultos del pueblo. Para el plato de fondo, el menú es variado: a veces se rocía a las víctimas con combustible y se les prende fuego; a veces se las deja agonizar y morir por los golpes; en otras ocasiones, se confía en el frío.

La Policía llega al día siguiente. Unos pocos efectivos versus el pueblo o el barrio entero, que guarda silencio. El oficial que los dirige anuncia de antemano que no viene a detener a nadie, sólo a recoger los cuerpos. Un periodista le pregunta por qué su “autoridad” no hace nada contra los asesinos. Él responde con honestidad: “Porque no somos superhéroes”.

¿Por qué ocurren los linchamientos? Cuando días después uno pasa por donde ha habido uno de ellos, sólo encuentra gente que se agita en sus tareas cotidianas, pobre y empolvada, pero que en lo esencial parece trabajadora, decente.

Quizá éste justamente sea el problema. Los filósofos dicen que la exaltación exagerada de un valor termina justificando y exigiendo toda clase de aberraciones. Cuántos crímenes se cometieron en nombre de la libertad o de la justicia social. Cuántos más se seguirán cometiendo en las aras de una idea cerrada de la moral, que inyecta en la muchedumbre la arrogancia de creerse capaz de juzgar en un instante, y de sancionar en el siguiente, con la peor pena, a quien considera que le hace daño. Con qué fruición por el pecado quiere el hombre, ahora y siempre, castigar al pecador.

– Fernando Molina

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Periodista y ensayista boliviano. Autor de varios libros de interpretación de la política de su país, entre ellos El pensamiento boliviano sobre los recursos naturales (2009).


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